Eran las once y treinta y cinco minutos de la noche cuando abordé la última callejuela que me llevaría casi directa hasta la puerta del garaje. Había demasiada gente transitando por los alrededores, pero creía tener tiempo aún para llegar. Toqué el claxon varias veces a pesar de lo intempestivo de la hora para que dejaran libre la calzada de una maldita vez y subieran a las aceras, que era por donde debían transitar. En aquellos días, todo parecía estar permitido. El ruido, la suciedad, el alcohol, la invasión de los portales ajenos y hasta el hecho de miccionar por cualquier rincón visible sin que ello atendiera necesariamente a una urgencia biológica.
Un enjambre de personas me cortó el paso repentinamente, interponiéndose entre el coche y los escasos doscientos metros que me separaban de casa. Resoplé y apreté la marcha con lentitud, casi rozando sus cuerpos con el paragolpes de mi coche. Me miraron desafiantes deteniendo el paso y abrieron los brazos en un gesto mudo de incertidumbre y recriminación, preguntándome en silencio con los ojos alterados qué demonios pensaba que estaba haciendo, como si las calles fueran de su exclusiva propiedad. Las botellas de cerveza que llevaban en la mano y la presencia de niños pulcramente vestidos evitaron que bajara la ventanilla y graznara lo que me pasaba por la cabeza en ese momento. Conseguí a duras penas avanzar unos metros cuando el guardia municipal me dio el alto. Una ola de indignación me sacudió el cuerpo. Me resultaba intolerable que los vecinos de mi zona no pudiéramos vivir una Semana Santa con tranquilidad por el simple hecho de vivir en el centro de la ciudad; tener que soportar siete días de horarios programados para entrar y salir, siete días de bullicio incontrolado, siete días de incansable vida nocturna por una fiesta callejera que había perdido completamente el sentido religioso por el que fue creada.
El guardia me sugirió que apagara el motor para evitar la salida de gases durante el tiempo que permanecería allí parada. Miré por el espejo retrovisor a ver si había posibilidad de dar marcha atrás y modificar la ruta, pero una fila de coches estacionados tras de mí me impedían el retroceso. ¡Tenía que haberme venido antes, lo dije mil veces! Mis amigas estarían ya en casa disfrutando del relax de su hogar mientras yo tenía que aguantar el paso de… a saber cuántas procesiones para diversión de quienes están deseando cualquier excusa para asaltar las calles.
Bajé la ventanilla y el olor a incienso me dio la bofetada típica que produce la asociación de un aroma a un acontecimiento desagradable. Aún no podía verse la Cruz de Guía. Me pasé la mano por la frente y el pelo con desesperación, tan sólo de imaginar el tiempo que tendría que pasar hasta que el último penitente terminara de cruzar la calle perpendicular a cuyas puertas me encontraba, tras lo cual, y sólo entonces, el dichoso guardia me permitiría pasar.
Un cúmulo de personas se fue arremolinando delante de mi vehículo, taponando literalmente la calleja en la que me encontraba y rellenando, poco a poco, los escasos huecos que comenzaban a quedar al borde de la calle por la pasaría la procesión. Oí voces, risas. Contemplé empujones, discusiones por arrebatarse el sitio. Negativas a abrir paso para quienes querían cruzar al otro lado de la calle. Gritos de vendedores ambulantes que pretendían aprovechar la coyuntura para hacer su agosto vendiendo pipas, avellanas o cualquier otra golosina capaz de matar la aburrida espera. Vi grupos de jóvenes minifalderas, repintadas de forma escandalosa como si fueran a asistir a la discoteca de moda, más que a recibir el paso procesional de Cristo y de la Virgen. Chavales con bocadillos en mano y botellas de licor barato para matar el frío, o simplemente porque la llegada de la noche lo exigía por costumbre, niños con vasos de plástico sentados en los bordes de las aceras, preparados para abordar a los nazarenos en sus eternas paradas para que vertieran los sobrantes aún calientes de las velas con las que hacer después cualquier figurita manual, y algarabía de mujeres charlando a viva voz, incapaces de guardar silencio aunque solo fuera por respeto al duelo que las cofradías religiosas intentaban representar. Y volví a indignarme. Me superaba que tuviera que soportar las consecuencias de semejante jolgorio por obligación. No entendía que tuvieran que salir a la calle para diversión del pueblo.
Bajé del coche y cerré las ventanillas, me estaba asfixiando dentro, viéndome rodeada de personas por todos los ángulos. A duras penas me abrí paso hasta la esquina. Recibí codazos y algunos improperios por la rudeza con que apartaba los obstáculos humanos de mi camino, pero había llegado la primera, y ya que no tenía más riles que estar allí, no sería desde luego en cuarta fila. Quería observar de primera mano toda aquella pantomima para cerciorarme bien de que en los días y años siguientes calcularía la hora de vuelta con mucha mayor precisión.
Cuando al fin conseguí alcanzar un lugar digno, los primeros nazarenos ya habían pasado de largo. Oí los tambores redoblando a lo lejos y una banda de cornetas tocando una marcha de ritmo acompasado y muy bien afinado. La fila de encapuchados se me hizo interminable, a pesar del entretenimiento de ver cómo luchaban encarnizadamente por evitar que el viento apagara sus velas. Al fin, alcé la vista y la silueta del paso de Jesús Rescatado asomó a lo lejos. El olor a incienso se hizo entonces más intenso, formando una nube densa que impedía ver sus rasgos con claridad. La gente seguía cruzando entre los nazarenos, que se apartaban resignados sin desviar la vista de su antecesor. Oí al hombre que tenía a mi lado gritarle a su hija entusiasmado: “¡Ya viene, ya viene!”, subiéndola a sus hombros y tapándome parcialmente la vista mientras la niña me propinaba unas cuantas patadas para impulsarse. El sonido de la música comenzó a intensificarse y el paso aceleró la marcha. Un bocanada de aire disipó la neblina que el incienso había provocado y el rostro del Cristo resurgió de manera repentina. Su larga melena negra flotaba al viento como si tuviera vida propia y la túnica purpúrea que lo vestía oscilaba por el bamboleo con que los costaleros lo mecían al compás de la marcha de trompetas y tambores. La algarabía a mi alrededor aumentó ante la expectación de su proximidad. Un manto de claveles rojos cubría la base sobre la que Él pisaba, descalzo, maniatado y acompañado exclusivamente por un romano que exhibía unos ojos inyectados en sangre y odio. Miré hacia abajo y vi la fila de zapatillas que asomaban bajo el paño rojo que cubría las andas. Varias decenas de pies caminando al unísono, desplazándose apenas diez centímetros en cada paso. Traté de imaginar cómo irían allí debajo, apretados, sudorosos, acatando las órdenes del capataz pulcramente trajeado y con la insignia de la hermandad colgándole del cuello, orgulloso, concentrado en su trabajo de guiarlos sin contratiempos hasta el templo sagrado. Un golpe seco en la parte delantera los hizo detenerse y bajarlo hasta el suelo justo delante de mí. Por un momento, la presencia de aquella figura religiosa acalló las voces de quienes tenía alrededor, dejando sólo el susurro de los costaleros que entraban y salían para darse un descanso y tomar aire. Un impulso incontrolado me obligó a mirar a quienes caminaban tras Él. Dejé de oír el sonido de la banda de música, los comentarios a media voz de las mujeres y niños que me rodeaban, todo pareció enmudecer cuando fijé la vista en el rostro de aquella mujer. El sufrimiento clavado en todas y cada una de las facciones de su tez morena me sacudió. Los ojos ligeramente entornados, vidriosos. La mirada perdida en un punto indeterminado frente a ella. Su parpadeo lento. La boca entreabierta, con un movimiento de labios apenas perceptible. Pensé que hablaba sola hasta que vi entre sus manos, férreamente sujeto, un rosario negro con una gruesa cruz colgando lateralmente. La mano derecha apretaba una de las cuentecillas redondas de las muchas que componían aquel objeto religioso, mientras la otra parecía acariciar la cruz de vez en cuando para asegurarse de que continuaba ahí. Estaba rezando. Miré su túnica púrpura sujeta por un cinturón de esparto con un grueso nudo rudimentario. Y vi sus pies. Iba descalza, pisando las cáscaras de los frutos secos que los aburridos espectadores no habían dudado en arrojar a la calzada antes del paso de la procesión. No parecía sentir dolor al aplastarlos. Ninguna mueca extraña alteraba su expresión. Parecía soportar tanto dolor en el alma que ya no era fácil hacerla reaccionar con nimios estímulos como aquél. No miraba a nadie, sólo a Él. De vez en cuando inclinaba parsimoniosamente la cabeza hacia atrás y desviaba la vista hasta alcanzar la espalda del Cristo al que se había encomendado. Sentí un escalofrío. Por un momento el mundo pareció dejar de existir, sólo estaba ella, cargando sobre sus hombros el peso de la eternidad.
Una de las veces en que elevó la vista, la seguí con la mía. Deseé adentrarme en su mente y saber qué pensaba, qué sentía, qué pedía. Mis ojos terminaron posándose en la cabeza tallada de Cristo y por primera vez fui consciente de su realismo. Aquellas tres espinas doradas clavadas entre su pelo, las gotas de sangre roja de distinta tonalidad, haciéndolas brillar sobre las sienes y la frente sudorosa, el contorno de los ojos amoratado y una extrema delgadez que exaltaba sus pómulos dañados por los golpes, sus labios carnosos, negruzcos, resecos por la sed. Me impresionó. La banda de música comenzó a sonar, pero yo parecía oírla a mil kilómetros de distancia. Otro golpe seco precedió a la orden del capataz de ponerse en marcha en breve. Y lamenté que elevaran el paso para alejarse de mí. Miré de nuevo a aquella mujer de palidez extrema y me pregunté que habría en su vida tan lamentable como para mostrarse así. Qué desdicha, imposible de superar por las manos del hombre, la habrían llevado a pedir clemencia a golpe de fe. Sentí ganas de llorar. E impotencia. Y renegué de cuantos no respetaban aquello a los que otros se encomendaban. Hasta de mí.
El paso dio un respingo cuando los costaleros se levantaron al unísono para reanudar la marcha. Seguí durante unos minutos sumergida en una burbuja extraña, centrada exclusivamente en la férrea relación que parecía haberse establecido entre Cristo y aquella mujer, y la envidié. No sé bien por qué, pero la envidié. Levanté la vista y lo miré por última vez antes de que aquellos hombres se lo llevaran en volandas en contra de mi voluntad. Y Él me miró. Juro por lo más sagrado que durante una fracción de segundo, Cristo giró su rostro levemente y me miró. Sus facciones permanecieron impasibles, pero el brillo de sus ojos habló por Él, clavándose en mis entrañas como puñales afilados. Aquella mujer reanudó la marcha con lasitud, arrastrando sus pies cansados, su corazón muerto. Siguió mirando a aquel punto perdido, imposible de adivinar, moviendo sus labios, ajena al mundo exterior. Yo permanecí algo más de media hora de pie en aquella esquina, intentando hilvanar lo que había ocurrido aquella noche, intentando desgranar lo que había conseguido sacudirme por dentro.
Caminé
hasta el coche pensativa, relajada y muy tranquila, con una paz interna
que no había sentido jamás. Arranqué y me marché de allí con desgana,
ignorando los pitidos de los vehículos a los que estaba entorpeciendo
con mi marcha lenta. “Estamos en Semana Santa” –me dije-. “Respetemos a quienes creen”.
Sólo por ella. Por tan solo una mujer como aquella, merecía la pena
mantener la tradición. Y por mí. Porque a partir de aquel momento tuve
sumamente claro que en los próximos días, y en los próximos años,
volvería a calcular erróneamente la hora exacta de volver a casa.
Mª del Pilar Muñoz Alamo - 2012
Imagen de Nuestro Padre Jesús Rescatado- Semana Santa Montillana.