"EL LIBRO Y LA ROSA"
-¡Apaga la luz y duerme, mañana estarás cansada!
La voz grave de mi madre volvió a resonar como un eco profundo en mi habitación. La luz tenue de mi cuarto se filtraba a través de las rendijas de la puerta y ese leve resplandor era más que suficiente para velar el sueño ligero con el que me había venido vigilando desde que nací. Yo estaba completamente desvelada. El sopor cálido del verano turbaba un merecido descanso e invitaba a disfrutar del aire del exterior. Abrí la ventana y apagué la luz. Una lengua plateada y reluciente se adentró hasta el fondo, iluminando los más recónditos rincones de la estancia. Me volví extrañada y pude verla, radiante, pletórica, con su magnífica redondez, a punto de hermanarse con el astro rey en brillo y luminiscencia, copando un cielo estrellado e irisado por sus reflejos. La miré y me sonrió. ¡La luna me sonrió! De pronto, la vi bajar, permitiéndome ver su rostro alegre, insinuante. Un destello luminoso se desprendió y fue a posarse en uno de los estantes que cobijaba mi colección de cuentos infantiles y las letras doradas impresas en el lomo de uno de ellos parecieron resucitar. La miré de nuevo y me guiñó, invitándome a rescatarlo del lugar en el que había estado sepultado durante años.
No quise encender la luz, el resplandor de la luna a mis espaldas era más que suficiente para dejarme apreciar con sumo detalle las letras estampadas en las hojas de aquel cuento. “El libro y la rosa”. Abrí la portada y allí estaba ella, de nuevo, dibujada en la página primera con el mismo rostro que acababa de mostrarme, inundando de luz las almenas imponentes de un castillo medieval. Me dejé llevar subyugada por una fuerza imposible de definir, y comencé a leer con pausa, refugiándome de nuevo en mi niñez:
En una noche de abril, los vítores de alegría sobrevolaron el Reino de la Madre Luna. Una nueva princesita, Azahara, acababa de nacer, colmada de parabienes y deseos rebosantes de dicha y felicidad. Era la tercera de tres hermanas, hija del Rey Leonardo y la Reina Sol, su segunda y joven esposa, hermosa como una estrella y de dulce corazón.
Un suspiro emocionado emanó del Rey cuando se hubo asomado para ver de cerca el rostro angelical de la pequeña. Su belleza lo encandiló. Sus mejillas sonrosadas, su fino pelo rubio, ensortijado, sus profundos ojos claros y una boca perfilada, como una pequeña rosa aún sin abrir, suscitó su alivio y disipó el mayor de sus temores, acumulado desde el día en que un malsano curandero vaticinó su enfermedad. El Reino de la Madre Luna, su tesoro más preciado, debía quedarse a buen recaudo, pero era precisa una boda real para poder ostentar la corona de mando y preveía que tendría que sortear un grave inconveniente si no nacía un vástago varón en el seno de su hogar. Tendría que esperar a que un digno caballero pidiera la mano de alguna de sus hijas, y la belleza ausente de las dos primeras, unido a un carácter huraño e irascible, espantarían sin duda a los posibles pretendientes de todos los alrededores. Con Azahara en el mundo, su Reino estaba salvado. Su rostro sembraría la atracción por doquier, sólo necesitaría, por su parte, criarla y educarla en la bondad y en la complacencia.
Y así fue. Azahara creció sumisa y obediente por la estricta educación del Rey Leonardo, sin acertar a comprender por qué sus dos hermanas podían disfrutar de la libertad que a ella le vetaban. Su altanería la sorprendía, pero más aún que su padre no se enfureciera ni las reprendiera por ello. Sin embargo, ella apenas podía alzar la voz, ni actuar según su instinto, ni contradecir las órdenes de sus padres o de su institutriz. Conforme fueron pasando los años, el brillo en los ojos de Azahara se fue apagando y su corazón marchitando. Y comenzó a llorar, cada vez con más frecuencia, hasta quedarse dormida, noche tras noche, entre las sábanas de seda azul.
Levanté los ojos del cuento con una ligera congoja oprimiéndome el pecho. ¿Sería verdad? ¿Sería verdad que en aquella época había que atender a la voluntad dictatorial de un padre? “Pobre princesa” –pensé-. “Está atrapada por su propia belleza”.
Con los ojos lacrimosos, continué leyendo, deseosa de saber lo que vendría a continuación.
- Estoy atrapada en mi propia belleza –susurró Azahara en sueños.
Me sobresalté. No creía haber leído aquel cuento, pero tal vez fuera que no lo recordaba. Mi subconsciente debía tener guardados algunos pasajes en un lugar oculto. Recobré la templanza y devolví la vista al libro para seguir leyendo.
Al cumplir los dieciocho, el Rey Leonardo organizó la fiesta más lujosa que jamás se había vivido, con la única finalidad de buscar para Azahara un esposo digno de ser rey. Los preparativos se prolongaron durante todo un mes. Músicos, artesanos, trovadores, costureras, cocineros…, un sinfín de oficiantes participaron en la preparación del evento, sin faltar los jardineros, imprescindibles para inundar de color y buen aroma los alrededores de palacio.
Un día, Azahara aprovechó la ausencia de su ama y bajó a pasear por el jardín, surcando los setos atiborrados de flores multicolor y de sutil fragancia. Un chico joven se afanaba en sembrar rosas blancas y amarillas por orden de la Reina Sol; debían ser las que Azahara llevara prendidas en el pelo en el día de su boda. El joven jardinero se levantó al oír de cerca sus pasos, sorprendido por la proximidad de la princesa y su asombrosa belleza. La voz no acertó a salir de su garganta muda. Azahara lo miró y sus ojos quedaron prendados de su guapura fresca y natural. Tenía una mejilla trazada por algunos restos de tierra oscura, un mechón de pelo negro caído sobre la frente, sin llegar a ocultar completamente el profundo color negro de sus ojos, grandes y expresivos, y una angulosa mandíbula aportándole un gesto deliciosamente varonil. El corazón de Azahara saltó y sus mejillas se llenaron de un aterciopelado color rojo. El cruce de miradas bastó por aquel día, pero no por siempre. Azahara durmió aquella noche con una sonrisa en los labios y a la mañana siguiente bajó, de nuevo, desafiando las órdenes paternas de no caminar sola por palacio.
La conversación se fue alargando y Azahara notó que la vivacidad, la alegría y la ilusión habían vuelto a su vida, hasta que una mañana el Rey Leonardo irrumpió en su aposento con el rostro rígido y la boca prieta.
- Te han visto en compañía de un vulgar jardinero, ¡y no un día, sino varios! –le gritó. ¡Como osas desafiar mis órdenes! Eres la esperanza de este reino, su prevalencia depende de ti, de tu desposorio con un caballero digno de ser rey. No volverás a salir, te está terminantemente prohibido conversar con nadie a excepción de tu familia, ¿has entendido? La próxima semana será la fiesta de tu compromiso. De ella saldrás comprometida con algún apuesto joven de buena posición. Hasta entonces, te estaré vigilando.
Azahara comenzó a llorar y yo con ella. La crueldad del rey me parecía injusta y aberrante. Le había partido el corazón y ella no había sido capaz de decir nada, ¿cómo había podido mantener silencio y asumir su destino con aquella resignación?
Continúe observando aquella página del cuento y su bonita ilustración. Tras horas de llanto desgarrador, Azahara se había quedado dormida.
- ¿Por qué te resignas, Azahara? ¿Por qué no luchas por lo que quieres? –pregunté en voz alta.
- Soy bella –me contestó en sueños-. Las mujeres bellas, todas las cosas bellas, están llenas de bondad, no luchan.
Volví a sobresaltarme, esta vez aún más que la anterior. ¿Me había contestado?
- Eso no es cierto –apunté-. Observa una rosa. Es bella, excesivamente bella, y sin embargo, posee grandes espinas para defenderse.
- ¿Una rosa? –preguntó sin abrir los ojos-.
Miré la ilustración sin saber lo que estaba pasando. La luna seguía a mi espalda. La miré y me volvió a sonreír. No entendía nada.
- Las rosas son tan bellas que necesitan defenderse para que no les hagan daño. Todos quieren arrebatarlas de su espacio, aún a riesgo de marchitarlas, tan sólo para satisfacer los deseos de quien las arranca, atraídos por su dulzor, su aroma y su bonita presencia. Pero ellas merecen vivir felices rodeadas de otras flores, merecen disfrutar de su vida con plena libertad. Por eso crean espinas, para no doblegarse fácilmente ante sus enemigos.
Azahara despertó mirando a su alrededor, confusa, pero fuerte. Se vistió presurosa y se dirigió hasta la puerta. Estaba cerrada bajo llave, pero no perdió la esperanza. Se levantó el vestido y descendió por la ventana ayudándose de las robustas ramas de un árbol y corrió despavorida hasta el jardín. Buscó y buscó a su joven amado, pero no estaba, había sido conducido lejos de palacio por orden imperial. Azahara buscó las rosas, las rosas blancas y amarillas que aquel chico de nombre desconocido había sembrado para ella y arrancó una de cada color. Su piel se rasgó con sus afiladas espinas, pero no le importó. Se estaban defendiendo, como ella debía de haber hecho desde que nació.
Subió a su habitación y extrajo un pequeño libro con hojas de pergamino plagadas de lindos poemas de amor y con la sangre que manaba de sus dedos escribió una sucinta misiva entre sus páginas, pidiendo a su amor ser rescatada de las garras de aquel reino. Deshojó las rosas con todo el dolor de su corazón, posando entre sus páginas los pétales blancos y amarillos que servirían para dar razón de que era de ella de quien partía aquella imperiosa llamada.
Su ama de cría, consciente de su sufrimiento desde el día en que nació, sirvió de mensajera real para hacer llegar el libro y las rosas hasta su destinatario, tan perdidamente enamorado como ella. Alejandro acudió a su llamada, valiente y presuroso, dispuesto a secundar el día en que Azahara decidió, por sí misma, que quería ser feliz.
Cerré el libro con lágrimas en los ojos, embargada por la emoción y rebosando felicidad. Tenía la sensación de haber cambiado algo, de haber hecho algo por aquella dulce princesa atrapada en un cuento y en su propia vida. Permanecí toda la noche despierta, observando cómo la luna volvía a ascender despacio, pero con una sonrisa plena y deslumbrante, hasta cruzarse con el astro rey que venía a usurparle el sitio con presunción.
Entonces me di cuenta de la intención de la luna. Quería que yo conmemorara aquel acto de amor y valentía que Azahara protagonizó, enviando un libro y una rosa con el único fin de hacer saber que la decisión de ser felices en la vida, es nuestra y solo nuestra, y que puede tomarse en cualquier momento y en cualquier lugar. Yo así lo voy a hacer, haciéndolos llegar a un buen amigo o a una buena amiga. ¿Queréis vosotros hacer lo mismo? ¿Queréis secundar esta bonita iniciativa? Cogeros de la mano de KAYENNA, ella os guiará.
Mª del Pilar Muñoz Alamo - 2012