7 jun 2019

RELATO: «PAISAJE MORTAL»


I.

—Le dije que no se marchara solo, que esperara hasta que volvieras. Pero no hizo ningún caso, ni siquiera me escuchó —declaré, con una amargura rabiosa—. Cuando empezó a trabajar contigo dejé de existir, solo tenía ojos para ti, como si fueras su Dios. ¡A ver qué se le había perdido un domingo allí arriba!
 Miguel suspiró con resignación y me miró con desdén, decía estar harto de mis eternas monsergas. Observé su barba sin rasurar y las bolsas violáceas bajo sus ojos. Delataban un cansancio que se empeñaba en disimular bajo ese porte impoluto, sobrio y digno con el que se hacía respetar. Abatida, devolví la vista hacia el horizonte. Su silueta ondulada, salpicada de olivos, acrecentaba la irritación de los míos, de mis ojos, húmedos y enrojecidos por la impotencia ante un hecho para el que ya no había vuelta atrás.
     —Tenía treinta y dos años y un celo para el trabajo que ya hubiera querido yo que tuviesen otros —lo escuché decir, arrastrando las palabras con dureza. No pude evitar girarme ante la insinuación—. Cumplía con su obligación. Cuidaba de los olivos que nos han dado el prestigio que ahora tenemos, ¡¿querías que los abandonara?!
     Había elevado el tono de voz, áspero y acusatorio.
     —En esta casa, los domingos se descansa —murmuré, a la defensiva.
     —¡Descansarás tú, como todos los demás días desde que te saqué de la finca! —Di un respingo y el mentón me empezó a temblar—. Hay una plaga de prays, polillas, para que lo entiendas, en nuestros mejores olivos y si no la combatimos a tiempo echará a perder la cosecha.
     —¿Y tenía que coger el tractor? —me atreví a replicar, nerviosa—. Él no solía subirse al tractor, él no...
     —¡Él no, ¿qué?! —vociferó Miguel, fuera de sí—. ¡Qué sabrás tú de lo que mi hijo solía hacer, qué sabrás tú de nuestro trabajo en el campo, en la cooperativa, en la almazara! Llevas veinticinco años sin pisar las tierras, sin recoger una mísera aceituna, sin preocuparte de nada. ¡¿Vas a poner ahora en duda cómo debía hacer su trabajo?!
     Ante sus reproches, me revolví, llorando.
     —Eres un ingrato, que nuestro hijo haya muerto...
     —Mi hijo, dirás.
     Apreté los labios para contenerme, antes de continuar.
     —Que tu hijo haya muerto bajo las ruedas de un tractor no te da ningún derecho a hablarme así —le contesté, acongojada—, por muy afectado que estés. Te he dado la mitad de mi vida sin pedirte nada a cambio, ¿o es que ya lo has olvidado? Fuiste tú el que quiso buscarme cuando te quedaste viudo, el que venía al campo para recogerme en coche al acabar las peonadas y me llevaba hasta la oficina para pagarme el jornal, haciendo paradas en la mitad del camino para... tú ya sabes qué. Yo acepté lo que me dabas, nunca exigí nada más. Me convertí en la madre que tu hijo de cinco años necesitaba y le di todo el cariño que pude. ¡Hice todo lo que pude, por él y por ti! —Me fui acercando a él a medida que hablaba, hasta formar un círculo de reproches a su alrededor. Estaba dolida, crispada—. He atendido tu casa, le he dado de comer a tus hombres, he organizado fiestas para que tú te lucieras delante de todos y le dieras prestigio a la empresa, y he cuidado de nuestros hijos de noche y de día, del tuyo y del nuestro. Sí, del nuestro, ese que... —Me frené en seco, no me atreví a poner en palabras más basura de la que ya había—. ¡Eres un desagradecido, eres un...!
     —¡Cállate! —Miguel se levantó tan airado que me asusté—. ¡Me debes un respeto, Consuelo, no lo olvides!
     —¿Acaso yo no lo merezco? —me atreví a preguntar, con la voz apenas perceptible.
     —¡Sal de aquí! ¡Vete! —Levantó el dedo índice y me señaló a la puerta, con la tez rígida y la mirada gélida—. Y adecéntate un poco, la Guardia Civil está haciendo preguntas y no me extrañaría que también te las hicieran a ti.
     Enmudecí. Di un paso atrás para caminar luego con torpeza hasta la puerta. Al abrirla vi a mi hijo, con gesto tenso y circunspecto, parpadeando nervioso por haber escuchado una discusión en la que había quedado mucho por decir. 


II.

—Mamá, ¿qué ha pasado ahí dentro?
     —Nada, hijo, no te preocupes. —Me limpié los ojos—. Lo de Julián está muy reciente y nos tiene a todos destrozados. Pero tú no te apures —aparté un mechón de pelo que caía sobre su frente—, lo superaremos y todo volverá a la normalidad, ya lo verás.
     Bajé la cabeza para ocultar la desazón y enfilé hasta la cocina. Pablo dejó caer la mochila en el pasillo y me siguió. Nueve años lo separaban de su hermano mayor, una diferencia de edad que hacía insoslayable el trato diferencial que siempre habíamos practicado con él de forma injusta, como si aquella fuera razón suficiente para vetarle de por vida la madurez. No se resignó esta vez. Demasiadas cosas habían cambiado en la casa en apenas dos semanas como para mantenerlo al margen.
     Nada más entrar, me afané en trajinar con los cacharros sin acierto; tenía que mantenerme ocupada o me volvería loca. Pablo se quedó de pie junto a la puerta. Noté cómo clavaba la vista en mi rostro.
     —No me gusta cómo te habla, mamá, ni cómo te trata. 
     —No se lo tengas en cuenta, hijo, esto está siendo muy duro para él. Está reviviendo ahora lo que sintió cuando murió Lola, su mujer. Todo se le ha venido encima, la historia se repite y una cosa así, tan horrible, destroza a cualquiera. Pero dale tiempo, ya verás como todo irá bien.
     —Mamá...
     Su voz grave, solemne, me estremeció. Dejé las tazas y lo miré.
     —Dime, hijo.
     —¿Por qué nunca os habéis casado?
     Tragué saliva y me concedí tiempo para recobrar el hilo de voz que se me había perdido.
     —Nunca me lo pidió. Yo se lo insinué varias veces, pero él no quería volver a comprometerse, decía que le traía mala suerte atarse con papeles, que prefería seguir así, conviviendo, dedicándonos la vida, sin más. Afirmaba muy seguro que así estábamos muy bien.
     —¿Y tú lo pensabas igual?
     Noté un tremendo peso sobre los hombros, vencidos por los sentimientos.
     —A mí me hubiera gustado casarme, para qué te voy a mentir. Pero he tenido todo lo que he necesitado y tú también. No le puedo pedir más.
     —¿Yo también? —Su pregunta me sorprendió. Fruncí el ceño, con un interrogante impreso en él—. Yo no he tenido su cariño, mamá. —El rostro de Pablo se ensombreció—. He tenido su dinero, pero su cariño no. Julián lo acaparaba todo, se lo llevaba todo con él.
     Aquella afirmación, nacida de sus propios labios, me produjo un dolor lacerante en mitad del pecho.
     —Él..., él te quiere, hijo... A su manera, pero te quiere.
     Me faltaba el aire. Pablo se apresuró a sentarme y me abrazó con fuerza.
     —Tranquila, mamá, tranquila. No debí decirte eso, lo siento. Yo también estoy fatal, no sé cómo voy a encajar esto, cómo podré vivir sin la ayuda de Julián. Era mi hermano, pero también era un poco mi padre, era...
     Arrancó a llorar. Y yo me aferré a él, con la mirada ausente. Nos concedimos tiempo para calmarnos, para que retornara el sosiego por donde se había marchado, hasta que un último suspiro nos permitió separarnos. Pablo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y luego la posó sobre mi rostro, mirándome a los ojos.
     —¿Vas a seguir adelante con la fiesta de jubilación de papá? —me preguntó en un susurro.
     —Sí. Será más discreta y solemne, pero no quiero dejarla pasar. Se merece un reconocimiento a tantos años de trabajo, y más ahora que le han concedido la aceituna de oro al mejor aceite de la comarca. Se va a jubilar con honores —dije, esbozando una sonrisa tibia.
     —Habrá que hacerle algún regalo, ¿no?
     —He encargado un cuadro con su olivar pintado al óleo. Quiero que lo tenga a la vista siempre, sobre todo cuando ya no pueda pisar el campo. Será una gran sorpresa, no lo espera, así es que tenemos que mantener bien guardado el secreto hasta la fiesta de jubilación.
     —Por cierto, mamá. La Guardia Civil está investigando la muerte de Julián. Sé que ha sido un accidente y que es todo un puro trámite, pero me dan un miedo horrible.
     —No te preocupes, hijo. Les diremos que estábamos los dos juntos aquí, en casa, mientras él visitaba la finca. ¿Te parece bien?


III.

Amaneció un día espléndido, con el sol desplegando su brillo sobre los campos, repletos de olivos perfectamente alineados. La terraza del cortijo engalanada, aunque con mesura, porque los seis meses transcurridos desde la muerte de Julián aún no daban margen a una celebración con vítores y ensalzamientos, como a mí me hubiera gustado. Entre los invitados: amigos, familiares, autoridades, empresarios del gremio y los encargados de la cooperativa que presidía Miguel.
     Tras los brindis posteriores a los discursos de homenaje, llegó el momento más esperado, el más personal, a mi juicio el más notorio y sentimental, la entrega del cuadro que un transportista había traído el día de antes, aprovechando una ausencia de Miguel, y que no habíamos querido desembalar para evitar que pudiera descubrirlo antes de tiempo. Pedí un poco de silencio e hice el gesto convenido con la mano. Dos trabajadores se acercaron presurosos, colocando la pintura en un atril. Seguía oculta, envuelta con un papel de embalaje que Miguel debía rasgar. Mis nervios se acentuaron, no solo por observar la reacción emocionada de mi hombre ante sus benditas tierras, inmortalizadas en un lienzo de por vida, sino también ante la expectativa de que un detalle como ese produjera entre nosotros un acercamiento tan deseado como vital. La muerte de Julián en aquel terrible accidente había terminado por aislar a Miguel, cuya conciencia desquiciada no le perdonaba haberlo dejado solo entre los olivos, sin la ayuda necesaria con la que salvar su vida.
     El público se puso en pie, expectante, y Miguel cruzó su mirada con la mía. Yo lo alenté a levantarse y a deleitarse en la obra. Puse un suave beso en sus labios, susurré un «felicidades» y le tendí unas tijeras que él aceptó con incertidumbre y sorpresa. Se acercó al cuadro con lentitud y, con mucho tacto, cortó el papel por un extremo para luego adentrar la mano y tirar de él. El óleo quedó al descubierto. Un trozo de tierra de la finca San Miguel, la más productiva, la que concentraba sus olivos más preciados se alzó ante sus ojos a pinceladas certeras. Los invitados mostraron su regocijo. Yo me creí morir. Entre los árboles, un tractor, y tras él, un hombre con el brazo alzado, cogiendo aceitunas, en apariencia. El sombrero lo delataba. Era Julián. Miguel dio un paso al frente y, con la tez lívida y sudorosa, siguió avanzando ante el súbito estupor de los asistentes. Y ante el mío propio. El autor de aquella obra, ajeno a la importancia de su notable hallazgo, había reproducido una figura más, agazapada junto a una de las puertas del tractor. Su rostro era irreconocible, apenas una difusa insinuación de sus rasgos. Pero el pañuelo que cubría su cabeza...
     Miguel se giró con una parsimonia aterradora. La mirada encendida en odio. El gesto de incredulidad. Y en su punto de mira, yo.
     —¿Tú estabas con él?


IV.

 —¿Fuiste tú, mamá? ¿Lo hiciste tú? ¡Dime! ¡¿Lo hiciste tú?!
     La voz de Pablo retumbó en el calabozo. Lloraba desconsolado, con ambas manos prendidas en la cabeza, incapaz de concebir que su propia madre hubiera cometido semejante atrocidad, soltar el freno de mano para que el tractor se precipitara pendiente abajo hasta arrollar a su hermano. Yo permanecía hecha un ovillo en un rincón de la estancia, con el pelo revuelto y la tez demacrada. Deseando la muerte antes que afrontar el rostro acusatorio de mi hijo.
     Levanté la vista, perdida hasta entonces entre la inmundicia del suelo.
     —Tu padre es un hijo de la gran puta. Siempre lo ha sido —confesé, con voz mortecina—. Escuché una conversación. ¿Sabes lo que le dijo a su abogado la mañana en que murió Julián? —Pablo no contestó—. Que su auténtico amor, su único y verdadero amor había sido Lola. Que yo le había servido para calentarle la cama, cuidar a su hijo y hacer de su hogar un lugar confortable para cuando él llegara harto de trabajar. Pero nada más. Yo no significaba para él nada más. Veinticinco años de mi vida junto a él, creyendo que me quería, y solo me veía como a una furcia barata con dotes de madre y ama de casa. Nunca estaría a la altura de Lola, eso le dijo. Por eso no quería casarse conmigo, porque así podría abandonarme cuando quisiera, sin mayor complicación.
     —¿Y qué culpa tenía Julián de todo eso? Él era inocente y la pagaste con él —replicó Pablo, confuso, turbado, conmocionado—. No entiendo nada, mamá. Todo esto es una locura.
     Me dio la espalda, sobrecogido. No acertaba a encajar los afectos ni los hechos derivados de ellos.
     —Le pidió a su abogado que cambiara el testamento. Tú llevabas razón, hijo. Tu padre nunca te quiso, solo a Julián. Él era el trabajador, el hombre hábil para los negocios, el que conocía a fondo el mundo del olivar y, por tanto, el único capaz de continuar con la empresa asegurando el prestigio de su buen nombre. A tu padre le dio igual que estudiaras. Te hiciste ingeniero agrónomo por él y no le importó en absoluto, decía que tardarías demasiado tiempo en hacerte con la práctica de todo. Las tierras, su parte en la cooperativa, la almazara..., todo se lo dejaba a Julián. A ti te conformaría con un poco de dinero para callarte la boca, pero nada más. Y yo no podía consentir eso, eres mi hijo.
     —Sigues sin contestarme, mamá. ¿Qué tenía que ver Julián con todo eso?
     —Piensa un poco. Si tu hermano no estaba, todo sería para ti.
     Pablo sacudió la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Sentía, supongo, un dolor insoportable. Hacía unos meses que había perdido a su hermano y ahora me perdía a mí. Así lo percibí en sus ojos, en la distancia fría que interpuso con los míos.
     —No sé cómo pudiste hacerlo —me dijo, con la angustia rajándole la garganta.
     —Tampoco yo —le contesté, consternada, deshecha—. Dijo que se iba al campo poco rato después de que se marcharan los dos, el abogado y tu padre. A mí se me nubló la mente, perdí la cabeza. No podía hacer nada con ellos, pero con él sí. Y no lo pensé dos veces. Salí detrás de tu hermano sin saber ni lo que hacía. Ciega. Lo habría matado con una piedra, si hubiera sido preciso. —Me costaba hablar—. Dejó el tractor arrancado mientras revisaba un olivo y luego se quedó en la mitad del camino, detrás de él, mirando unas aceitunas que había recogido del suelo. Ni siquiera me oyó. Solté el freno y vi como el tractor le pasaba por encima, entonces me di cuenta de lo que había hecho. Julián no respiraba, estaba muerto. Y yo salí corriendo de allí como una loca.
     Me doblé sobre mí misma al recordarlo de nuevo, a punto de vomitar. Pablo negaba, sin dar crédito a lo que escuchaba.
     —Una madre es capaz de cualquier cosa por sus hijos —murmuré, balanceándome como una demente—. Era Julián o tú. Tu padre ya había hecho su elección. Y yo quise hacer la mía.



V.

—Tienes visita —me anunció la funcionaria de la prisión.
     Pierre Ferrec apareció ante mí con su aspecto bohemio e inconfundible. Se quitó la boina y la apartó a un lado antes de sentarse. Era la última persona a la que esperaba ver.
     —Hola, Consuelo.
     —Dichosos los ojos. Creí que no volvería a saber de ti. Ninguna llamada, ningún mensaje... Ningún lugar donde localizarte. ¿Tan harto acabaste de mí?
     —París es mucho París, querida. Llegué a él solo para exponer y fui incapaz de regresar. Y mira con lo que me he encontrado al volver.
     —Quedamos en que elegiríamos juntos el paisaje para el cuadro de Miguel y ni siquiera te presentaste.
     —Eso no es cierto. Llegué a tu casa el día que me dijiste y la encontré cerrada, nadie me abrió. Partía en un avión hacia París al día siguiente, si en esa misma mañana no elegía un trozo de tierra, tú no tendrías el cuadro en la fecha acordada.
     —Aún no sé cómo lo hiciste. ¿Lo grabaste en tu retina, o cómo demonios lo hiciste?
     —La edad te empieza a pasar factura, Consuelo, la memoria te falla. Soy fotógrafo, no solo pintor. Una buena cámara, un gran angular y unas cuantas tomas de aquel lugar me bastaban para cumplir con tu encargo. Jamás pude sospechar que aquel hombre fuera él, ni que esa mujer fueras tú. Las facciones no eran nítidas; lo que llevabais puesto, sí. Me pareció que la estampa quedaría más bonita con algo de humanidad en ella, por eso os pinté.
     —Pues tu maldita ocurrencia me ha sentenciado. Nos has arruinado la vida, Pierre.
     —No la cargues contra mi conciencia, querida. La asesina eres tú.
     —¿No piensas preguntarme por qué lo hice?
     —¿Debería saberlo?
     —Yo creo que sí.
     —Entonces, dímelo de una vez.
   —Por nuestro hijo —le confesé, mirándolo fijamente a los ojos—. Lo hice para garantizar el futuro de nuestro hijo, porque si de ti dependiera, Pablo no tendría donde caerse muerto.

 © Pilar Muñoz Álamo - 2019
      

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