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17 ago 2019

III VÉRSAME A LA LUZ DE LA LUNA

   Hay noches con magia. Porque confluyen elementos que lo hacen posible: un entorno entrañable bajo la luz de la luna; letras tejiendo renglones de sentimiento; música despertando emociones dispares; y un cariño sincero, traducido en abrazo apretados, miradas vivas, palabras dulces, miradas elocuentes y llenas de complicidad...
   El 14 de agosto tuvo lugar nuestra tercera cita a la luz de la luna. Para versear y compartir arte. Para disfrutar y vibrar. En un entorno precioso y acogedor, el Cortijo La Molina, en Montilla (Córdoba). Una veintena de escritores recitando belleza convertida en palabras, con el corazón y ante un público entregado.
   Fue el III Vérsame a la luz de la luna, organizado por Sole Raya (Librería Nobel - Montilla), un encuentro que promete seguir engrandeciéndose, haciéndonos soñar, y sobre todo, creando lazos férreos entre amigos, escritores, lectores y soñadores.

   Os dejo el vídeo de mi intervención con tres relatos cortos, y muy sentidos, de ausencias y reencuentros, desamor y amor a cualquier edad.



7 jun 2019

RELATO: «PAISAJE MORTAL»


I.

—Le dije que no se marchara solo, que esperara hasta que volvieras. Pero no hizo ningún caso, ni siquiera me escuchó —declaré, con una amargura rabiosa—. Cuando empezó a trabajar contigo dejé de existir, solo tenía ojos para ti, como si fueras su Dios. ¡A ver qué se le había perdido un domingo allí arriba!
 Miguel suspiró con resignación y me miró con desdén, decía estar harto de mis eternas monsergas. Observé su barba sin rasurar y las bolsas violáceas bajo sus ojos. Delataban un cansancio que se empeñaba en disimular bajo ese porte impoluto, sobrio y digno con el que se hacía respetar. Abatida, devolví la vista hacia el horizonte. Su silueta ondulada, salpicada de olivos, acrecentaba la irritación de los míos, de mis ojos, húmedos y enrojecidos por la impotencia ante un hecho para el que ya no había vuelta atrás.
     —Tenía treinta y dos años y un celo para el trabajo que ya hubiera querido yo que tuviesen otros —lo escuché decir, arrastrando las palabras con dureza. No pude evitar girarme ante la insinuación—. Cumplía con su obligación. Cuidaba de los olivos que nos han dado el prestigio que ahora tenemos, ¡¿querías que los abandonara?!
     Había elevado el tono de voz, áspero y acusatorio.
     —En esta casa, los domingos se descansa —murmuré, a la defensiva.
     —¡Descansarás tú, como todos los demás días desde que te saqué de la finca! —Di un respingo y el mentón me empezó a temblar—. Hay una plaga de prays, polillas, para que lo entiendas, en nuestros mejores olivos y si no la combatimos a tiempo echará a perder la cosecha.
     —¿Y tenía que coger el tractor? —me atreví a replicar, nerviosa—. Él no solía subirse al tractor, él no...
     —¡Él no, ¿qué?! —vociferó Miguel, fuera de sí—. ¡Qué sabrás tú de lo que mi hijo solía hacer, qué sabrás tú de nuestro trabajo en el campo, en la cooperativa, en la almazara! Llevas veinticinco años sin pisar las tierras, sin recoger una mísera aceituna, sin preocuparte de nada. ¡¿Vas a poner ahora en duda cómo debía hacer su trabajo?!
     Ante sus reproches, me revolví, llorando.
     —Eres un ingrato, que nuestro hijo haya muerto...
     —Mi hijo, dirás.
     Apreté los labios para contenerme, antes de continuar.
     —Que tu hijo haya muerto bajo las ruedas de un tractor no te da ningún derecho a hablarme así —le contesté, acongojada—, por muy afectado que estés. Te he dado la mitad de mi vida sin pedirte nada a cambio, ¿o es que ya lo has olvidado? Fuiste tú el que quiso buscarme cuando te quedaste viudo, el que venía al campo para recogerme en coche al acabar las peonadas y me llevaba hasta la oficina para pagarme el jornal, haciendo paradas en la mitad del camino para... tú ya sabes qué. Yo acepté lo que me dabas, nunca exigí nada más. Me convertí en la madre que tu hijo de cinco años necesitaba y le di todo el cariño que pude. ¡Hice todo lo que pude, por él y por ti! —Me fui acercando a él a medida que hablaba, hasta formar un círculo de reproches a su alrededor. Estaba dolida, crispada—. He atendido tu casa, le he dado de comer a tus hombres, he organizado fiestas para que tú te lucieras delante de todos y le dieras prestigio a la empresa, y he cuidado de nuestros hijos de noche y de día, del tuyo y del nuestro. Sí, del nuestro, ese que... —Me frené en seco, no me atreví a poner en palabras más basura de la que ya había—. ¡Eres un desagradecido, eres un...!
     —¡Cállate! —Miguel se levantó tan airado que me asusté—. ¡Me debes un respeto, Consuelo, no lo olvides!
     —¿Acaso yo no lo merezco? —me atreví a preguntar, con la voz apenas perceptible.
     —¡Sal de aquí! ¡Vete! —Levantó el dedo índice y me señaló a la puerta, con la tez rígida y la mirada gélida—. Y adecéntate un poco, la Guardia Civil está haciendo preguntas y no me extrañaría que también te las hicieran a ti.
     Enmudecí. Di un paso atrás para caminar luego con torpeza hasta la puerta. Al abrirla vi a mi hijo, con gesto tenso y circunspecto, parpadeando nervioso por haber escuchado una discusión en la que había quedado mucho por decir. 


II.

—Mamá, ¿qué ha pasado ahí dentro?
     —Nada, hijo, no te preocupes. —Me limpié los ojos—. Lo de Julián está muy reciente y nos tiene a todos destrozados. Pero tú no te apures —aparté un mechón de pelo que caía sobre su frente—, lo superaremos y todo volverá a la normalidad, ya lo verás.
     Bajé la cabeza para ocultar la desazón y enfilé hasta la cocina. Pablo dejó caer la mochila en el pasillo y me siguió. Nueve años lo separaban de su hermano mayor, una diferencia de edad que hacía insoslayable el trato diferencial que siempre habíamos practicado con él de forma injusta, como si aquella fuera razón suficiente para vetarle de por vida la madurez. No se resignó esta vez. Demasiadas cosas habían cambiado en la casa en apenas dos semanas como para mantenerlo al margen.
     Nada más entrar, me afané en trajinar con los cacharros sin acierto; tenía que mantenerme ocupada o me volvería loca. Pablo se quedó de pie junto a la puerta. Noté cómo clavaba la vista en mi rostro.
     —No me gusta cómo te habla, mamá, ni cómo te trata. 
     —No se lo tengas en cuenta, hijo, esto está siendo muy duro para él. Está reviviendo ahora lo que sintió cuando murió Lola, su mujer. Todo se le ha venido encima, la historia se repite y una cosa así, tan horrible, destroza a cualquiera. Pero dale tiempo, ya verás como todo irá bien.
     —Mamá...
     Su voz grave, solemne, me estremeció. Dejé las tazas y lo miré.
     —Dime, hijo.
     —¿Por qué nunca os habéis casado?
     Tragué saliva y me concedí tiempo para recobrar el hilo de voz que se me había perdido.
     —Nunca me lo pidió. Yo se lo insinué varias veces, pero él no quería volver a comprometerse, decía que le traía mala suerte atarse con papeles, que prefería seguir así, conviviendo, dedicándonos la vida, sin más. Afirmaba muy seguro que así estábamos muy bien.
     —¿Y tú lo pensabas igual?
     Noté un tremendo peso sobre los hombros, vencidos por los sentimientos.
     —A mí me hubiera gustado casarme, para qué te voy a mentir. Pero he tenido todo lo que he necesitado y tú también. No le puedo pedir más.
     —¿Yo también? —Su pregunta me sorprendió. Fruncí el ceño, con un interrogante impreso en él—. Yo no he tenido su cariño, mamá. —El rostro de Pablo se ensombreció—. He tenido su dinero, pero su cariño no. Julián lo acaparaba todo, se lo llevaba todo con él.
     Aquella afirmación, nacida de sus propios labios, me produjo un dolor lacerante en mitad del pecho.
     —Él..., él te quiere, hijo... A su manera, pero te quiere.
     Me faltaba el aire. Pablo se apresuró a sentarme y me abrazó con fuerza.
     —Tranquila, mamá, tranquila. No debí decirte eso, lo siento. Yo también estoy fatal, no sé cómo voy a encajar esto, cómo podré vivir sin la ayuda de Julián. Era mi hermano, pero también era un poco mi padre, era...
     Arrancó a llorar. Y yo me aferré a él, con la mirada ausente. Nos concedimos tiempo para calmarnos, para que retornara el sosiego por donde se había marchado, hasta que un último suspiro nos permitió separarnos. Pablo se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y luego la posó sobre mi rostro, mirándome a los ojos.
     —¿Vas a seguir adelante con la fiesta de jubilación de papá? —me preguntó en un susurro.
     —Sí. Será más discreta y solemne, pero no quiero dejarla pasar. Se merece un reconocimiento a tantos años de trabajo, y más ahora que le han concedido la aceituna de oro al mejor aceite de la comarca. Se va a jubilar con honores —dije, esbozando una sonrisa tibia.
     —Habrá que hacerle algún regalo, ¿no?
     —He encargado un cuadro con su olivar pintado al óleo. Quiero que lo tenga a la vista siempre, sobre todo cuando ya no pueda pisar el campo. Será una gran sorpresa, no lo espera, así es que tenemos que mantener bien guardado el secreto hasta la fiesta de jubilación.
     —Por cierto, mamá. La Guardia Civil está investigando la muerte de Julián. Sé que ha sido un accidente y que es todo un puro trámite, pero me dan un miedo horrible.
     —No te preocupes, hijo. Les diremos que estábamos los dos juntos aquí, en casa, mientras él visitaba la finca. ¿Te parece bien?


III.

Amaneció un día espléndido, con el sol desplegando su brillo sobre los campos, repletos de olivos perfectamente alineados. La terraza del cortijo engalanada, aunque con mesura, porque los seis meses transcurridos desde la muerte de Julián aún no daban margen a una celebración con vítores y ensalzamientos, como a mí me hubiera gustado. Entre los invitados: amigos, familiares, autoridades, empresarios del gremio y los encargados de la cooperativa que presidía Miguel.
     Tras los brindis posteriores a los discursos de homenaje, llegó el momento más esperado, el más personal, a mi juicio el más notorio y sentimental, la entrega del cuadro que un transportista había traído el día de antes, aprovechando una ausencia de Miguel, y que no habíamos querido desembalar para evitar que pudiera descubrirlo antes de tiempo. Pedí un poco de silencio e hice el gesto convenido con la mano. Dos trabajadores se acercaron presurosos, colocando la pintura en un atril. Seguía oculta, envuelta con un papel de embalaje que Miguel debía rasgar. Mis nervios se acentuaron, no solo por observar la reacción emocionada de mi hombre ante sus benditas tierras, inmortalizadas en un lienzo de por vida, sino también ante la expectativa de que un detalle como ese produjera entre nosotros un acercamiento tan deseado como vital. La muerte de Julián en aquel terrible accidente había terminado por aislar a Miguel, cuya conciencia desquiciada no le perdonaba haberlo dejado solo entre los olivos, sin la ayuda necesaria con la que salvar su vida.
     El público se puso en pie, expectante, y Miguel cruzó su mirada con la mía. Yo lo alenté a levantarse y a deleitarse en la obra. Puse un suave beso en sus labios, susurré un «felicidades» y le tendí unas tijeras que él aceptó con incertidumbre y sorpresa. Se acercó al cuadro con lentitud y, con mucho tacto, cortó el papel por un extremo para luego adentrar la mano y tirar de él. El óleo quedó al descubierto. Un trozo de tierra de la finca San Miguel, la más productiva, la que concentraba sus olivos más preciados se alzó ante sus ojos a pinceladas certeras. Los invitados mostraron su regocijo. Yo me creí morir. Entre los árboles, un tractor, y tras él, un hombre con el brazo alzado, cogiendo aceitunas, en apariencia. El sombrero lo delataba. Era Julián. Miguel dio un paso al frente y, con la tez lívida y sudorosa, siguió avanzando ante el súbito estupor de los asistentes. Y ante el mío propio. El autor de aquella obra, ajeno a la importancia de su notable hallazgo, había reproducido una figura más, agazapada junto a una de las puertas del tractor. Su rostro era irreconocible, apenas una difusa insinuación de sus rasgos. Pero el pañuelo que cubría su cabeza...
     Miguel se giró con una parsimonia aterradora. La mirada encendida en odio. El gesto de incredulidad. Y en su punto de mira, yo.
     —¿Tú estabas con él?


IV.

 —¿Fuiste tú, mamá? ¿Lo hiciste tú? ¡Dime! ¡¿Lo hiciste tú?!
     La voz de Pablo retumbó en el calabozo. Lloraba desconsolado, con ambas manos prendidas en la cabeza, incapaz de concebir que su propia madre hubiera cometido semejante atrocidad, soltar el freno de mano para que el tractor se precipitara pendiente abajo hasta arrollar a su hermano. Yo permanecía hecha un ovillo en un rincón de la estancia, con el pelo revuelto y la tez demacrada. Deseando la muerte antes que afrontar el rostro acusatorio de mi hijo.
     Levanté la vista, perdida hasta entonces entre la inmundicia del suelo.
     —Tu padre es un hijo de la gran puta. Siempre lo ha sido —confesé, con voz mortecina—. Escuché una conversación. ¿Sabes lo que le dijo a su abogado la mañana en que murió Julián? —Pablo no contestó—. Que su auténtico amor, su único y verdadero amor había sido Lola. Que yo le había servido para calentarle la cama, cuidar a su hijo y hacer de su hogar un lugar confortable para cuando él llegara harto de trabajar. Pero nada más. Yo no significaba para él nada más. Veinticinco años de mi vida junto a él, creyendo que me quería, y solo me veía como a una furcia barata con dotes de madre y ama de casa. Nunca estaría a la altura de Lola, eso le dijo. Por eso no quería casarse conmigo, porque así podría abandonarme cuando quisiera, sin mayor complicación.
     —¿Y qué culpa tenía Julián de todo eso? Él era inocente y la pagaste con él —replicó Pablo, confuso, turbado, conmocionado—. No entiendo nada, mamá. Todo esto es una locura.
     Me dio la espalda, sobrecogido. No acertaba a encajar los afectos ni los hechos derivados de ellos.
     —Le pidió a su abogado que cambiara el testamento. Tú llevabas razón, hijo. Tu padre nunca te quiso, solo a Julián. Él era el trabajador, el hombre hábil para los negocios, el que conocía a fondo el mundo del olivar y, por tanto, el único capaz de continuar con la empresa asegurando el prestigio de su buen nombre. A tu padre le dio igual que estudiaras. Te hiciste ingeniero agrónomo por él y no le importó en absoluto, decía que tardarías demasiado tiempo en hacerte con la práctica de todo. Las tierras, su parte en la cooperativa, la almazara..., todo se lo dejaba a Julián. A ti te conformaría con un poco de dinero para callarte la boca, pero nada más. Y yo no podía consentir eso, eres mi hijo.
     —Sigues sin contestarme, mamá. ¿Qué tenía que ver Julián con todo eso?
     —Piensa un poco. Si tu hermano no estaba, todo sería para ti.
     Pablo sacudió la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Sentía, supongo, un dolor insoportable. Hacía unos meses que había perdido a su hermano y ahora me perdía a mí. Así lo percibí en sus ojos, en la distancia fría que interpuso con los míos.
     —No sé cómo pudiste hacerlo —me dijo, con la angustia rajándole la garganta.
     —Tampoco yo —le contesté, consternada, deshecha—. Dijo que se iba al campo poco rato después de que se marcharan los dos, el abogado y tu padre. A mí se me nubló la mente, perdí la cabeza. No podía hacer nada con ellos, pero con él sí. Y no lo pensé dos veces. Salí detrás de tu hermano sin saber ni lo que hacía. Ciega. Lo habría matado con una piedra, si hubiera sido preciso. —Me costaba hablar—. Dejó el tractor arrancado mientras revisaba un olivo y luego se quedó en la mitad del camino, detrás de él, mirando unas aceitunas que había recogido del suelo. Ni siquiera me oyó. Solté el freno y vi como el tractor le pasaba por encima, entonces me di cuenta de lo que había hecho. Julián no respiraba, estaba muerto. Y yo salí corriendo de allí como una loca.
     Me doblé sobre mí misma al recordarlo de nuevo, a punto de vomitar. Pablo negaba, sin dar crédito a lo que escuchaba.
     —Una madre es capaz de cualquier cosa por sus hijos —murmuré, balanceándome como una demente—. Era Julián o tú. Tu padre ya había hecho su elección. Y yo quise hacer la mía.



V.

—Tienes visita —me anunció la funcionaria de la prisión.
     Pierre Ferrec apareció ante mí con su aspecto bohemio e inconfundible. Se quitó la boina y la apartó a un lado antes de sentarse. Era la última persona a la que esperaba ver.
     —Hola, Consuelo.
     —Dichosos los ojos. Creí que no volvería a saber de ti. Ninguna llamada, ningún mensaje... Ningún lugar donde localizarte. ¿Tan harto acabaste de mí?
     —París es mucho París, querida. Llegué a él solo para exponer y fui incapaz de regresar. Y mira con lo que me he encontrado al volver.
     —Quedamos en que elegiríamos juntos el paisaje para el cuadro de Miguel y ni siquiera te presentaste.
     —Eso no es cierto. Llegué a tu casa el día que me dijiste y la encontré cerrada, nadie me abrió. Partía en un avión hacia París al día siguiente, si en esa misma mañana no elegía un trozo de tierra, tú no tendrías el cuadro en la fecha acordada.
     —Aún no sé cómo lo hiciste. ¿Lo grabaste en tu retina, o cómo demonios lo hiciste?
     —La edad te empieza a pasar factura, Consuelo, la memoria te falla. Soy fotógrafo, no solo pintor. Una buena cámara, un gran angular y unas cuantas tomas de aquel lugar me bastaban para cumplir con tu encargo. Jamás pude sospechar que aquel hombre fuera él, ni que esa mujer fueras tú. Las facciones no eran nítidas; lo que llevabais puesto, sí. Me pareció que la estampa quedaría más bonita con algo de humanidad en ella, por eso os pinté.
     —Pues tu maldita ocurrencia me ha sentenciado. Nos has arruinado la vida, Pierre.
     —No la cargues contra mi conciencia, querida. La asesina eres tú.
     —¿No piensas preguntarme por qué lo hice?
     —¿Debería saberlo?
     —Yo creo que sí.
     —Entonces, dímelo de una vez.
   —Por nuestro hijo —le confesé, mirándolo fijamente a los ojos—. Lo hice para garantizar el futuro de nuestro hijo, porque si de ti dependiera, Pablo no tendría donde caerse muerto.

 © Pilar Muñoz Álamo - 2019
      

16 sept 2018

RELATO: «EL AMOR NUNCA OLVIDA»


«Tu hermana Linda está viva».

   Al principio no supe si reír o llorar como una mujer cuando escuché sus palabras. Sí, como una mujer. Porque un hombre hecho a la guerra no podía permitirse una flaqueza tal, esa fue la creencia en la que me educaron desde que una bomba partiera nuestra casa en dos y asolara nuestras vidas sin posibilidad alguna de reconstrucción; como los jarrones de mamá que Linda y yo rompíamos con estrépito en nuestros juegos de niños y que ella se empeñaba en recomponer sin éxito. Pero acabé llorando, al final. Con la emoción desbordada por nuestros padres muertos, por la separación sufrida, por nuestros lazos rotos a causa de un fanatismo que llevó a la ruina a todos los átomos de nuestra existencia..., por habernos arrebatado la felicidad de cuajo, como quien arranca flores sin compasión. Y lloré por mis años de búsqueda infructuosa, en los que llegué a maldecir a quienes afirman con rotundidad que para alcanzar los sueños solo hay que perseguirlos sin desfallecer. Ahora pienso que tal vez tenían razón. Y me concedo una sonrisa envuelta en nervios que tiembla sobre mis labios al bajar del tren.

   Cargo una vieja maleta en la mano y una nota en el bolsillo con una dirección escrita que ya no conozco. No figura el número de la casa, tan solo una calle. Impacta sentir la misma esencia en un pueblo cuya fisonomía ha cambiado tanto. Tal vez sea que quedó sepultada bajo los escombros y ha renacido al desempolvar las calles, las plazas, los pequeños rincones destrozados que ya han cobrado color de nuevo. Me emociona escuchar el murmullo de la vida cotidiana mientras camino, apacigua el sonido de las sirenas y el restallar de las bombas que aún resuenan en mi cabeza. Hay flores en los balcones, compitiendo en colorido con las fachadas de madera pintada. Un tibio sol me acompaña, subrayando con sus rayos el nombre de un destino grabado en papel que ahora temo encontrar. Porque no sé lo que esconderá. No sé cómo reaccionará ella, ni siquiera si estará.

   Ralentizo el paso, mirando aquí y allá, en los corrillos de vecinas, al pie de las casas, en los escalones de piedra que bordean la calle... Adentro la mirada en el interior de las tiendas, a través de los escaparates y del hueco de las puertas abiertas de par en par. Me palpita el corazón. ¿Y si no está? Me atormenta esa pregunta, como me aterra que perezcan mis ilusiones. Sigo avanzando, flotando sobre los adoquines de piedra, portando mi maleta con la mano sudorosa. Hasta que al volver la esquina, me paro en seco y la dejo caer. Hay una fachada de madera verde acristalada, es una tienda de marroquinería, con objetos diversos colgados en su exterior. Nada tendría de especial si no fuera por la bicicleta que está apostada junto a la puerta. Se me vidrian los ojos y mi garganta se cierra.

   Es la bici de mamá.

   Me siento para detener el temblor de mis piernas. Frente a ella. Necesito recuperar mis raíces, recobrar el pasado; aunque sé que dolerá. Los recuerdos me asaltan con una insurgencia atroz. Cierro los ojos y puedo ver a mi madre con su sonrisa amplia, un vestido de flores y un mechón de pelo, escapado del moño, retando al viento. Corre detrás de nosotros mientras yo agarro su bicicleta, en la que estoy enseñando a Linda a montar. Mi hermana cae sobre un manto de hierba y reímos a carcajadas, revolcándonos. A Linda no le duelen los rasguños, está deseosa de volver a subir. Yo, ahora, estoy ansioso por ver su sonrisa de nuevo. Regalándomela a mí.

   Abro los ojos y enfrento la realidad. No me atrevo a entrar y darme de bruces con ella, apuesto a que en el acto se me pararía el corazón, enmudecería de golpe. En su lugar, se me ocurre dejar mi maleta abierta sobre el banco de piedra a pie de puerta, junto a la bicicleta. Y espero. Reconozco a Linda al salir y la emoción me atenaza. La veo detenerse ante ella, dubitativa, extrañada. Su rostro, surcado de arrugas, desborda nostalgia mientras se arrodilla. Mis ojos se inundan. Atónita, toma entre sus manos la foto de nuestros padres y la acuna contra su pecho. Y se inclina luego con torpeza para oler las flores silvestres que forman un ramo dentro de la maleta; las mismas flores que recogíamos para mi madre cuando íbamos al campo con papá.

   —Linda, soy yo, Harry —le anuncio con ternura, agachado junto ella, incrédulo de que todo sea real, de que por fin haya vuelto a mi vida. Ella me mira tras girar la cabeza con parsimonia. Frunce el ceño y hace un esfuerzo por focalizar mi imagen a través de sus pupilas empañadas.

   —No —dice con voz temblorosa y mirada ausente—. Usted es un hombre mayor, mi hermano es pequeño. Como yo. Pero no está. Se marchó y no ha vuelto más.

   Su tono y pose infantil me alarman y me hacen comprender el vacío que hay en su mente. La mirada apenada de quien debe de ser su hija me lo confirma.

   Tomo aire en un intento de aliviar mi pecho, la congoja me impide respirar. Me sitúo detrás de ella, la abrazo por la cintura y cambio mi tesitura de voz, intentando hacerla sonar con menor gravedad.

   —¡Mira, Linda, es la bici de mamá! —le digo al oído, jovial—. ¿Quieres que te enseñe a montar?

   Ella deja escapar un suspiro y esboza una sonrisa abierta que me sabe a antaño.

   —¡Sí, Harry, sí!  —exclama ilusionada, sin mirarme—. ¡Chssss..., pero que no se entere papá! 

 © Pilar Muñoz Álamo - 2018


30 ago 2018

RELATO: «LA COARTADA». 1º PREMIO DEL IV CONCURSO DE RELATO CORTO ORGANIZADO POR LA COFRADÍA DE LA VIRGEN DEL ROSARIO Y GRACIA DE PARACUELLOS (CUENCA)


La puerta se cerró de golpe, como cada mañana a la misma hora. Contuve la respiración para escuchar sus pasos sobre la grava, cada vez más distantes, más lejanos. Me sequé las manos en el delantal y aparté el visillo de la ventana del fregadero, tan solo un resquicio, lo justo para observar cómo el viejo Cadillac de mi marido avanzaba hacia el camino, balanceándose como una barquilla. Aceleró dejando tras de sí una nube de polvo y humo que el tubo de escape escupió sin contemplaciones. Noté cómo se me aceleraba el pulso. Desde la noche anterior había mantenido la cabeza ocupada, obsesionada por encontrarle un buen final a mi historia. Apenas había dormido, lo que me había obligado a hacer un esfuerzo inmenso por no moverme ni molestarlo. Despertarlo en plena noche era una fatalidad.
   Corrí en busca de un barreño en el que puse la ropa mojada y salí a tender, sin quitarme los guantes de goma con los que había fregado los platos y vasos del desayuno. Y puse una horquilla en mi pelo para darme aspecto de hacendosa, porque sabía que mi vecina, la señora Standford, me estaría observando.
   —Buenos días —la saludé, levantando un brazo para hacerme ver.
    Su casa y la mía quedaban a unos cincuenta metros, ambas cercadas por sendas vallas de poca altura que circundaban el terreno árido de que disponíamos alrededor. Vivíamos a las afueras del pueblo. La señora Standford tenía un establo con una docena de vacas que apenas le daban para vivir. Lo mío era una pequeña granja con algunas gallinas y unos cuantos conejos, que soportaba las quejas de John de no ser rentable pero que yo me empecinaba en tener. A veces, me preguntaba a mí misma por qué en tal asunto me tomaba en cuenta si en lo demás yo era un cero a la izquierda, si jamás le podía llevar la contraria cuando adoptaba una decisión. Rose opinaba que esa era su manera de mantenerme en casa, ocupada y sin riesgo alguno de evasión. Pero a mí lo cierto es que me la traía al fresco cuál fuera su verdadera razón, me importaba la mía, que no era otra que la de acceder a través del cobertizo, sin levantar sospecha, a un sótano escondido bajo una trampilla tapada por un baúl y en el que yo vivía mi segunda vida, una existencia alternativa sin la cual no habría podido soportar los desaires de mi esposo durante los años que llevaba cohabitando con él.
   La vecina me devolvió el saludo mientras me afanaba, con los alfileres en la boca, en colgar la ropa sobre el tendedero como si no tuviera otra cosa que hacer; aunque el corazón me palpitara inquieto. Cuando dejé caer la última prenda sobre el cordel, le deseé que pasara un buen día y me adentré en la casa con calma. Hasta cerrar la puerta. Entonces me apresuré hacia la parte trasera, quitándome el delantal. Me arranqué la horquilla, puse carmín en mis labios, me ajusté el vestido y me coloqué las gafas pequeñas que usaba para coser. Y entré en el cobertizo, con el pulso punzando mi sien.
   Desplacé el baúl con sumo esfuerzo, levanté la trampilla y bajé. El aire viciado envolvió mi nariz; una mezcolanza de mi propio perfume y de la humedad acumulada, que no tenía por dónde huir. Pulsé el interruptor de la luz, situado sobre la bombilla, y la estancia se iluminó. Las sombras comenzaron a balancearse a su mismo ritmo, hasta detenerla. Entonces la claridad se concentró en ella. En la máquina de escribir. Un modelo antiguo heredado de mi padre, en el que él había escrito sus mejores novelas. Me senté ante ella y la acaricié. Froté mis manos, calenté los dedos y miré el reloj, nerviosa. Unas cuantas horas. Disponía de unas cuantas horas para concluir la historia y llevársela a Louise, antes de que John volviera y me pillara haciendo lo que no debía. Escribir.
   —Cora, ¿por qué no te largas y dejas a ese cretino que tienes por marido de una maldita vez? —me había preguntado ella, varias veces.
   —Tú siempre serás mía, ¿verdad, palomita? Porque si tú algún día te marchas, yo… yo no sé lo que sería capaz de hacer —me repetía John, endureciendo el tono. Como amenaza hacia mí. No por él.
   —Tienes talento, pequeña mía, eres ingeniosa, imaginativa y te expresas muy bien. Serás una gran escritora —sentenció mi padre, meses antes de morir—. En la sangre lo llevas, no lo podrás evitar.
   Pero sangre fue lo que manó de mi boca cuando, al poco de casarnos, confesé a John cuál era mi pretensión. Me la cerró con un bofetón, porque el talento que tenía debía destinarlo a él. Y así lo hice a la vista suya. Complaciente, obediente, sumisa. Y transgresora cuando no estaba. Por mi padre. Por mí misma. Por una historia que Louise me había prometido publicar por partes si a su jefe, editor y director del periódico local, le parecía bien.

   Así es que llevaba un año escondiéndome como una vulgar fugitiva cuando John no estaba, encerrada a cal y canto bajo el suelo de aquel cobertizo para evitar que el sonido del tecleo saliera al exterior. Inventando para mi novela negra el crimen perfecto, porque ese era el género que más me llenaba; me resultaba imposible contar historias de amor, mi casamiento con John me había tirado el romanticismo por el retrete. Sumergida en mi mundo, desplazaba los dedos por la máquina a una gran velocidad, con el pensamiento en la ficción mientras mis sentidos paseaban por la realidad de mi hogar, en alerta ante la llegada inesperada de mi marido y de la señora Standford, que de vez en cuando me traía tartas rellenas de crema porque auguraba que no tendría hijos debido a mi delgadez. Y así había llegado hasta las últimas páginas, con el corazón enfermo por los sobresaltos, pero radiante de felicidad ante una hazaña que nunca pensé poder concluir.
   Metí el papel en el carro, me erguí en la silla, deslicé mis gafas hacia la punta de mi nariz y, atusándome el pelo, encendí un cigarrillo que le había robado a John. Comencé a toser, en la vida había fumado. Pero Cristine lo hacía en mi novela y yo debía asemejarme a ella, meterme en su piel para poder sentirla y escribirle un final épico. El cobertizo se llenó de humo y me transporté a otro mundo, a otra vida, a otra época. Vertí en la página todo cuanto había estado pensando a lo largo de la noche y de los días anteriores, incluyendo unos diálogos que relataba de memoria de tanto como mentalmente me los había repetido. La mesa estaba cuajada de anotaciones escritas en servilletas, bolsas, octavillas o en cualquier otro sitio donde pudiera verterse tinta. Llené una, dos, seis hojas. Hasta poner FIN. Aquella sería la última entrega que le diera a Louise, la que estaba esperando tras haber leído el resto entusiasmada por completo. Entonces me llevé una mano al cuello y, de forma súbita, comencé a llorar. Besé la máquina que había cambiado mi vida y miré al cielo para dedicarle a mi padre aquella profunda emoción. Pero el sonido de un motor me paralizó. Tras unos segundos sin reaccionar, arranqué el papel del carro, lo añadí al montón que yacía sobre la mesa y me levanté con prisa. Apagué la luz con un brusco manotazo y la bombilla cayó al suelo con estrépito. El corazón se me desbocó.  Salí por la trampilla, tropezando con mis propios pasos, mientras escuchaba cómo se detenía el motor; John debía de haber aparcado ya el coche en el garaje.
   Desplacé el baúl y corrí como una histérica, provocando el aleteo de las gallinas y la huida despavorida de los conejos de un lado a otro. Cuando alcancé la puerta del cobertizo, John me esperaba en ella con un semblante fantasmagórico.
   —Has… vuelto muy pronto hoy —balbuceé con torpeza.
   —¿Qué estabas haciendo, Cora? —Desplazó los ojos con rapidez por el interior de la estancia, sin mover la cabeza. Quise salir, pero él me sujetó con fuerza—. ¿Llevas carmín en los labios, a media mañana? ¿Acaso has ido a algún sitio?
   Tragué saliva y un sudor frío me inundó la nuca. No contesté.
   —Animales asquerosos, esto es una auténtica pocilga —relató, con una mueca de repugnancia anclada al rostro—. No voy a consentir que pases aquí metida todo el tiempo mientras descuidas nuestra casa, ¿me has oído? Se acabó.
   —John…
   Me tembló la voz al ver sus ojos henchidos de ira y la mandíbula prieta.
   —Ve adentro —me ordenó, señalando hacia la casa—. Prepárame el baño y un buen café caliente, tengo algo que hacer aquí.
   No repliqué. Caminé hacia atrás con lentitud, arrastrando los pies por la tierra seca que me rodeaba, sin despegar la vista de un bolsillo en el que trasteaba con decisión. Sacó un mechero.
   —¡John! —le grité alarmada.
   —¡Que entres en casa te he dicho!
   Corrí hasta la cocina y me asomé de nuevo por la ventana. Temblando. Me tapé la boca y cabeceé incrédula cuando lo vi salir del cobertizo detrás de los animales, palmeándolos para alejarlos de él.
   —¡Ya podéis correr, bichos del demonio, si no queréis acabar quemados como en el maldito infierno!
   Me agité, temiéndome lo peor. Sabía de sobra que podía hacerlo, que sería capaz de cumplir su amenaza más repetida: «¡El día que se me inflen las narices, le pegaré fuego a tu asquerosa granja, boba, más que boba!».
   Y la cumplió. Roció los rincones con carburante y encendió el mechero que sujetaba con su mano izquierda. En pocos minutos, todo prendió. Todo. Incluyendo el sótano cuya trampilla de madera no sirvió de cortafuegos para evitar que mis papeles, mis notas, mis sueños ardieran hasta quedar reducidos a negras cenizas. La máquina de escribir de mi amado padre… también. Me arrodillé en la cocina y rompí a llorar en silencio mientras él vociferaba como un poseso, alejando a los vecinos de un asunto que solo le concernía a él.
   Se emborrachó para celebrarlo y, para demostrar su hombría, me poseyó como una bestia sobre el suelo del salón mientras me preguntaba con acritud quién se escondía en el cobertizo cuando él marchaba a trabajar; riéndose, con la mandíbula desencajada, al advertirme que ya no había lugar donde escondernos, donde ponernos a salvo de él. A mí se me secaron las lágrimas al tomar conciencia de los años de vida futura que a su lado me esperaban. Y entonces recordé las palabras de Louise, las que había pronunciado con ferviente efusividad para referirse a la historia que yo había inventado y que tanto tiempo me había llevado escribir: «Tu mente es prodigiosa, Cora, jamás había leído una novela negra con un crimen tan perfecto. Es colosal.»
   «Un crimen perfecto».
   «Un crimen perfecto».
   ¿Y si lo llevaba a la realidad?

   Meses más tarde, me despojé para siempre de la ropa negra que había llevado en señal de luto y continué simulando ser una viuda abatida y desconsolada, como si no hubiera hecho nada; con la inocencia pintada en el rostro y la culpabilidad a buen recaudo en mi conciencia, como un secreto inconfesable. Fue entonces cuando retomé los papeles y mis anotaciones mentales y reescribí a mano el final quemado en el cobertizo, para rematar la novela que días más tarde le entregué a Louise con una amplia sonrisa en mi rostro y el corazón bailando de felicidad. «A mi jefe le ha encantado», me dijo después. El sueño de ver publicada mi historia por fin se haría realidad. Me sentí libre. Como si volara. Dispuesta a conquistar un mundo nuevo tras haber saltado los muros que me sitiaban la vida.
   El día 9 de mayo, señalado en rojo en mi calendario, corrí a por la prensa sin ni siquiera desayunar. La primera entrega de mi novela saldría impresa en el suplemento dominical, como justo premio por lo que había escrito con tanto esfuerzo y dedicación. Pasé las páginas a toda velocidad, varada a unos cuantos metros de la gasolinera en la que había adquirido un ejemplar. Leí el título de mi obra con emoción. Y acto seguido me quedé estupefacta al ver lo que figuraba escrito una sola línea más abajo: «Por Louise Miller».
   —¡¡Maldita hija de p…!! —exclamé a viva voz—. ¡¿Cómo se atreve a apropiarse de una historia que he escrito yo?!
   —¡Chsssss…! Conviene que cierres la boca, Cora —susurró ella, a mi espalda—. Tu ficticio crimen perfecto se hizo real. Y ahora, todo el mundo lo verá. Yo tengo una coartada, pero tú… Si revelas ser la autora de esta historia —me advirtió, esbozando una sonrisa cínica—, te delatarás.
 © Pilar Muñoz Álamo - 2018


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20 mar 2018

RELATO: «LA ÚLTIMA ESCENA»

  
   Lo conocí hace algo más de tres años y no fue, precisamente, en el lugar más romántico del mundo. Pero era el mío. Mi mundo. O al menos, el que yo habitaba cada tarde desde el día en que decidí ponerme la tristeza por montera para pasearla por lugares ajenos a mi propio hogar, a ver si así le daba el aire y mutaba esa tez agria que me estaba haciendo la vida imposible; primero, por la maldita sensación de soledad que el nido vacío provoca, y segundo, por una viudedad prematura que me dejó el eco de mi propia voz por compañera, hora tras hora, día tras día, a la espera de las visitas fugaces que a mis hijos quisiera concederles su estrés.

   Cuando me hablaron de aquel lugar de ocio para la «tercera edad», el estómago me dio un vuelco. Perdí la mirada para evocar su fachada, que tantas veces había recorrido ágil como una pluma camino al colegio, a la compra, al centro de salud situado a escasos metros. Apenas me daba tiempo a mirar por sus ventanas para alcanzar a ver manos temblorosas en partidas de dominó; o para escuchar a través de ellas la música que servía de fondo a las clases de gimnasia o el parloteo de las mujeres que, entradas en años, mostraban con orgullo las fotos de quienes —apuesto— debían de ser sus nietos. Nunca pensé que me llegaría el momento. Como si la vejez me estuviera vedada. Como si la vida hubiera apartado los ojos para hacer una excepción conmigo.

   A pesar de todo, acepté. Los días en casa pasaban en exceso lentos, las horas eran demasiado largas y mis actividades rutinarias no alcanzaban a cubrirlas todas como para no sentir la soledad y el hastío como losas pesadas de soportar. Así es que hice acopio de realidad y acabé incluyendo en mi cartera aquel carné que me permitía apuntarme a clases de maquillaje, costura o inglés básico —por si el milagro de conocer Londres aún era posible—, a la biblioteca, hasta a cursos de redes sociales para mantener contacto con quienes estaban lejos, impedidos por una distancia que a nuestra edad se había vuelto especialmente inquebrantable. En mi carné no figuraba Carlos, la persona de la que he comenzado hablando; aunque para mí resultó ser la «opción estrella», destinada sin saberlo a darle esplendor a mi vida.

   Mi amistad con Carlos fue ganando intimidad sin apenas darnos cuenta. Su rostro emanaba dulzura a pesar de sus marcadas facciones surcadas de arrugas. Me hacía nadar en sus ojos claros cuando me hablaba, con su mirada limpia y calmada, al tiempo que me imbuía de su conversación literaria, cuajada de libros. Para mi regocijo, mi pasión por la lectura —mermada por las cataratas— fue a darse de bruces con aquel pozo literario investido de profesor de lengua al que empecé a admirar. Nuestros cafés disfrutaban de charlas interminables, nos acogían rincones cómplices de palabras dulces, de tímidos roces de adolescentes, y en cada paseo los árboles celebraban nuestra complicidad con un aplauso de hojas derramadas sobre nosotros. Ni un solo día dejamos de vernos durante tres años, con la excepción de las semanas de gripe y algunos otros copados por alguna obligación mayor. Hasta sufrir aquel maldito accidente, una caída tonta al trastabillar en un peldaño de la escalera. Me di en la rodilla un golpe descomunal y me rompí la cadera.  Tuvieron que operarme. Y aquello no habría tenido mayor relevancia si no fuera porque no me dejaron bien. El éxito de la rehabilitación se redujo a la mitad en un tiempo doble y la silla de ruedas, que venía utilizando hasta entonces, exigió un papel protagonista pasando a ser considerada tan compañera en casa como mi voz. Hablarle de tú a la vejez me producía un cierto espasmo; pero acusar la directa mirada de la dependencia me terminaba de congelar.

   Mis hijos decidieron turnarse. A tempranas horas de la mañana venían a casa y me ayudaban a levantarme antes de irse a trabajar, después de asearme a cuatro manos con más pena que dignidad. Lo demás intentaba hacerlo sola, pero sortear barreras me costaba un mundo; lo más insignificante podía llevarme horas y un despliegue inmenso de habilidad. La mayoría de las tardes contaba con Carlos. Unas veces, desarrollaba en casa sus actividades de ocio; otras tantas, empujaba la silla como un mocetón fornido hasta llegar al parque o a cualquier otro lugar donde poder quemar el tiempo de la forma más amena posible.

   No vino sin embargo un martes en que mis hijos se presentaron en casa para tomar café, tras un anuncio hecho oficial. Me encontraron arrebujada en la silla, al calor del brasero, y en la tele una película que me encantaba rememorar.

   —¿Qué estás viendo? —me preguntó mi hija al entrar.
   —¿No te acuerdas? —le respondí, bañada en nostalgia.

   Olga miró a la pantalla de manera nerviosa, sin dejar de parlotear. Mi hijo Luis, en silencio y sin preámbulos, sacó unos dulces, los puso sobre la mesa y se prestó a hacer el café. Una vez servido, Olga carraspeó. Varias veces. Mirando a Luis. Yo, a pesar del desconcierto que me producía la situación, devolví la vista a la tele para no perderme el final.

   —¿Dirty dancing? —preguntó mi hijo.

   Asentí mientras notaba que Olga clavaba su mirada en mí.

   —Mamá…
   —Espera, espera —la interrumpí emocionada—, si ya se va a acabar. Mira, ahora es cuando llega Patrick Swayze y le dice a ella eso de…
   —Mamá…
   —…eso de «no permitiré que nadie te arrincone». —Emulé la contundencia con la que lo decía—. ¿Te acuerdas de lo que nos emocionamos cuando lo escuchamos por primera vez? Recuerdo ese día perfectamente, tú estabas…
   —¡Mamá! —exclamó mi hija, alzando la voz—. Deja la película, por favor, esto es importante. 

   Suavizó el tono, pero mi crispamiento permaneció intacto. Ignoré la escena, cerré la boca y esperé a que hablara, con una expectación enorme. Había algo en sus ojos que no me gustaba, me estaban produciendo angustia. Después de muchas divagaciones y palabras sin sentido, por fin lo soltó.

   —Mamá, esta situación resulta insostenible. Yo trabajo y Luis también. No sabemos cuánto tiempo tardarás en poder valerte sola. Y están los niños, sus actividades, sus necesidades, que tú ya sabes por experiencia que son muchas. Mi marido, su mujer… No podemos abarcar a todo, pero no queremos abandonarte…

   Me retorcí las manos en el regazo, una contra otra.

   —¿Qué intentas decirme, Olga? —Ella miró a Luis, en una clara petición de ayuda.
   —Mamá —continuó él—, necesitas que te atiendan más horas al día. Le hemos estado dando vueltas a la idea de contratar a alguien que pueda cuidarte, pero tu pensión…, ya sabes, es la justa, y tampoco tienes dinero ahorrado para poder cubrir ahora esta necesidad.

   Tragué saliva y noté el sabor salado de una lágrima incipiente. Lo que decía era verdad. Mi pensión de viudedad era la mínima que podía quedarme por el trabajo autónomo de un marido taxista. Yo no generaba ingresos propios, no había cotizado, quise dedicarme a mis hijos en cuerpo y alma, renunciando, por y para ellos, a una vida laboral. Y nuestros ahorros se habían esfumado en costear sus estudios y en regalarles la entrada que les exigía la inmobiliaria para poder comprar las casas en las que vivían con tanta comodidad.

   —Nosotros tenemos muchos gastos —siguió diciendo Olga—: la universidad de Blanca, el colegio mayor, las clases de piano, el carné de conducir… Y otras deudas por pagar, como el coche, la hipoteca...

  «...Y el apartamento de la playa al que le has echado el ojo», no pude evitar pensar.

   —Luis está igual.

   Mi hijo era médico y mi hija, abogada. Con tan buenos sueldos como sus parejas. Con un nivel intelectual tan alto como ganas de vivir la buena vida. Los dos.

   Olga apuró el café ya frío y cogió aire.

   —Mi hermano y yo creemos que lo mejor sería vender el piso. Nos vendría bien a todos esa ayuda... ¡Sobre todo a ti, mamá, eso resolvería el problema! —se apresuró a decir, para evitar la desvergüenza.


   Agaché la cabeza para que no apreciaran el brillo en mis ojos, mi dignidad de madre no me permitía exhibir el dolor. Mercadeaban con lo único que tenía. La herencia de su padre los estaba esperando y mi desgracia les había brindado la excusa ideal.

   —¿Y dónde se supone que voy a vivir? —pregunté con entereza. Ambos se miraron y el calor se apoderó de sus mejillas—. Espera, no me lo digas. Creo que ya lo sé.

   Hice amago de empujar mi silla y salir de allí, no podía soportar más. Mi hija dejó caer la mano sobre mi brazo, en un intento de detenerme.

   —Iremos a la residencia a verte siempre que podamos, mamá, te lo prometo…

   No sé si había congoja o no en su voz, pero aunque así fuera, no hubiera servido para consolarme. La decisión, interesada y drástica, ya estaba tomada. Por ellos. Solo por ellos. No se dignaron a preguntarme, en ningún momento, lo que pensaba yo, ni tuvieron en cuenta mis sentimientos. Yo estaba inválida, pero no muerta. Ni tan siquiera senil.

   Cuando se hubieron marchado, miré a mi alrededor con el pecho oprimido. Me apenaba sobremanera lo que estaría obligada a sacrificar: mi hogar, mis recuerdos impresos en cada palmo, en cada objeto, en cada rincón… Me arrebatarían el latido del pasado que me regalaba a diario la amable sensación de no haberlo perdido todo. Y me separarían de él. De Carlos. El hombre que había pintado mi corazón de rosa y llenado mi vida con letras de enorme significado.

   Lloramos. Mi amor y yo. Lloramos en silencio, sentados en un parque, con mi cabeza sobre su hombro. Con un sol tibio que aspiraba a amortiguar el frío que sentía por dentro. Carlos me acarició el rostro en un derroche de ternura y me acurrucó en sus brazos. Entonces comenzó a mecerme, como si iniciara un baile al compás de una melodía imaginada, un baile suave, como el de las hojas arremolinándose al caer.

   Semanas más tarde llegué a una residencia a las afueras de la ciudad. Con un par de maletas y una caja pequeña repleta de fotografías. Nada más. Después de echar unas cuantas firmas y acomodarlo todo en mi habitación, mis hijos me invitaron a tomar asiento juntos en la sala de estar, ofreciéndome su compañía antes del adiós. Una mesa baja, tres sillones; Olga a un lado y Luis al otro. En medio, yo, sin poder hablar; la garganta se me había cerrado. Más aún al ver la película que proyectaban de nuevo en televisión. She’s like de wind; así me dijo mi nieta que se llamaba la canción de Dirty Dancing con la se despiden los protagonistas. Y esa fue la que comenzó a sonar.

   Mis lágrimas brotaron imparables, no podía despegar la vista de la pantalla. Todo se me vino encima, el mundo se desmoronó sobre mi cabeza. Con el deseo de ver un final feliz, aunque fuera ficticio, esperé a que Patrick Swayze entrara en escena para rescatar a su amor. Pero no fue él, sino Carlos. Fue Carlos quien abrió la puerta de aquella sala y permaneció varado unos segundos bajo el dintel, buscándome con la mirada hasta encontrar mis pupilas. Entonces avanzó hacia mí con su traje oscuro, los ojos claros, el cabello gris. Con porte firme, como digno protagonista de nuestra última escena, me tendió su mano. Y ante la mirada atónita de Luis y Olga dejó escapar una grave aunque afectada voz:

   —No permitiré que tus hijos te arrinconen... ¿Te quieres casar conmigo?

© Pilar Muñoz Álamo - 2018



***
   Este relato fue escrito, expresamente, para su publicación en el número de febrero/2018 de la revista «Pasar Página», a cuya directora, Mercedes Gallego, y editora, Almudena Gutiérrez, agradezco su invitación de colaborar en ella.

   Os animo a visitar el blog de la revista en el que podéis encontrar los enlaces de los números publicados hasta el momento y demás contenido que sé, con seguridad, que os va a interesar.  
No os la perdáis.




14 feb 2018

MICRORRELATO DE SAN VALENTÍN: «UNA CANCIÓN DE AMOR»


«Recuerdo las notas de una canción, flotando a nuestro alrededor. Cómplices de un baile cuerpo a cuerpo en la oscuridad de la noche. Mi pecho en el tuyo. Tu rostro en el mío. Las piernas entrelazadas, moviéndose a un mismo compás. Mi mano en tu nuca y tus brazos en mi cintura, cercándola, apresándola para que yo no pudiera escapar de tu pregunta vertida en mi oído, en un susurro perdido entre la brisa y el canto de algún grillo despistado, que no supo que debía cambiar su agudo batir de alas por un redoble de tambores ante una escena tan esperada. Tan deseada.

Hay comienzos que se resisten a tener final. Que se prolongan en el tiempo como si fueran inmunes, acaso inmortales por los sentimientos que los revisten, que lejos de desprenderse como las hojas de otoño se adentran en nosotros hasta convertirse en savia pura. Amor y lágrimas, besos y abrazos, miradas perdidas y reencontradas, disputas que cesan con bocas hambrientas, gestos mudos que turban o quizá estremecen, corazones que se buscan de manera irrefrenable, pieles que acallan tumultos cuando se rozan... Emociones profundas que pesan, que ensanchan el alma, que vidrian los ojos ante horizontes nublados. Que siguen pugnando por que persista la luz. Y si ha de hacerse la noche, que nos venga envuelta en las mismas notas de aquella canción que lo nuestro vio nacer. Que lo ve crecer.

Pero que no lo verá morir.»

©Pilar Muñoz - 2018


24 nov 2017

RELATO: «BROTES Y ESPINAS».

Acuarela de Steve Hanks


   No sé cómo decirte esto. No encuentro las palabras. Intento elegir aquellas que carezcan de aristas con las que pueda dañarte, pero no las hay cuando de rupturas se habla. El sentimiento que las reviste hiere en lo más profundo, a pesar de ese amor residual que aún nos queda en el fondo del alma.
   Ayer volví a soñar con ella, como tantas otras noches desde que la conocí; tal vez por haber estado negándola hasta la saciedad, por haber querido desterrar de mi mente la nebulosa en la que se ha instalado acompañándome a perpetuidad, en cada minuto y en cada lugar, mientras buscaba para todo esto un nombre que me salvara de una quema que nos abocaría a ti y a mí a la perdición, al distanciamiento, al recelo que sentirás hacia mí al hacerte esta confesión. Admiración, compañerismo, amistad, adulación... Nombres que he deseado, con todas mis fuerzas, que dieran cuerpo a esto que siento y que me arrastra en contra de mi voluntad; nombres que he deseado, de manera agónica, que acabaran de una vez por todas con el desconcierto que me tiene robado el seso desde hace tiempo. Pero no puedo mentirme más. Hay brotes con savia nueva en el envés de mi corazón, en esa parte desconocida a la que nunca se me ocurrió escuchar y cuya voz me empapa ahora como una lluvia fina, cálida y constante. Tan deliciosamente agradable como jamás pude imaginar.
   Tengo un nudo emocionado en la garganta tomando de la mano al dolor. Y no sé cómo tragarlo, ni cómo hacértelo tragar a ti para evitar que como espinas se te clave dentro. Es el amor el que ordena mis actos. No es lujuria, engaño ni perversión. Es el amor transferido de ti hacia ella, escapado de forma insurgente y descontrolada, como un pájaro que hubiera aprendido a volar y decidiera, por sí mismo, el lugar en el que quiere estar. En el que debe habitar.
   Me he enamorado de ella, anoche lo supe al fin. Anoche, cuando volví a soñarla; cuando pude tocarla por primera vez bajo la protección de Morfeo y mi corazón se vistió de rojo, con pasión inusitada. Sí, ya sé lo que estás pensando, te conozco demasiado bien. Tu perplejidad de esposo se habrá instalado en tu rostro; también lo estuvo en el mío. Pero ya la desterré. Nunca había encajado piezas iguales en un puzle de carne y piel, pero el deseo y el amor las une de igual manera. Ahora lo sé. Construí con ella un paisaje doblemente ondulado, sellado a besos, del que no quise escapar. Suave. Delicado. Febril. Por el que escalamos sin prisa como exploradoras intrépidas, conocedoras de nuestros deseos por instinto propio. Y me dejé abrazar... Y acariciar... Por sus labios de terciopelo, por sus manos gráciles, por su cuerpo delicado, esponjoso como algodón.
   Hoy la he visto y me ha mirado. Y ha debido de leer mis pupilas, porque las suyas han chispeado. Le he devuelto una sonrisa y hemos caminado haciendo sonar los tacones, con la fuerza que la felicidad imprime. No hemos hablado. Pero nuestros ademanes se han hecho promesas de amor,  como dos amantes que se reconocen ajenos al tiempo, a las circunstancias, a los compromisos previos, sin que importe cuáles son.
   No puedo mirar a otro lado, tampoco hacia atrás. Por favor, perdóname.
   Siempre te he amado, tenlo por seguro.
   Y ten por seguro que siempre te querré.

©Pilar Muñoz - 2017


17 nov 2017

RELATO: «QUIERO OTRA OPORTUNIDAD».

(Pintura de Ennio Montariello)

   Acudí a mi cita ginecológica como tantas otras veces lo había hecho. Sola. Nunca había sido aprensiva ni tampoco hipocondríaca, al contrario, confiaba en una especie de barrera imperceptible que me brindaba una protección absoluta ante las enfermedades mundanas que otros muchos padecían y que estaba segura de que no me alcanzarían jamás. Solía analizar el rostro de cuantas esperaban ser llamadas por la enfermera de turno, buscando ademanes dolorosos, muecas de preocupación. Intentaba recrear sus historias personales a partir de una palabra, un comentario o el monólogo extraído de una conversación telefónica a medio volumen. Yo parecía estar allí de paso. Diez minutos de consulta y hasta el año siguiente.
   Cuando entré en el consultorio, la doctora me saludó cordial, centró la vista en la pantalla de su ordenador y abrió un par de sobres que contenían los resultados de las pruebas efectuadas dos semanas antes, una citología y una incómoda mamografía, y leyó con pausa el informe escrito que acompañaba a ambas. Me entretuve en mirar los cuadros de las paredes, las fotografías familiares de su escritorio y algunos artilugios dispares a la espera de que ella retomara la conversación.
   —Lidia, pase al fondo y descúbrase de cintura para arriba. Voy a reconocerla.
   Aquella alteración inusual en el orden de las cosas me extrañó. El reconocimiento de las mamas siempre era previo a la recogida de resultados, aunque recordaba que no lo había hecho en aquella última ocasión. Sin decir nada me desnudé y me recosté en la camilla elevando los brazos; ya conocía de sobra la rutina postural.
   La doctora comenzó a palpar mis senos con mayor detenimiento de lo habitual, centrándose especialmente en la zona axilar derecha. Su cara de circunstancia y su mirada perdida mientras insistía en ahondar sus dedos hasta hacerme daño comenzaron a preocuparme.
   —Ya puede vestirse —dijo—. Veo conveniente que le hagan una ecografía mamaria. Vaya con este informe a radiología y espere. Veré si puedo conseguir que se la hagan a lo largo de la mañana.
   —¿Es urgente? —me atreví a preguntar. Ella asintió con la cabeza—. ¿Qué ha visto?
   —Esperemos al informe del radiólogo —espetó con seriedad.
   Salí de la consulta casi sonámbula, con un incipiente cúmulo de contradicciones rondándome la cabeza. «La mamografía debe de ser confusa» —pensé—, «la opresión de las planchas me hacía tanto daño que seguro que debí de moverme sin darme cuenta. Pero, ¿y si han visto algo?».
   Mientras esperaba con paciencia a que gritaran mi nombre, cogí el teléfono para llamar a la oficina y avisar de que llegaría más tarde de lo previsto, o tal vez que no regresaría. Después miré mi agenda, jugué con un bolígrafo viejo que encontré en el bolso, releí los mensajes de móvil de los últimos meses y paseé de arriba abajo por el pasillo del hospital. Cuando entré y aquel doctor comenzó a deslizar el frío artilugio por mi pecho, no desvié la mirada de su inexpresivo rostro ni un solo segundo, deseando hallar un ápice de esperanza reflejado en él. Apenas se molestó en ofrecerme una mínima explicación. Pensé que el hastío de un monótono trabajo había mermado gran parte de su sensibilidad, o quizá fuera que prefería dejar las malas noticias en manos de otros.
   Volví a la consulta de mi ginecóloga y esperé sus instrucciones sobre marcharme o quedarme y escuchar que todo estaba bien, una vez despejadas las dudas iniciales. Pero su leve carraspeo para aclarar lo que de ningún modo estaba obstruido hizo que me reclinara hacia adelante, intentando sacar pecho para afrontar la situación.
   —Tenemos un pequeño problema —anunció al fin—. Los resultados muestran una pequeña masa informe…
   A partir de ahí dejé de escuchar, como si en mi mente se hubiera producido un cortocircuito de seguridad. Selectivamente atendí a ciertas directrices que debía cumplir a partir de ese momento, colándose por las rendijas ciertos términos como biopsia, tumoral o maligno. Ni siquiera sé si albergó dudas sobre una posible benignidad. No la oí.
   Abandoné aquella sala con una tarjeta en la mano en la que tenía anotada mi próxima cita. En la Unidad de Mama del Hospital Universitario. Área quirúrgica. Cirugía externa. La mantuve en mi mano leyendo y releyendo una y otra vez mi nombre y mis apellidos junto a aquel destino que los acompañaba de forma sobrecogedora. No me puse el abrigo, ni fui capaz de colgarme el bolso, ni de sacar mis gafas de sol. Salí a la calle y anduve sin controlar el tiempo ni el lugar de destino, dedicada, en exclusividad, a observar cada rincón del mundo que tenía a mi alrededor y que ahora me parecía no haber visto antes en su totalidad. Una desesperada incredulidad me hizo renegar de que todo aquello fuera verdad, aunque algo en mi fuero interno me hacía sentir que acababa de llegar lo que, inconscientemente, siempre había esperado. ¡Cuántas veces me hice a mí misma la absurda pregunta de por qué tenía tan sumamente corta aquella línea de la mano, la que muchos quirománticos de férreas creencias achacaban a la vida!
   Un autobús de línea escolar pasó por mi lado haciéndome reaccionar y un brote de ansiedad me atravesó de lleno cuando vi sus caras pequeñas pegadas en el cristal. Mis hijos. Fue justo en aquel instante cuando comencé a ser de verdad consciente de lo que aquello podía significar. Entonces arranqué a llorar de manera absurdamente descontrolada. Alguien pasó por mi lado y me preguntó si necesitaba ayuda. La miré con los ojos empañados y estuve tentada de hablarle de mí, pero me contuve, le agradecí el gesto y analicé con detenimiento a quién confiaría mis peores temores ante lo que aún no habíamos confirmado. Pero no encontré a nadie. Mis hermanos ya tenían demasiados problemas que afrontar como para aventurarles un diagnóstico anticipado. Mis padres eran demasiado mayores para darme aliento sin desfallecer primero. Mis hijos eran excesivamente pequeños, provocaría en ellos el temor irracional a verse solos. Quedaba mi marido, mi fiel compañero durante veinte años; sin embargo, estaba tan acostumbrada a verme independiente, a resolver sola mis propios problemas que pensé que este sería uno más. Supongo que en el fondo tenía miedo a que pudiera trivializar la situación de tal modo que me hiciera sentir débil, vulnerable, incapaz de controlar mis sentimientos desbordados inútilmente. Llegué a dudar, en un ataque de confusión, si en verdad le importaría que mi salud se viera afectada de semejante forma.
   Ni familia, ni amistades, ni compañeros. Opté por callar y ahogar el problema, como siempre; resolverlo sola disimulando mis altibajos emocionales, como siempre; engullirlo todo bajo la desesperanza, la tristeza, la apatía, la resignación; como siempre. Una conducta continuada en favor de los demás dejando mi cuerpo, mi mente y mi equilibrio emocional en manos de un destino que no me había sabido ayudar y al que tampoco yo había sabido pedir ayuda. Erróneamente.
   Llegué a casa y mi única meta fue cumplir, lo mejor posible, con mi rutina habitual hasta el día en que debiera hacerme aquella punción. Un nudo se apoderaba de mi garganta cada vez que miraba a mis hijos. ¡Cómo podrían perdonarme el hecho de abandonarlos! Habían sido muchas las ocasiones en que les había prometido que esperaría para marcharme a que se hicieran adultos, a que no me necesitasen. No los podía defraudar. Pero me sentía indefensa ante la situación. Cualquier comentario por su parte que incluyera una planificación del tiempo me ahogaba por dentro. «¿Dónde iremos de vacaciones este año? ¿Me ayudarás cuando vaya al instituto? ¿Qué me regalarás por mi cumpleaños?». Me senté en la terraza intentando desviar mi atención sobre una sarta de pensamientos negativos que no paraba de rumiar en mi interior. Multitud de pequeños hábitos se harían añicos si yo no conseguía detener aquello. Yo llevaba a mis hijos al colegio, les compraba su ropa favorita, estaba pendiente del material escolar, de hablar con sus profesores, de estudiar con ellos, de aconsejarlos. Llevaba las riendas de mi casa, como cualquier otra mujer, velaba por la maltrecha economía y compaginaba mis obligaciones caseras con un trabajo cuyo sueldo disminuiría considerablemente en detrimento de su calidad de vida. Muchas cosas se perderían, y entre ellas yo, aunque una vez más, como de costumbre, volvía a pensar en las repercusiones negativas que mi marcha tendría sobre los demás, pero no sobre mí misma. Entonces adquirí conciencia de cuántas cosas me perdería yo.
   Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el sol me acariciara el rostro. El calor me abrazó y el aire meció mi pelo con suavidad. Me sentí viva. Observé el cielo azul salpicado de nubes blancas y disfruté de una estampa que me resultó preciosa, aunque siempre había estado ahí. Fui consciente, de repente, de muchos pequeños detalles que me había brindado la vida y que yo había menospreciado en un alarde materialista inculcado socialmente, y del acervo de menudencias intrascendentes a las que había dado una importancia superlativa sin merecerlo. Lamentos, una colección de lamentos por todo lo que no tuve no me permitió apreciar cuán afortunada podría haber sido hasta el momento. Y ahora lo sabía. Ahora que podía perderlo, supe que siempre estuvo al alcance de mi mano sin que la venda de mis ojos me permitiera tocarlo. ¡Qué forma más imbécil de perder el tiempo!
   A duras penas conseguí llegar hasta la fecha de la biopsia. Los dos últimos días había permanecido especialmente irascible. La incertidumbre de lo que pudiera pasar era una losa más pesada de soportar que el diagnóstico negativo en sí. Al menos eso me permitiría tomar cartas en el asunto, coger el toro por los cuernos y avanzar con valentía. Pero esa espera paciente de los acontecimientos me estaba matando, nunca había pasado por estados de ánimo tan dispares en tan poco tiempo. De la incredulidad a la negación. De la negación al miedo. Del miedo a la desesperanza. De la desesperanza a la indefensión. De la indefensión a la tristeza. Y de la tristeza a la ofuscación por no haber sabido vivir la vida, mi vida, por haber optado por centrar mi preocupación en la grasa de mis caderas y de mis muslos cuando aquello distaba mucho de ser una enfermedad, por no haber podido viajar en primera clase cuando una excursión en bici campo a través bien podría haber sido una experiencia de lo más reconfortante, por no tener una televisión de gran tamaño cuando una distendida charla con buenos amigos enriquecen más el alma. Decidí con firmeza que jamás volvería a ser así.
   Me levanté aquella mañana fingiendo que iba a trabajar. Dejé a mis hijos a las puertas del colegio después de haberme despedido de mi marido con un beso en los labios que me supo especialmente dulce y me personé a las puertas de los quirófanos con media hora de antelación. Todos los allí presentes estaban acompañados, menos yo, pero no busqué culpables ajenos en esa ocasión. La consciente decisión de aislarme había sido mía y sólo mía; incomprensiblemente o no, había sido yo quién había decidido vivir la experiencia en soledad. En un par de horas estaba de vuelta en casa. Regresé en un taxi y me acosté no sin antes haber dejado una nota diciendo que me encontraba mal por un vulgar enfriamiento invernal. Una simple excusa para poder mantener el reposo absoluto de veinticuatro horas prescrito por el médico.
   Tardé tres días en levantarme y necesité unos cuantos más para insuflarme un aliento positivo que me ayudara a darme cuenta de que aún estaba aquí, de que había mucho por hacer y poco tiempo que perder. Una de las consignas morales que acostumbraba a dar a mis hijos afloró a mi mente como un resorte: «Puedes conseguir todo lo que te propongas, sólo tienes que quererlo firmemente». En aquel momento decidí vivir, tirar por la borda las banalidades, las cuestiones superfluas que nos limitan actitudinal y materialmente y replantear mi vida para poder vivir. Así de simple.
   Volví a la consulta de mi ginecóloga sintiéndome otra persona. Aterrada, pero con la divina sensación de observar la escena desde un lugar ajeno a mí misma. Intocable, invulnerable, fuerte. La doctora me brindó una sonrisa plácida y reconfortante, incluso se permitió abrazarme.
   —Es benigno —anunció.
   Suspiré, la miré y le devolví una sonrisa franca. Mi pobre interpretación de la quiromancia me había gastado una broma pesada; miré mi línea de la vida en la mano equivocada. Aun así, ya no volvería a ser como antes. A pesar de todo y de todos.
©Pilar Muñoz - 2011
(Relato incluido en el libro «Ellas También Viven. Relatos de Mujer - Ed. Círculo Rojo) 

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