13 abr 2013

UN VIAJE A ALTA MAR

  
Icé las velas de mi embarcación pequeña una mañana fría de marzo, después de replegar las lonas que la cubrían y que habían provocado irremediablemente que cada astilla se entumeciera por el desuso, que cada clavo se corroyera por la brizna de oxígeno adentrado por los poros de la cubierta mezclado con el salitre que la marea embravecida hacía llegar hasta ellos de vez en cuando, que el timón crujiera en cada intento apenas perceptible de hacerlo variar de rumbo, acostumbrado a la postura eterna en la que llevaba encajado más de una década. La miré de arriba abajo y le pregunté a mi vieja amiga si sería tan osada como para permitirme subir y cabalgar junto a ella hacia nuevos parajes. Y me contestó que sí. Debió ver la luz apagada que destilaban mis ojos, sentir el latido inerte de mi corazón hastiado, notar el aire que faltaba en mis pulmones cansados de aspirar el mismo oxígeno una y otra vez, en un bucle infinito del que ni un átomo conseguía escapar para poder ser reemplazado por algunos otros de savia joven. Debió percibir mi mente entumecida por unos mismos paisajes que ya no conseguían excitarla ni hacerla reaccionar, rallada por un mismo haz de colores deslucidos, machacada por la necesidad de visionar horizontes nuevos que acompañaran a mis perfiles de siempre, aquellos que tan amorosamente me habían venido abrazando hasta el momento y a los que no querría abandonar. Me dijo que sí y se desperezó para mí, sacudiéndose el tedio incrustado hasta en el más ínfimo rincón de su bodega para llevarme rumbo a alta mar, con la valentía y la ilusión desbordada que la ignorancia permite y la ingenuidad consiente.
  Avanzamos unas millas camino a la libertad. Sus artilugios antiguos abrieron los ojos y me guiaron durante horas bordeando la costa, mostrándome una perspectiva bien distinta de lo que tan acostumbrada estaba a ver desde aquel otro lado en el que me encontré siempre. Descubrí el poder de la triple dimensión y sentí retozar mi mente al ser impresionada por la cara oculta de las cosas. Dejé que el soplo de aire nuevo que me llegaba del mar al contacto con las olas me bañara el cuerpo entero, aspirándolo cual si fuera el elixir de la vida nueva que se mostraba ante mí y que nunca imaginé que pudiera cohabitar tan cerca del lugar del que mis pies se habían negado a despegarse hasta ahora. Y quise seguir. Turbada por las emociones, por la cascada de sensaciones que me impulsaban a volar al compás de las velas, atisbando el mundo desde un plano en el que nunca creí poder estar, embriagada por el aroma de la espuma y de las algas que me salpicaban tenuemente al chocar contra el casco de mi modesta embarcación.
   Un impulso apenas controlado agitó mis brazos y el timón varió de rumbo. Nunca creí en los dioses, pero aquel día sentí que Eolo se ponía de mi parte para empujarme más y más adentro, más y más lejos sin que yo se lo pidiera. El borde grueso de la costa comenzó a empequeñecer y a estrecharse hasta hacerse casi imperceptible, apenas un hilo de los que yo empleaba para coser sujetando el perfil de la arena, de las casas, de la arboleda salpicada por la playa para que no cayeran al agua y se ahogaran sin remisión. Y en su lugar, agua. Toneladas de agua rodeándonos por doquier sin nada tangible donde agarrarnos. 
   La libertad sentida, deseada y disfrutada hasta el momento comenzó a amenazarme, a sobrevolarme haciéndome dudar si me hallaba preparada para albergarla en tal magnitud. Y sentí miedo, aunque la valentía, la fortaleza y el afán de superación estuvieran ancladas y arraigadas en mi ser como si formaran parte de mi propia piel. 
   Miré hacia atrás y aprecié que la tierra firme comenzaba a difuminarse, a esfumarse como el aire lanzado al viento en cada exhalación. Y que un mar amenazante de olas irreverentes y rebeldes se abría ante mí pidiéndome que lo surcara, invitándome a que me adentrara en sus entrañas tal cual lo había soñado muchas veces, aunque de forma diferente. Y el pánico se apoderó de mí. 
  Una corriente de agua fría precedida por una elevación turbulenta de cresta blanca nos sacudió. Me agarré al timón por ser lo más estable que pude encontrar a mano, sin ser consciente de que él estaba igual de asustado que yo, y que trataba de sujetarse a su vez a la base del barco, que estaba tan a merced de las olas como nosotros. Respiré hondo y traté de hacer balance de la nueva situación, de recopilar los elementos que forman parte del problema para recomponer con ellos la solución. Mi embarcación apenas podía ayudarme, estaba obsoleta. No tenía una brújula con la que orientarme, sus velas rasgadas no aguantarían el fuerte vendaval de un mar abierto, la madera carcomida cedería a las embestidas de un oleaje furioso, los mapas de navegación marítima se dispersaban por la bodega a jirones desordenados y yo carecía por completo de nociones de timonel, ni poseía en mi bagaje cultural experiencia teórica o práctica alguna que me ayudara a sortear los caminos farragosos y profundos de un mundo de agua, tan diferente a lo terrenal. Sentí que lo perdería todo. Intuí que si seguía adelante tal vez ya no pudiera volver y no quería renunciar a lo que me había brindado la vida en pro de una experiencia desconocida que no sabía cómo podía terminar.
   Oteé al frente y mantuve la vista fija en una línea imaginaria que se perfiló ante mí. Y me pareció ver dos mundos enlazados por el mar, pero opuestos, diferentes, con oportunidades distintas de las que disfrutar. A la izquierda divisé una nueva costa, de oleaje algo más tranquilo, sosegado, conformado por gente afanosa, comprometida con su labor pesquera en la que la ayuda mutua parecía ser el sustento de una vida placentera de ocio y trabajo por igual. Pero arribar a una nueva costa no formaba parte de mi deseo, de mis anhelos de alcanzar una gloria con matices diferentes a los que allí se me ofrecía, a pesar de su encanto, de su colorido irradiando una luz potente con la que iluminar mi vida o de la bondad de sus gentes a las que resultaría placentero conocer. A la derecha divisé un mundo distinto, aquél al que tal vez querría llegar. Pero aún quedaba lejos, infinitamente lejos y la distancia que nos separaba de él atravesaba abismos insondables que no estaba segura de poder superar. Paré el motor, giré las velas y me senté sobre la quilla de mi barco agudizando la vista, dándome tiempo para pensar qué hacer. Una hilera de embarcaciones de mayor tamaño comenzó a perfilarse en el horizonte, rumbo a aquel mundo de sueños infinitos. Caminaban juntos, unidos por un destino común que se aparecía ante ellos de forma cegadora, amparándose unos a otros en la medida en que sus posibilidades se lo permitían, compartiendo instrumentos, peleando por otros, estableciendo normas para poder avanzar sin que el oleaje los derrumbase, acatando órdenes ajenas con los que algunos de ellos sin duda no estarían de acuerdo, pero que habría que cumplir como en cualquier otra sociedad organizada compartida por multitud de individuos. Si me unía a ellos tal vez podría llegar. Pero yo era pequeña y mi embarcación precaria, no podría hacer valer mi propia forma de navegar, no podría defender la distancia diaria por recorrer, no podría detenerme a observar el paisaje el tiempo que mis ojos me lo reclamaran y debería renunciar a mis propias convicciones para compartir aquellas impuestas por el grupo que me ayudaría a alcanzar el norte. Si es que podía. Y una sensación de angustia de apoderó de mí. Aquella corriente me absorbería como en un banco de peces, impulsada por la inercia a la que se someten de manera voluntaria para ver su paso acelerado, su ritmo incrementado, su destino cerca, abandonando en pro de aquello su propia identidad y su particular y exclusiva forma de nadar. 
  Miré al centro y no vi nada. Un camino desierto y vacío, aparentemente franqueable, pero traicionero en el fondo. Sin nada a lo que aferrarme, sin nadie a quien agarrar. Las dudas acribillaron mi mente durante horas, durante días, rebotando en un lado y otro sin saber donde asentarse, sin una respuesta con las que recobrar la calma que me permitiera decidir con tino cierto. 
   Mi sueño se derrumbó. Los colores perdieron parte de su intensidad y mis párpados abiertos de par en par comenzaron a cerrarse levemente, contagiados por la incipiente tristeza de una frustración plausible, probable. 
   Miré mis manos y las dejé hacer, a su libre albedrío, bajo el dictamen del corazón, al que hay que dejar actuar cuando el bloqueo de la razón no le permite decidir como debiera. Y el timón varió su rumbo. Mi pequeña barca me dedicó una mirada soslayada, sin atreverse a decir nada, con una angustia incipiente anclada en su quilla, sintiéndose culpable por no haber podido ayudarme a conseguir el sueño que me hizo perder de vista la costa durante un tiempo, cuando era yo, y tan solo yo, la que no había tenido las agallas suficientes para adentrarse en alta mar en solitario, haciendo alarde de valentía aún a riesgo de perder la vida en el intento.
   Arribé de nuevo a puerto, con la penumbra en los ojos y una nube húmeda emborronando el paisaje conocido que se mostraba de nuevo ante mí. Eché las lonas sobre mi pequeña amiga, no sin antes acariciarla y darle las gracias por el intento de salvarme, por haberme ofrecido la oportunidad de experimentar sensaciones inusitadas en mi vida, de albergar emociones que jamás olvidaré, por haberme mostrado una perspectiva nueva de lo que tantas veces había visto desde lejos sin haberme podido acercar para acariciarla de primera mano. 
  Ahora estoy sentada en un banco de madera de los que se aferran al paseo marítimo para acoger a los que, como yo, se detienen a observar e imaginar lo que habrá en el otro lado. Aquel otro lado que no descarto volver a abordar algún día. Cuando las brumas del horizonte se despejen y me muestren con claridad el camino más seguro para llegar. El camino que más se asemeje al que a mí me hubiera gustado construir personalmente.

3 comentarios:

  1. Chiquilla, hay veces como esta en que después de leerte me quedo sin palabras. Es que me ha encantado este viaje, pero no sé ni qué decir que no parezca una tontería...

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  2. Y es que es mejor lamentarse por haber hecho algo que haya salido mal que no atreverse a hacerlo nunca, eso te deja peor sensación. Un besazo Pilar.

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  3. Vaya vueltecita llena de sensaciones. Cuando alguien está deseando descubrir algo tiene que ser valiente y avanzar y descubrir nuevos mundos y no seguir siempre al resto de compañeros. Cada uno tiene que hacer lo que desea que de los errores y vivencias se aprende.
    Besotes

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