Hoy me he levantado pensando cómo los seres humanos vivimos en un permanente estado de adaptación, aunque no nos lo parezca; a veces, sutil y otras, no tanto. Cómo cada elemento que aparece o desaparece de nuestras vidas nos obliga a reconstruir nuestro espacio, nuestro tiempo, nuestra dedicación..., a focalizar la atención en aspectos diferentes de nosotros mismos o de aquello que nos rodea, mientras hacemos un esfuerzo considerable -en ciertas ocasiones- por intentar que nuestro equilibrio emocional continúe como si fuera la viva representación de un electroencefalograma plano, sin alteraciones ni altibajos que imposibiliten que el resto de nuestros quehaceres cotidianos, que no han sufrido ningún revés, sigan gozando de la buena salud que tenían hasta entonces. Y he seguido pensando que ciertamente debemos ser animales de costumbres arraigadas cuando tendemos a recuperar el estado en el que estábamos aun sin haber salido bien parados de la situación anterior.
Y todo ello lo he pensado a raíz de haber terminado de leer la novela finalista del Premio Planeta 2012, La vida Imaginaria, de Mara Torres, que será la que regale para Sant Jordi bloguero y que espero que a quien la reciba le guste tanto como a mí.
Me encantan las novelas que me hacen reflexionar. Leo por distensión, por entretenimiento, por aventurarme en mundos y en espacios en los que tal vez jamás tenga la dicha de encontrarme en la vida real -aunque tengo que reconocer que, inconscientemente, no puedo evitar analizar otros muchos aspectos "técnicos" de cada una de las obras que caen en mis manos-; pero indiscutiblemente y con independencia de su trama, me queda muchísimo mejor sabor de boca cuando extraigo un pensamiento que da vueltas por mi cabeza durante un tiempo después de haber cerrado la contraportada de la novela, y La vida imaginaria es una de ellas.
No es ésta una novela con una trama elaborada, no es de las que te mantienen pegada a las páginas en el afan de saber qué ocurrirá u ocurrió con la protagonista o con cualquiera de los personajes secundarios que aparecen en ella, no es una novela fantasiosa que destaque por su imaginación -a pesar del título-, ni en la que poder recrearnos con sus paisajes maravillosos o sus historias de amor. La vida imaginaria es una historia real, y con real me refiero a una historia que puede haber vivido y que vivirán miles de mujeres en esta época que nos ha tocado vivir. Y ése es precisamente el secreto de su éxito, el de haber sabido plasmar con una verosimilitud asombrosa las sensaciones, las emociones e incluso lo que podría ser la rutina desarmada de una mujer, como cualquiera de nosotras, que ve rota su relación de pareja de la noche a la mañana obligándola a reincorporar de nuevo en su cotidiana existencia los hábitos que llevaba mucho tiempo sin practicar y el abandono, por otra parte, de aquellas otras que habían sido creadas en pareja y que ya han perdido su razón de ser. Y todo ello, mientras el corazón y la mente pugnan por hacer valer sus razones para decantarse por un camino u otro: el de no perder la esperanza de volver a recuperar al hombre del que sigue enamorada, o abrir paso al nuevo horizonte que le permita acostumbrarse a vivir en soledad y abierta a nuevas relaciones afectivas o amorosas que le ayuden a reconstruir su vida para volver a alcanzar ese estado en el que ya se había acostumbrado a vivir.
¿Por qué tras un descalabro amoroso o una mala experiencia conyugal insistimos en intentarlo de nuevo con alguna otra persona? ¿Por qué esa experiencia no nos sirve de escarmiento para decir "Una y no más, Santo Tomás"? Las estadísticas lo confirman, las personas divorciadas o separadas -a pesar de haber vivido una mala experiencia amorosa- tienden a buscar una nueva pareja estable con la que compartir su vida y su espacio en mayor medida que aquellas otras que se han mantenido "solteras" durante una gran parte de su vida. ¿Construímos la nuestra sobre unos pilares que nos cuesta trabajo desmoronar? ¿La soledad o la compañía se constituyen como elementos básicos en nuestra forma de existencia y nos resulta difícil prescindir de ellos como si ya formaran parte inherente de nosotros?
Cuestiones como éstas y otras similares son las que me ha suscitado la lectura de la historia de Mara Torres, narrada de una forma que me ha resultado muy original y que tal vez -en mi humilde opinión- haya podido ser una de las causas que más haya podido influir en la concesión de su premio de finalista, por encima incluso de la historia que en ella se cuenta. Un lenguaje cuidado, pero muy desenfadado, fresco, muy actual, haciendo uso de muchas de las expresiones coloquiales con las que nos sentimos sin duda identificadas en nuestro hablar diario, con diálogos ingeniosos, dinámicos, y que hacen que los personajes, incluída por supuesto la protagonista, Nata, nos parezcan tremendamente reales, cercanos y próximos al entorno social en el que vivimos. Una historia que tiene la pretensión de plasmar una situación que reconoceremos hasta el último detalle y con la que en más de una ocasión incluso sonreiremos por tener esa extraña sensación de sentirnos delatados, por descubrir que aquello que decimos, pensamos o hacemos es más universal de lo que parece.
Sinopsis:
¿Qué pasa por tu cabeza cuando la persona a la que quieres se va? ¿Qué
haces con tu vida cuando tienes que pensarla otra vez? ¿Te la inventas?
El mundo de Nata se llena de preguntas cuando Beto la deja. Pero el
tiempo no se detiene, y los episodios que Nata cuenta de su propia
historia la van llevando hacia un lugar donde todo vuelve a ser posible.
Novedosa y contemporánea, esta novela tiene el nervio de un relato
confesional, divertido y emocionante. Pero, por encima de todo, descubre
a Fortunata Fortuna, un personaje fascinante que ha venido al mundo de
la ficción para quedarse.