Escucho de fondo el tic-tac de un reloj que me hipnotiza. Unas luces diminutas acompañan su ritmo. Son pequeñas, de vivos colores, y envuelven el árbol de Navidad cuajado de adornos que habita un rincón, abrazado de arriba abajo por una guirnalda blanca como la nieve, esa que nunca acompañó mi infancia y que tantas veces soñé. Me recreo en él y mis pupilas se funden con cada destello que reflejan las bolas y estrellas, las cajitas de regalo y los bastones que, danzarines, penden de cada una de sus ramas. Los admiro largo rato, saltando con la vista de uno a otro hasta que se difuminan abriendo paso a las imágenes del pasado que alberga mi corazón: las del Belén gigante que construíamos en el salón de casa, con piezas de barro cuidadosamente guardadas año tras año; las de mi abrigo pequeño y mi gorro blanco —rematado con una gran bola en lo alto de la cabeza— con los que me vestía mi padre antes de partir hacia la Misa del Gallo; las de las notas escritas junto a cada regalo, con esa letra tan familiar que mi mente inocente ignoraba por ser mágica noche de Reyes; las de los villancicos cantados con una botella de anís y un cubierto como acompañamiento musical exclusivo; las de las uvas que, entre risas, tomábamos en familia hasta casi atragantarnos, para acabar fundidos en un abrazo repleto de esperanza y buenos deseos que siempre creímos posibles; las de las bengalas que yo compraba para hacerlas lucir junto a un brindis, con las luces apagadas, en una suerte de firmamento construido con luz propia para nosotros...
Sonrío con nostalgia infinita. Por una infancia en la que supe vivir cada átomo de tiempo que se me brindaba, con el futuro todavía ausente. Sin sombras. Sin miedos. Sin expectativas deshechas. Sin malos presagios ni lamentos. Sin cruzar los dedos por que nada volviera a repetirse. Sin rezar —quién sabe a quién o a qué— por que nos cambiara la suerte.
El tic-tac del reloj suena. Y tomo conciencia de que hay etapas sin apenas recuerdos. De que ha pasado el tiempo y la vorágine vital se los ha tragado como un tornado, dejándonos más desolación y ansiedad ante estas fechas que las ganas de disfrutarlas como entonces hicimos. Por eso hoy quiero paralizar sus agujas. Desterrar las prisas para ser consciente de cada instante, de cada acto, de cada deseo auténtico alejado de imposiciones ajenas. Quiero olvidar el futuro, porque nos marca sin existir. Y quiero olvidar del pasado lo que nunca debió ser. Quiero vivir en presente y extender los minutos para ralentizar la vida. Y ser consciente de la sonrisa que me dedican y que apenas vi; de los abrazos que desearon ser interminables y no se los permití; de un paseo largo sin hora de vuelta, admirando las luces, el bullir de la gente o los caballos de un tiovivo en el bulevar del centro que provocan deleite en los más pequeños; de la charla tranquila entre amigos, en un almuerzo organizado como excusa para poder vernos; de una película antigua a medianoche, abrazados en el sofá; del ir y venir de mis hijos, con sus rostros iluminados por las experiencias nuevas que nosotros ya vivimos; de un café entre hermanos en el que preguntarnos qué tal nos va; de ver mi casa repleta de gente, con esa sonrisa de bienestar colectivo que me engrandece el corazón hasta dolerme; de una lectura tranquila, saboreando cada palabra, cada frase convertida en reflexión con la que madura el alma; de las risas tontas a través de un teléfono o un chat, que tanto nos acercan en la lejanía; del silencio, que nos permite escuchar nuestra madurez, con sus consejos de hombres y mujeres venidos de vuelta, a los que ya empiezan a sorprenderles pocas cosas y soslayar, en cambio, otras muchas porque lo importante comienza a reducirse a nada.
Me acomodo bajo el árbol y me siento viva, tranquila y capaz. Dejando que sea él el que soporte el peso del tiempo y de los recuerdos —los pasados y los que tal vez serán futuro—, mientras yo los miro despojada y libre. Consciente del momento y de mí. Del instante en el que vivo y de cómo deseo vivirlo yo.
Nada más.
En su copa reza: «Feliz 2018». Pero esos dígitos no supondrán para mí un año, sino cada día, cada hora, cada minuto que lo componga. Vividos de uno en uno con conciencia plena. Sin interrupción ni anticipos.
En esta noche de viernes, de un viernes cualquiera, yo no voy a desearos feliz año. Prefiero desearos, simple y llanamente:
«Feliz vida».