30 ago 2018

RELATO: «LA COARTADA». 1º PREMIO DEL IV CONCURSO DE RELATO CORTO ORGANIZADO POR LA COFRADÍA DE LA VIRGEN DEL ROSARIO Y GRACIA DE PARACUELLOS (CUENCA)


La puerta se cerró de golpe, como cada mañana a la misma hora. Contuve la respiración para escuchar sus pasos sobre la grava, cada vez más distantes, más lejanos. Me sequé las manos en el delantal y aparté el visillo de la ventana del fregadero, tan solo un resquicio, lo justo para observar cómo el viejo Cadillac de mi marido avanzaba hacia el camino, balanceándose como una barquilla. Aceleró dejando tras de sí una nube de polvo y humo que el tubo de escape escupió sin contemplaciones. Noté cómo se me aceleraba el pulso. Desde la noche anterior había mantenido la cabeza ocupada, obsesionada por encontrarle un buen final a mi historia. Apenas había dormido, lo que me había obligado a hacer un esfuerzo inmenso por no moverme ni molestarlo. Despertarlo en plena noche era una fatalidad.
   Corrí en busca de un barreño en el que puse la ropa mojada y salí a tender, sin quitarme los guantes de goma con los que había fregado los platos y vasos del desayuno. Y puse una horquilla en mi pelo para darme aspecto de hacendosa, porque sabía que mi vecina, la señora Standford, me estaría observando.
   —Buenos días —la saludé, levantando un brazo para hacerme ver.
    Su casa y la mía quedaban a unos cincuenta metros, ambas cercadas por sendas vallas de poca altura que circundaban el terreno árido de que disponíamos alrededor. Vivíamos a las afueras del pueblo. La señora Standford tenía un establo con una docena de vacas que apenas le daban para vivir. Lo mío era una pequeña granja con algunas gallinas y unos cuantos conejos, que soportaba las quejas de John de no ser rentable pero que yo me empecinaba en tener. A veces, me preguntaba a mí misma por qué en tal asunto me tomaba en cuenta si en lo demás yo era un cero a la izquierda, si jamás le podía llevar la contraria cuando adoptaba una decisión. Rose opinaba que esa era su manera de mantenerme en casa, ocupada y sin riesgo alguno de evasión. Pero a mí lo cierto es que me la traía al fresco cuál fuera su verdadera razón, me importaba la mía, que no era otra que la de acceder a través del cobertizo, sin levantar sospecha, a un sótano escondido bajo una trampilla tapada por un baúl y en el que yo vivía mi segunda vida, una existencia alternativa sin la cual no habría podido soportar los desaires de mi esposo durante los años que llevaba cohabitando con él.
   La vecina me devolvió el saludo mientras me afanaba, con los alfileres en la boca, en colgar la ropa sobre el tendedero como si no tuviera otra cosa que hacer; aunque el corazón me palpitara inquieto. Cuando dejé caer la última prenda sobre el cordel, le deseé que pasara un buen día y me adentré en la casa con calma. Hasta cerrar la puerta. Entonces me apresuré hacia la parte trasera, quitándome el delantal. Me arranqué la horquilla, puse carmín en mis labios, me ajusté el vestido y me coloqué las gafas pequeñas que usaba para coser. Y entré en el cobertizo, con el pulso punzando mi sien.
   Desplacé el baúl con sumo esfuerzo, levanté la trampilla y bajé. El aire viciado envolvió mi nariz; una mezcolanza de mi propio perfume y de la humedad acumulada, que no tenía por dónde huir. Pulsé el interruptor de la luz, situado sobre la bombilla, y la estancia se iluminó. Las sombras comenzaron a balancearse a su mismo ritmo, hasta detenerla. Entonces la claridad se concentró en ella. En la máquina de escribir. Un modelo antiguo heredado de mi padre, en el que él había escrito sus mejores novelas. Me senté ante ella y la acaricié. Froté mis manos, calenté los dedos y miré el reloj, nerviosa. Unas cuantas horas. Disponía de unas cuantas horas para concluir la historia y llevársela a Louise, antes de que John volviera y me pillara haciendo lo que no debía. Escribir.
   —Cora, ¿por qué no te largas y dejas a ese cretino que tienes por marido de una maldita vez? —me había preguntado ella, varias veces.
   —Tú siempre serás mía, ¿verdad, palomita? Porque si tú algún día te marchas, yo… yo no sé lo que sería capaz de hacer —me repetía John, endureciendo el tono. Como amenaza hacia mí. No por él.
   —Tienes talento, pequeña mía, eres ingeniosa, imaginativa y te expresas muy bien. Serás una gran escritora —sentenció mi padre, meses antes de morir—. En la sangre lo llevas, no lo podrás evitar.
   Pero sangre fue lo que manó de mi boca cuando, al poco de casarnos, confesé a John cuál era mi pretensión. Me la cerró con un bofetón, porque el talento que tenía debía destinarlo a él. Y así lo hice a la vista suya. Complaciente, obediente, sumisa. Y transgresora cuando no estaba. Por mi padre. Por mí misma. Por una historia que Louise me había prometido publicar por partes si a su jefe, editor y director del periódico local, le parecía bien.

   Así es que llevaba un año escondiéndome como una vulgar fugitiva cuando John no estaba, encerrada a cal y canto bajo el suelo de aquel cobertizo para evitar que el sonido del tecleo saliera al exterior. Inventando para mi novela negra el crimen perfecto, porque ese era el género que más me llenaba; me resultaba imposible contar historias de amor, mi casamiento con John me había tirado el romanticismo por el retrete. Sumergida en mi mundo, desplazaba los dedos por la máquina a una gran velocidad, con el pensamiento en la ficción mientras mis sentidos paseaban por la realidad de mi hogar, en alerta ante la llegada inesperada de mi marido y de la señora Standford, que de vez en cuando me traía tartas rellenas de crema porque auguraba que no tendría hijos debido a mi delgadez. Y así había llegado hasta las últimas páginas, con el corazón enfermo por los sobresaltos, pero radiante de felicidad ante una hazaña que nunca pensé poder concluir.
   Metí el papel en el carro, me erguí en la silla, deslicé mis gafas hacia la punta de mi nariz y, atusándome el pelo, encendí un cigarrillo que le había robado a John. Comencé a toser, en la vida había fumado. Pero Cristine lo hacía en mi novela y yo debía asemejarme a ella, meterme en su piel para poder sentirla y escribirle un final épico. El cobertizo se llenó de humo y me transporté a otro mundo, a otra vida, a otra época. Vertí en la página todo cuanto había estado pensando a lo largo de la noche y de los días anteriores, incluyendo unos diálogos que relataba de memoria de tanto como mentalmente me los había repetido. La mesa estaba cuajada de anotaciones escritas en servilletas, bolsas, octavillas o en cualquier otro sitio donde pudiera verterse tinta. Llené una, dos, seis hojas. Hasta poner FIN. Aquella sería la última entrega que le diera a Louise, la que estaba esperando tras haber leído el resto entusiasmada por completo. Entonces me llevé una mano al cuello y, de forma súbita, comencé a llorar. Besé la máquina que había cambiado mi vida y miré al cielo para dedicarle a mi padre aquella profunda emoción. Pero el sonido de un motor me paralizó. Tras unos segundos sin reaccionar, arranqué el papel del carro, lo añadí al montón que yacía sobre la mesa y me levanté con prisa. Apagué la luz con un brusco manotazo y la bombilla cayó al suelo con estrépito. El corazón se me desbocó.  Salí por la trampilla, tropezando con mis propios pasos, mientras escuchaba cómo se detenía el motor; John debía de haber aparcado ya el coche en el garaje.
   Desplacé el baúl y corrí como una histérica, provocando el aleteo de las gallinas y la huida despavorida de los conejos de un lado a otro. Cuando alcancé la puerta del cobertizo, John me esperaba en ella con un semblante fantasmagórico.
   —Has… vuelto muy pronto hoy —balbuceé con torpeza.
   —¿Qué estabas haciendo, Cora? —Desplazó los ojos con rapidez por el interior de la estancia, sin mover la cabeza. Quise salir, pero él me sujetó con fuerza—. ¿Llevas carmín en los labios, a media mañana? ¿Acaso has ido a algún sitio?
   Tragué saliva y un sudor frío me inundó la nuca. No contesté.
   —Animales asquerosos, esto es una auténtica pocilga —relató, con una mueca de repugnancia anclada al rostro—. No voy a consentir que pases aquí metida todo el tiempo mientras descuidas nuestra casa, ¿me has oído? Se acabó.
   —John…
   Me tembló la voz al ver sus ojos henchidos de ira y la mandíbula prieta.
   —Ve adentro —me ordenó, señalando hacia la casa—. Prepárame el baño y un buen café caliente, tengo algo que hacer aquí.
   No repliqué. Caminé hacia atrás con lentitud, arrastrando los pies por la tierra seca que me rodeaba, sin despegar la vista de un bolsillo en el que trasteaba con decisión. Sacó un mechero.
   —¡John! —le grité alarmada.
   —¡Que entres en casa te he dicho!
   Corrí hasta la cocina y me asomé de nuevo por la ventana. Temblando. Me tapé la boca y cabeceé incrédula cuando lo vi salir del cobertizo detrás de los animales, palmeándolos para alejarlos de él.
   —¡Ya podéis correr, bichos del demonio, si no queréis acabar quemados como en el maldito infierno!
   Me agité, temiéndome lo peor. Sabía de sobra que podía hacerlo, que sería capaz de cumplir su amenaza más repetida: «¡El día que se me inflen las narices, le pegaré fuego a tu asquerosa granja, boba, más que boba!».
   Y la cumplió. Roció los rincones con carburante y encendió el mechero que sujetaba con su mano izquierda. En pocos minutos, todo prendió. Todo. Incluyendo el sótano cuya trampilla de madera no sirvió de cortafuegos para evitar que mis papeles, mis notas, mis sueños ardieran hasta quedar reducidos a negras cenizas. La máquina de escribir de mi amado padre… también. Me arrodillé en la cocina y rompí a llorar en silencio mientras él vociferaba como un poseso, alejando a los vecinos de un asunto que solo le concernía a él.
   Se emborrachó para celebrarlo y, para demostrar su hombría, me poseyó como una bestia sobre el suelo del salón mientras me preguntaba con acritud quién se escondía en el cobertizo cuando él marchaba a trabajar; riéndose, con la mandíbula desencajada, al advertirme que ya no había lugar donde escondernos, donde ponernos a salvo de él. A mí se me secaron las lágrimas al tomar conciencia de los años de vida futura que a su lado me esperaban. Y entonces recordé las palabras de Louise, las que había pronunciado con ferviente efusividad para referirse a la historia que yo había inventado y que tanto tiempo me había llevado escribir: «Tu mente es prodigiosa, Cora, jamás había leído una novela negra con un crimen tan perfecto. Es colosal.»
   «Un crimen perfecto».
   «Un crimen perfecto».
   ¿Y si lo llevaba a la realidad?

   Meses más tarde, me despojé para siempre de la ropa negra que había llevado en señal de luto y continué simulando ser una viuda abatida y desconsolada, como si no hubiera hecho nada; con la inocencia pintada en el rostro y la culpabilidad a buen recaudo en mi conciencia, como un secreto inconfesable. Fue entonces cuando retomé los papeles y mis anotaciones mentales y reescribí a mano el final quemado en el cobertizo, para rematar la novela que días más tarde le entregué a Louise con una amplia sonrisa en mi rostro y el corazón bailando de felicidad. «A mi jefe le ha encantado», me dijo después. El sueño de ver publicada mi historia por fin se haría realidad. Me sentí libre. Como si volara. Dispuesta a conquistar un mundo nuevo tras haber saltado los muros que me sitiaban la vida.
   El día 9 de mayo, señalado en rojo en mi calendario, corrí a por la prensa sin ni siquiera desayunar. La primera entrega de mi novela saldría impresa en el suplemento dominical, como justo premio por lo que había escrito con tanto esfuerzo y dedicación. Pasé las páginas a toda velocidad, varada a unos cuantos metros de la gasolinera en la que había adquirido un ejemplar. Leí el título de mi obra con emoción. Y acto seguido me quedé estupefacta al ver lo que figuraba escrito una sola línea más abajo: «Por Louise Miller».
   —¡¡Maldita hija de p…!! —exclamé a viva voz—. ¡¿Cómo se atreve a apropiarse de una historia que he escrito yo?!
   —¡Chsssss…! Conviene que cierres la boca, Cora —susurró ella, a mi espalda—. Tu ficticio crimen perfecto se hizo real. Y ahora, todo el mundo lo verá. Yo tengo una coartada, pero tú… Si revelas ser la autora de esta historia —me advirtió, esbozando una sonrisa cínica—, te delatarás.
 © Pilar Muñoz Álamo - 2018


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