De nuevo una voz quebró el silencio de
mi habitación, atravesando las sombras. Debería de haberme asustado. Pero llegó
a mí como un susurro cálido y envolvente, amoroso. Y yo lo seguí, embaucada,
dejándome arrastrar hasta la calle desierta, apenas bañada por la luz cenital
que las farolas alcanzaban a derramar sobre ella. El mundo dormía, mientras yo
me deslizaba por la acera escuchando el batir de mis pasos, amortiguados por
los restos de lluvia caída durante la tarde. El eco de aquella voz, llamándome,
se adentraba en mis oídos guiándome como un faro en alta mar, hasta recalar en
una bocacalle coronada por un establecimiento centenario que yo solía
frecuentar, la librería París, de cuyo escaparate fluían reflejos que
chispeaban en el cristal, como si alguien hubiera prendido velas tras él.
Me
acerqué con cautela y empujé la puerta. Estaba abierta. El calendario que había
tras ella había retornado en el tiempo, sorteando un siglo que había perecido
ya. La madera del artesonado y de las paredes se había rejuvenecido; no así sus
libros, que lucían antiguos y polvorientos, apilados sobre las mesas, rezumando
olor a tinta y a pergamino. Avancé bajo una nube de claroscuros en dirección a
una pequeña escalera de caracol situada al fondo, al tiempo que paseaba las
yemas de mis dedos por algunos volúmenes para apreciar la rugosidad del papel,
los bordes y letras repujados en sus tapas, sus lomos torneados con puntos de
libro aflorando al pie como lenguas rojas.
Subí
los primeros peldaños de la escalera, atraída por la intensidad de la luz que
bajaba por ella. Me sorprendió observar que, en uno de ellos, yacía abierto el
libro que yo había estado leyendo la tarde en que abandoné aquella estancia a
toda prisa. Faltaban letras, palabras, incluso algunos párrafos en sus páginas.
Habían sido arrancados y derramados en el camino de ascenso de aquel caracol.
Extrañada, alcancé el final. Y entonces, el susurro de la voz se magnificó y
una silueta masculina cobró forma a unos metros de mí, turbándome la mente y el
corazón. Cerré los ojos por un instante y cuando volví a abrirlos pude ver un
paisaje maravilloso, resplandeciente. Pareciera que los muros de aquella
librería se hubieran derrumbado, conectándola con otro mundo, con otro tiempo. Observé
una pradera inmensa, infinita, con retazos de hierba y salpicada de margaritas,
violetas, brezos, como creada por el pincel caprichoso de un artista. En su
margen derecha discurría un río bordeado de álamos y en cuya superficie
acristalada se reflejaban los rayos de sol que alcanzaban a iluminar mi tez
pálida, más pálida de lo habitual. El pálpito de mis sienes se acentuó al
percibir un aroma a vainilla y limón precediendo a aquel hombre atractivo y de
porte arrogante, ataviado con pantalón blanco, levita y botas altas de montar.
Pude reconocerlo. Era Rodolfo. Insinuándome una sonrisa, con la mano abierta,
extendida hacia mí.
Comencé a temblar. Di
un paso en dirección a él y aquella pradera me acogió en su seno como si hubiera
vivido allí durante toda la eternidad. Me vi imbuida repentinamente en un corsé
apretado bajo un vestido que cubría mi cuerpo hasta los tobillos, vaporoso en
las caderas y abotonado hasta el cuello, mis manos enguantadas y un sombrero
ocultando parte de mis cabellos. La presencia de Rodolfo volvió a despertar mis
pasiones ocultas, mi deseo contenido, mi necesidad de amor… La atracción
irrefrenable que provocaba en mí competía con la actitud apática de mi marido,
al que no me atrevía a ser infiel, a pesar del clamor de mi piel, de la poesía
que brotaba en mi alma al sentirme enamorada de aquel otro hombre que irrumpió
en mi vida de un forma tan casual. Me desgarraban mis pensamientos por
indecorosos. Me quemaban sus labios besando mi mano, pretendiendo mi boca. Pero
darse por vencido no era afín a su temperamento. Había huido de aquellas
páginas de libro y me había reclamado en mitad de la noche para devolverme a su
mundo. Con él. Una nueva y halagadora declaración de amor.
El rumor del viento
sofocó el calor y me dejó helada al amplificar otra voz, en la lejanía, a mi
espalda. Él me miró suplicante mientras yo daba nombre a quien me llamaba, a
quien me buscaba con aparente preocupación: era mi esposo. Me giré hacia la
escalera con las manos de Rodolfo apresando las mías, nerviosa y con un latido
amargo en la boca del estómago ante mi indecisión. La pradera a un lado, la
librería al otro. El idilio, la pasión, el amor, el éxtasis… a mi derecha; el
decoro, el honor, la decencia y mis deberes de esposa a mi izquierda. ¡¿Qué
hacer!? ¡¿A dónde ir?!
El semental cabalgado
por mi amante continuaba ensillado y amarrado al tronco de un álamo. Me dirigí
hasta él para montarlo y salir huyendo de allí, hacia ninguna parte, hacia
cualquier lugar donde acaparar minutos para reflexionar. Rodolfo corrió
despavorido hasta adentrarse en la librería. Salió de ella tras unos minutos, sudoroso,
gritándome, con un trozo de papel escrito de su puño y letra que dobló aprisa
para entregármelo. Me besó en los labios, ajeno a las miradas de las parejas de
enamorados que paseaban en los carros tras el vallado, y me ayudó a subir a la
grupa del caballo, sin atreverse a un adiós. Agarré las riendas. Y al escuchar
tan próxima la llamada de mi esposo, le clavé las espuelas para iniciar el
galope. El animal, embravecido, se revolvió en un trote brusco de apenas diez
metros hasta hacerme caer estrepitosamente. Perdí la conciencia, al compás de
la cordura que me había acompañado hasta el mismo instante de disponerme a
dormir.
**
Despierto confusa. Una
luz blanquecina aflora tras mi cabeza. No puedo moverme, solo mis pupilas
parecen tener autonomía propia. Y alguno de mis dedos, que a duras penas oscila
sobre las sábanas. Un pitido suena a intermitencias y alerta a quien se
encuentra sentado a mi lado, adormilado en un sillón de… hospital. Él toma mi
mano, me acaricia la cara con cierta rudeza y corre hacia la puerta, atrayendo
con sus gritos al personal sanitario que viene raudo a reconocerme. Un sinfín
de modernos artilugios, cables y gomas penden de mí, de mi pecho, de mis
brazos, de mi cabeza… «¡Has despertado, gracias a Dios!» —escucho decir.
Un médico se acerca, lo
reconozco por el fonendoscopio que le cuelga del cuello y las órdenes que
imparte. Acerca una pequeña linterna a mis ojos y abre cada uno de mis párpados
mientras los ilumina. «Pupilas reactivas» —informa—. Me ausculta, toma mi
pulso, visualiza los valores marcados en cada pantalla, comprueba los reflejos en
mis piernas… Y me pregunta si puedo escucharlo. Asiento con lentitud.
Consciente. De quién soy y… de dónde estoy.
—Hola, Beatriz —me
saluda, cortés—. ¿Sabe dónde está? ¿Y por qué está aquí?
—En el hospital
—balbuceo con esfuerzo, paseando la vista por cada rincón.
—Así es. En el Doce de
Octubre. Sufrió un accidente de coche circulando por la autovía y ha estado en
coma. Pero esté tranquila, se pondrá bien. Ahora debe descansar.
Alguien me aprieta de
nuevo la mano, con fuerza. Giro levemente la cabeza para observarlo. Hay
lágrimas de emoción en sus ojos.
—¡Oh, cariño! —exclama,
con voz entrecortada.
—¿Sabe quién es? —me pregunta
el doctor, temiendo que haya quedado amnésica.
—Charles, mi marido
—contesto con rotundidad.
Se me humedecen los
ojos. Desprendo mi mano de entre las suyas y pido que me acerquen la ropa que
vestía en el momento fatídico. Rebusco en los bolsillos y consigo encontrarlo.
Contengo el aliento al tacto con el papel. Lo despliego temerosa y leo:
«No
permitas que separen nuestras pobres almas, han nacido la una para la otra.
Están destinadas a encontrarse. Tuyo, Rodolfo
Boulanger.»
Un profundo suspiro se clava en mi pecho. ¡Deseo ir
con él! ¡No me importa lo que hablen
de mí! No me importa ser condenada,
perseguida, calumniada... ¡Es amor!
—No puede levantarse,
Beatriz —asevera el médico, apaciguándome con ignorancia.
Lo miro extrañada y le
advierto con gravedad:
—Se confunde usted,
doctor. Mi nombre es Emma. Aunque, si lo prefiere, aún puede llamarme Madame
Bovary.
©Pilar
Muñoz Álamo - 2016.
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Este relato forma parte de la antología "La librería más bonita del mundo",
publicada por Editorial Playa de Akaba en junio 2016.