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2 abr 2019

MICRORRELATO: «AMOR O DESAMOR».

   Todavía no sé si nos quisimos lo suficiente. Si el amor nos duró o fuimos nosotros los que apartamos la vista para preñarla de rosa y seguir viviendo como si fuéramos uno. Si nos dio miedo enfrentar nuestras miradas buscándonos en esa verdad que tanto duele. O fue su profundidad la culpable, la de ese amor pleno que hasta la pasión mata en un derroche de seguridad, de ignorancia mal aplicada, de momentos vividos de espaldas porque ya no había necesidad alguna de conquistar nada.

   Ahora me cuentas tus sueños que yo ignoraba, mientras yo regurgito los míos que un día tras otro me tragué sin darme cuenta. Me pregunto por qué callamos. «Lo hice por ti», será tu respuesta, clavada a la mía. Y ya ves... En ese mundo construido con senderos paralelos se nos esfumaron todos, sin vivirlos, sin disfrutarlos, sin compartirlos. En nombre de un querer amordazado. De un sacrificio absurdo que ha terminado devorando un tiempo en el que está prohibido ir marcha atrás.

   La impotencia me araña el estómago y la pena, la garganta. Quiero revertir un adiós musitado entre dientes. A una vida que es la nuestra, la que pintamos de rosa o, tal vez, siempre lo fue. A una vida que es la mía y que siento que se desliza bajo mis piernas. A una definición de amor que me resisto a creer que fuera errónea, porque la llevo inscrita, desde hace años, en pleno centro del corazón. Tal vez sea yo, que me siento perdida en mitad de la nada. Dudosa, inquieta, asustada... Aunque escuchando el eco de una voz lejana que me recuerda mi deseo interno de volver a casa.
© Pilar Muñoz Álamo - 2019
(Imagen: Pixabay.com) 

22 nov 2018

RELATO: «HOJAS PARA EL RECUERDO»


   En este banco del parque me declaraste tu amor, en una noche preñada de luna llena, ¿te acuerdas? Yo era una jovenzuela loca y tú un donjuán de tres al cuarto, descarado y guapetón, pretendido por las mozuelas de mi escuela y de mi calle a espaldas de sus papás, porque labia te sobraba, pero te faltaban los billetes con los que conquistar sus corazones ignorantes de emoción. Yo rehuía tu presencia por esa pose altanera y tu falta de humildad, creyente de que tu cara bonita sería un pasaje hacia una felicidad soñada junto a una dama y señorita como yo. Qué ilusa fui. No supe que al no mirarte me convertiría en un reto, en una meta por conquistar. Que plantarías tu bandera en mitad de mi corazón tras conquistarlo como Neil Armstrong la luna. Sin podérmela arrancar en los once lustros que vivimos juntos. Ni siquiera cuando me dijiste adiós.

   Caen las hojas de los árboles y me acarician las piernas, con el mismo roce suave con el que tus manos se aventuraban en esa época de juventud. Los ojos encendidos, la boca prieta. Y el ansia por poseerme cristalizando en tu piel. Qué sofocos me subían. Me palpitaba el pecho, aunque no te lo confesara; no podía permitir que antes de nuestras nupcias mancillaras mi virtud, que me pusieras en boca de las demás. Y ahora río y descubro que fui tonta. Por acallar un instinto placentero vetado sin argumentos por aquella sociedad; por ignorar esa naturaleza animal que Dios nos dio para algo más que para procrear.

   Ahora tengo un pretendiente, a mis ochenta, mira tú. Me tiemblan las manos cuando lo veo, pero no puedo asegurar que las mueva la emoción y no la edad. Me toco el pecho y mi corazón no baila al pronunciar su nombre, aunque me reconforta su compañía. ¿Acaso será por la soledad?

   Dudo si quedé privada de sentimientos, si estos cayeron al suelo dejándome las entrañas huecas como un árbol muerto, sin brotes nuevos, sin savia alguna que los haga florecer. Si te los llevaste tú a ese lugar sin nombre en el que me esperas.

   Dudo si consentirle a este nuevo hombre que me dé su amor. Si guardar tu ausencia, según me educaron. Si dejarás de quererme por considerarlo traición.

   Dudo si volver a sentarme en este banco, porque los recuerdos me matan. O dejar para siempre que las hojas me acaricien. Como si fueras tú. 
© Pilar Muñoz Álamo - 2018

16 sept 2018

RELATO: «EL AMOR NUNCA OLVIDA»


«Tu hermana Linda está viva».

   Al principio no supe si reír o llorar como una mujer cuando escuché sus palabras. Sí, como una mujer. Porque un hombre hecho a la guerra no podía permitirse una flaqueza tal, esa fue la creencia en la que me educaron desde que una bomba partiera nuestra casa en dos y asolara nuestras vidas sin posibilidad alguna de reconstrucción; como los jarrones de mamá que Linda y yo rompíamos con estrépito en nuestros juegos de niños y que ella se empeñaba en recomponer sin éxito. Pero acabé llorando, al final. Con la emoción desbordada por nuestros padres muertos, por la separación sufrida, por nuestros lazos rotos a causa de un fanatismo que llevó a la ruina a todos los átomos de nuestra existencia..., por habernos arrebatado la felicidad de cuajo, como quien arranca flores sin compasión. Y lloré por mis años de búsqueda infructuosa, en los que llegué a maldecir a quienes afirman con rotundidad que para alcanzar los sueños solo hay que perseguirlos sin desfallecer. Ahora pienso que tal vez tenían razón. Y me concedo una sonrisa envuelta en nervios que tiembla sobre mis labios al bajar del tren.

   Cargo una vieja maleta en la mano y una nota en el bolsillo con una dirección escrita que ya no conozco. No figura el número de la casa, tan solo una calle. Impacta sentir la misma esencia en un pueblo cuya fisonomía ha cambiado tanto. Tal vez sea que quedó sepultada bajo los escombros y ha renacido al desempolvar las calles, las plazas, los pequeños rincones destrozados que ya han cobrado color de nuevo. Me emociona escuchar el murmullo de la vida cotidiana mientras camino, apacigua el sonido de las sirenas y el restallar de las bombas que aún resuenan en mi cabeza. Hay flores en los balcones, compitiendo en colorido con las fachadas de madera pintada. Un tibio sol me acompaña, subrayando con sus rayos el nombre de un destino grabado en papel que ahora temo encontrar. Porque no sé lo que esconderá. No sé cómo reaccionará ella, ni siquiera si estará.

   Ralentizo el paso, mirando aquí y allá, en los corrillos de vecinas, al pie de las casas, en los escalones de piedra que bordean la calle... Adentro la mirada en el interior de las tiendas, a través de los escaparates y del hueco de las puertas abiertas de par en par. Me palpita el corazón. ¿Y si no está? Me atormenta esa pregunta, como me aterra que perezcan mis ilusiones. Sigo avanzando, flotando sobre los adoquines de piedra, portando mi maleta con la mano sudorosa. Hasta que al volver la esquina, me paro en seco y la dejo caer. Hay una fachada de madera verde acristalada, es una tienda de marroquinería, con objetos diversos colgados en su exterior. Nada tendría de especial si no fuera por la bicicleta que está apostada junto a la puerta. Se me vidrian los ojos y mi garganta se cierra.

   Es la bici de mamá.

   Me siento para detener el temblor de mis piernas. Frente a ella. Necesito recuperar mis raíces, recobrar el pasado; aunque sé que dolerá. Los recuerdos me asaltan con una insurgencia atroz. Cierro los ojos y puedo ver a mi madre con su sonrisa amplia, un vestido de flores y un mechón de pelo, escapado del moño, retando al viento. Corre detrás de nosotros mientras yo agarro su bicicleta, en la que estoy enseñando a Linda a montar. Mi hermana cae sobre un manto de hierba y reímos a carcajadas, revolcándonos. A Linda no le duelen los rasguños, está deseosa de volver a subir. Yo, ahora, estoy ansioso por ver su sonrisa de nuevo. Regalándomela a mí.

   Abro los ojos y enfrento la realidad. No me atrevo a entrar y darme de bruces con ella, apuesto a que en el acto se me pararía el corazón, enmudecería de golpe. En su lugar, se me ocurre dejar mi maleta abierta sobre el banco de piedra a pie de puerta, junto a la bicicleta. Y espero. Reconozco a Linda al salir y la emoción me atenaza. La veo detenerse ante ella, dubitativa, extrañada. Su rostro, surcado de arrugas, desborda nostalgia mientras se arrodilla. Mis ojos se inundan. Atónita, toma entre sus manos la foto de nuestros padres y la acuna contra su pecho. Y se inclina luego con torpeza para oler las flores silvestres que forman un ramo dentro de la maleta; las mismas flores que recogíamos para mi madre cuando íbamos al campo con papá.

   —Linda, soy yo, Harry —le anuncio con ternura, agachado junto ella, incrédulo de que todo sea real, de que por fin haya vuelto a mi vida. Ella me mira tras girar la cabeza con parsimonia. Frunce el ceño y hace un esfuerzo por focalizar mi imagen a través de sus pupilas empañadas.

   —No —dice con voz temblorosa y mirada ausente—. Usted es un hombre mayor, mi hermano es pequeño. Como yo. Pero no está. Se marchó y no ha vuelto más.

   Su tono y pose infantil me alarman y me hacen comprender el vacío que hay en su mente. La mirada apenada de quien debe de ser su hija me lo confirma.

   Tomo aire en un intento de aliviar mi pecho, la congoja me impide respirar. Me sitúo detrás de ella, la abrazo por la cintura y cambio mi tesitura de voz, intentando hacerla sonar con menor gravedad.

   —¡Mira, Linda, es la bici de mamá! —le digo al oído, jovial—. ¿Quieres que te enseñe a montar?

   Ella deja escapar un suspiro y esboza una sonrisa abierta que me sabe a antaño.

   —¡Sí, Harry, sí!  —exclama ilusionada, sin mirarme—. ¡Chssss..., pero que no se entere papá! 

 © Pilar Muñoz Álamo - 2018


15 abr 2018

MICRORRELATO: «HOY TODO IRÁ BIEN»


   Apenas despunta el amanecer. Se escucha el primer trinar de pájaros y, a lo lejos, los sonidos incipientes de una ciudad que despierta. El aroma a café impregna la casa. Una taza humeante, con el mensaje grabado de «Hoy todo irá bien», la espera sobre la encimera. Ella está absorta en sus pensamientos, que divagan adormilados entre recuerdos, los de la noche anterior, tórrida y desbocada. Un albornoz viste su cuerpo, aún mojado; el cabello revuelto, recién cortado, con algún rizo insurgente cayendo sobre su rostro; y unas gotas de perfume, fresco, estimulante, perdidas en el escote. Unta con mermelada el pan tostado y lo ve pasar, a él, dejando atrás la puerta de la cocina para buscar aquella otra por la que marcharse. Para no volver, quizá. Como hicieron otros. Ella suspira. Sin lamentos. Ya está acostumbrada al todo y la nada. A la cara y la cruz. A una pasión sin amor que da rienda suelta a un instinto carnal sin sentimiento. Que prende como un incendio y se apaga asolado por la marea.

   Agudiza el oído y no escucha la puerta, sino el ruido sordo de unas pisadas que vuelven. Las de él. Que sigiloso como un felino entra en la cocina, mirándola. Se frena a su espalda y con los brazos rodea su cintura. Ella se queda varada, como un velero amarrado a puerto. Esperando. Él inclina su rostro con lentitud, sumerge la nariz entre sus cabellos y la besa en la nuca. Apenas un roce de labios y allí se queda. Impasible. Con el pecho subiendo y bajando al ritmo de su respiración. Ella mira el reloj, en una interpretación errónea de mujer mal amada. «No hay tiempo, llegarás tarde», susurra. «No pretendo nada, solo quería sentirte», le contesta él, con la boca en su oído, piel con piel. Ella se estremece y cierra los ojos, convirtiendo ese último beso en un recuerdo único, privilegiado. En un recuerdo con otro mensaje impreso que ya no podrá olvidar jamás. El de su nombre. Gabriel.

© Pilar Muñoz Álamo - 2018

 
 

20 mar 2018

RELATO: «LA ÚLTIMA ESCENA»

  
   Lo conocí hace algo más de tres años y no fue, precisamente, en el lugar más romántico del mundo. Pero era el mío. Mi mundo. O al menos, el que yo habitaba cada tarde desde el día en que decidí ponerme la tristeza por montera para pasearla por lugares ajenos a mi propio hogar, a ver si así le daba el aire y mutaba esa tez agria que me estaba haciendo la vida imposible; primero, por la maldita sensación de soledad que el nido vacío provoca, y segundo, por una viudedad prematura que me dejó el eco de mi propia voz por compañera, hora tras hora, día tras día, a la espera de las visitas fugaces que a mis hijos quisiera concederles su estrés.

   Cuando me hablaron de aquel lugar de ocio para la «tercera edad», el estómago me dio un vuelco. Perdí la mirada para evocar su fachada, que tantas veces había recorrido ágil como una pluma camino al colegio, a la compra, al centro de salud situado a escasos metros. Apenas me daba tiempo a mirar por sus ventanas para alcanzar a ver manos temblorosas en partidas de dominó; o para escuchar a través de ellas la música que servía de fondo a las clases de gimnasia o el parloteo de las mujeres que, entradas en años, mostraban con orgullo las fotos de quienes —apuesto— debían de ser sus nietos. Nunca pensé que me llegaría el momento. Como si la vejez me estuviera vedada. Como si la vida hubiera apartado los ojos para hacer una excepción conmigo.

   A pesar de todo, acepté. Los días en casa pasaban en exceso lentos, las horas eran demasiado largas y mis actividades rutinarias no alcanzaban a cubrirlas todas como para no sentir la soledad y el hastío como losas pesadas de soportar. Así es que hice acopio de realidad y acabé incluyendo en mi cartera aquel carné que me permitía apuntarme a clases de maquillaje, costura o inglés básico —por si el milagro de conocer Londres aún era posible—, a la biblioteca, hasta a cursos de redes sociales para mantener contacto con quienes estaban lejos, impedidos por una distancia que a nuestra edad se había vuelto especialmente inquebrantable. En mi carné no figuraba Carlos, la persona de la que he comenzado hablando; aunque para mí resultó ser la «opción estrella», destinada sin saberlo a darle esplendor a mi vida.

   Mi amistad con Carlos fue ganando intimidad sin apenas darnos cuenta. Su rostro emanaba dulzura a pesar de sus marcadas facciones surcadas de arrugas. Me hacía nadar en sus ojos claros cuando me hablaba, con su mirada limpia y calmada, al tiempo que me imbuía de su conversación literaria, cuajada de libros. Para mi regocijo, mi pasión por la lectura —mermada por las cataratas— fue a darse de bruces con aquel pozo literario investido de profesor de lengua al que empecé a admirar. Nuestros cafés disfrutaban de charlas interminables, nos acogían rincones cómplices de palabras dulces, de tímidos roces de adolescentes, y en cada paseo los árboles celebraban nuestra complicidad con un aplauso de hojas derramadas sobre nosotros. Ni un solo día dejamos de vernos durante tres años, con la excepción de las semanas de gripe y algunos otros copados por alguna obligación mayor. Hasta sufrir aquel maldito accidente, una caída tonta al trastabillar en un peldaño de la escalera. Me di en la rodilla un golpe descomunal y me rompí la cadera.  Tuvieron que operarme. Y aquello no habría tenido mayor relevancia si no fuera porque no me dejaron bien. El éxito de la rehabilitación se redujo a la mitad en un tiempo doble y la silla de ruedas, que venía utilizando hasta entonces, exigió un papel protagonista pasando a ser considerada tan compañera en casa como mi voz. Hablarle de tú a la vejez me producía un cierto espasmo; pero acusar la directa mirada de la dependencia me terminaba de congelar.

   Mis hijos decidieron turnarse. A tempranas horas de la mañana venían a casa y me ayudaban a levantarme antes de irse a trabajar, después de asearme a cuatro manos con más pena que dignidad. Lo demás intentaba hacerlo sola, pero sortear barreras me costaba un mundo; lo más insignificante podía llevarme horas y un despliegue inmenso de habilidad. La mayoría de las tardes contaba con Carlos. Unas veces, desarrollaba en casa sus actividades de ocio; otras tantas, empujaba la silla como un mocetón fornido hasta llegar al parque o a cualquier otro lugar donde poder quemar el tiempo de la forma más amena posible.

   No vino sin embargo un martes en que mis hijos se presentaron en casa para tomar café, tras un anuncio hecho oficial. Me encontraron arrebujada en la silla, al calor del brasero, y en la tele una película que me encantaba rememorar.

   —¿Qué estás viendo? —me preguntó mi hija al entrar.
   —¿No te acuerdas? —le respondí, bañada en nostalgia.

   Olga miró a la pantalla de manera nerviosa, sin dejar de parlotear. Mi hijo Luis, en silencio y sin preámbulos, sacó unos dulces, los puso sobre la mesa y se prestó a hacer el café. Una vez servido, Olga carraspeó. Varias veces. Mirando a Luis. Yo, a pesar del desconcierto que me producía la situación, devolví la vista a la tele para no perderme el final.

   —¿Dirty dancing? —preguntó mi hijo.

   Asentí mientras notaba que Olga clavaba su mirada en mí.

   —Mamá…
   —Espera, espera —la interrumpí emocionada—, si ya se va a acabar. Mira, ahora es cuando llega Patrick Swayze y le dice a ella eso de…
   —Mamá…
   —…eso de «no permitiré que nadie te arrincone». —Emulé la contundencia con la que lo decía—. ¿Te acuerdas de lo que nos emocionamos cuando lo escuchamos por primera vez? Recuerdo ese día perfectamente, tú estabas…
   —¡Mamá! —exclamó mi hija, alzando la voz—. Deja la película, por favor, esto es importante. 

   Suavizó el tono, pero mi crispamiento permaneció intacto. Ignoré la escena, cerré la boca y esperé a que hablara, con una expectación enorme. Había algo en sus ojos que no me gustaba, me estaban produciendo angustia. Después de muchas divagaciones y palabras sin sentido, por fin lo soltó.

   —Mamá, esta situación resulta insostenible. Yo trabajo y Luis también. No sabemos cuánto tiempo tardarás en poder valerte sola. Y están los niños, sus actividades, sus necesidades, que tú ya sabes por experiencia que son muchas. Mi marido, su mujer… No podemos abarcar a todo, pero no queremos abandonarte…

   Me retorcí las manos en el regazo, una contra otra.

   —¿Qué intentas decirme, Olga? —Ella miró a Luis, en una clara petición de ayuda.
   —Mamá —continuó él—, necesitas que te atiendan más horas al día. Le hemos estado dando vueltas a la idea de contratar a alguien que pueda cuidarte, pero tu pensión…, ya sabes, es la justa, y tampoco tienes dinero ahorrado para poder cubrir ahora esta necesidad.

   Tragué saliva y noté el sabor salado de una lágrima incipiente. Lo que decía era verdad. Mi pensión de viudedad era la mínima que podía quedarme por el trabajo autónomo de un marido taxista. Yo no generaba ingresos propios, no había cotizado, quise dedicarme a mis hijos en cuerpo y alma, renunciando, por y para ellos, a una vida laboral. Y nuestros ahorros se habían esfumado en costear sus estudios y en regalarles la entrada que les exigía la inmobiliaria para poder comprar las casas en las que vivían con tanta comodidad.

   —Nosotros tenemos muchos gastos —siguió diciendo Olga—: la universidad de Blanca, el colegio mayor, las clases de piano, el carné de conducir… Y otras deudas por pagar, como el coche, la hipoteca...

  «...Y el apartamento de la playa al que le has echado el ojo», no pude evitar pensar.

   —Luis está igual.

   Mi hijo era médico y mi hija, abogada. Con tan buenos sueldos como sus parejas. Con un nivel intelectual tan alto como ganas de vivir la buena vida. Los dos.

   Olga apuró el café ya frío y cogió aire.

   —Mi hermano y yo creemos que lo mejor sería vender el piso. Nos vendría bien a todos esa ayuda... ¡Sobre todo a ti, mamá, eso resolvería el problema! —se apresuró a decir, para evitar la desvergüenza.


   Agaché la cabeza para que no apreciaran el brillo en mis ojos, mi dignidad de madre no me permitía exhibir el dolor. Mercadeaban con lo único que tenía. La herencia de su padre los estaba esperando y mi desgracia les había brindado la excusa ideal.

   —¿Y dónde se supone que voy a vivir? —pregunté con entereza. Ambos se miraron y el calor se apoderó de sus mejillas—. Espera, no me lo digas. Creo que ya lo sé.

   Hice amago de empujar mi silla y salir de allí, no podía soportar más. Mi hija dejó caer la mano sobre mi brazo, en un intento de detenerme.

   —Iremos a la residencia a verte siempre que podamos, mamá, te lo prometo…

   No sé si había congoja o no en su voz, pero aunque así fuera, no hubiera servido para consolarme. La decisión, interesada y drástica, ya estaba tomada. Por ellos. Solo por ellos. No se dignaron a preguntarme, en ningún momento, lo que pensaba yo, ni tuvieron en cuenta mis sentimientos. Yo estaba inválida, pero no muerta. Ni tan siquiera senil.

   Cuando se hubieron marchado, miré a mi alrededor con el pecho oprimido. Me apenaba sobremanera lo que estaría obligada a sacrificar: mi hogar, mis recuerdos impresos en cada palmo, en cada objeto, en cada rincón… Me arrebatarían el latido del pasado que me regalaba a diario la amable sensación de no haberlo perdido todo. Y me separarían de él. De Carlos. El hombre que había pintado mi corazón de rosa y llenado mi vida con letras de enorme significado.

   Lloramos. Mi amor y yo. Lloramos en silencio, sentados en un parque, con mi cabeza sobre su hombro. Con un sol tibio que aspiraba a amortiguar el frío que sentía por dentro. Carlos me acarició el rostro en un derroche de ternura y me acurrucó en sus brazos. Entonces comenzó a mecerme, como si iniciara un baile al compás de una melodía imaginada, un baile suave, como el de las hojas arremolinándose al caer.

   Semanas más tarde llegué a una residencia a las afueras de la ciudad. Con un par de maletas y una caja pequeña repleta de fotografías. Nada más. Después de echar unas cuantas firmas y acomodarlo todo en mi habitación, mis hijos me invitaron a tomar asiento juntos en la sala de estar, ofreciéndome su compañía antes del adiós. Una mesa baja, tres sillones; Olga a un lado y Luis al otro. En medio, yo, sin poder hablar; la garganta se me había cerrado. Más aún al ver la película que proyectaban de nuevo en televisión. She’s like de wind; así me dijo mi nieta que se llamaba la canción de Dirty Dancing con la se despiden los protagonistas. Y esa fue la que comenzó a sonar.

   Mis lágrimas brotaron imparables, no podía despegar la vista de la pantalla. Todo se me vino encima, el mundo se desmoronó sobre mi cabeza. Con el deseo de ver un final feliz, aunque fuera ficticio, esperé a que Patrick Swayze entrara en escena para rescatar a su amor. Pero no fue él, sino Carlos. Fue Carlos quien abrió la puerta de aquella sala y permaneció varado unos segundos bajo el dintel, buscándome con la mirada hasta encontrar mis pupilas. Entonces avanzó hacia mí con su traje oscuro, los ojos claros, el cabello gris. Con porte firme, como digno protagonista de nuestra última escena, me tendió su mano. Y ante la mirada atónita de Luis y Olga dejó escapar una grave aunque afectada voz:

   —No permitiré que tus hijos te arrinconen... ¿Te quieres casar conmigo?

© Pilar Muñoz Álamo - 2018



***
   Este relato fue escrito, expresamente, para su publicación en el número de febrero/2018 de la revista «Pasar Página», a cuya directora, Mercedes Gallego, y editora, Almudena Gutiérrez, agradezco su invitación de colaborar en ella.

   Os animo a visitar el blog de la revista en el que podéis encontrar los enlaces de los números publicados hasta el momento y demás contenido que sé, con seguridad, que os va a interesar.  
No os la perdáis.




2 mar 2018

MICRORRELATO: «LLORA»



   Llora. Con su frente sobre el cristal, haciendo que se confundan sus lágrimas con las gotas que por él resbalan. Llueve. Y un manto de grises lo envuelve todo, abarcando su corazón. Sus ojos vidriosos no alcanzan a perfilar el paisaje, pero lo siente, siente la bruma y los colores desdibujados dentro de sí. Los sueños deshechos. La mirada debilitada. Las fuerzas mermadas para poder seguir.

   Llora. Y percibe el regusto amargo de la nostalgia sobre sus labios, del amor desvaído que resuena como un eco ahora lejano, del vacío en su alma, que ha quedado muda por un tiempo. La música calla. Solo a los acordes lentos se les permite sonar, porque el cuerpo está adormecido, no quiere bailar. Ni tampoco escuchar palabras que no provengan de su propia voz.

   Llora. Desahogándose. Vaciando la pena que la corroe. Mientras se debaten sus pensamientos entre cerrar un cuento que ya acabó o darse una oportunidad en una batalla perdida. Llora mientras se pregunta a sí misma qué fue lo que falló. Sin saber que hay preguntas sin respuesta, porque el corazón no atiende a razones. Porque vive y se alimenta de latidos cuyo ritmo ni siquiera nosotros mismos podemos marcar.

   Sigue llorando. Sintiendo imposible lo que tarde o temprano sucederá. Que las nubes dejarán de derramar agua, como harán sus ojos. Que el sol reaparecerá, dibujando en el paisaje colores bellos al fundirse con las gotas de rocío, devolviendo el brillo a sus pupilas al besar las últimas lágrimas que quedarán en ellas. Que de nuevo el cielo se tornará azul y su corazón rojo, a un paso tan silencioso y lento que no podrá frenarlo. Que la curva de su sonrisa ganará en profundidad y la música volverá a sonar, permitiendo que el cuerpo se meza, se agite y termine bailando como lo hizo antaño. Que levantará la cabeza y dejará de observar el suelo para mirar alto, para echar a andar con ademán decidido y paso firme, restablecida de unas heridas que habrán sanado y cuyas cicatrices le recordarán que es grande, valiente y fuerte. Que la alegría la aguarda en cualquier rincón. En el instante más inesperado. Y en compañía de la única persona que, de seguro, terminará devolviéndole la felicidad: ella misma.
 
© Pilar Muñoz Álamo - 2018

14 feb 2018

MICRORRELATO DE SAN VALENTÍN: «UNA CANCIÓN DE AMOR»


«Recuerdo las notas de una canción, flotando a nuestro alrededor. Cómplices de un baile cuerpo a cuerpo en la oscuridad de la noche. Mi pecho en el tuyo. Tu rostro en el mío. Las piernas entrelazadas, moviéndose a un mismo compás. Mi mano en tu nuca y tus brazos en mi cintura, cercándola, apresándola para que yo no pudiera escapar de tu pregunta vertida en mi oído, en un susurro perdido entre la brisa y el canto de algún grillo despistado, que no supo que debía cambiar su agudo batir de alas por un redoble de tambores ante una escena tan esperada. Tan deseada.

Hay comienzos que se resisten a tener final. Que se prolongan en el tiempo como si fueran inmunes, acaso inmortales por los sentimientos que los revisten, que lejos de desprenderse como las hojas de otoño se adentran en nosotros hasta convertirse en savia pura. Amor y lágrimas, besos y abrazos, miradas perdidas y reencontradas, disputas que cesan con bocas hambrientas, gestos mudos que turban o quizá estremecen, corazones que se buscan de manera irrefrenable, pieles que acallan tumultos cuando se rozan... Emociones profundas que pesan, que ensanchan el alma, que vidrian los ojos ante horizontes nublados. Que siguen pugnando por que persista la luz. Y si ha de hacerse la noche, que nos venga envuelta en las mismas notas de aquella canción que lo nuestro vio nacer. Que lo ve crecer.

Pero que no lo verá morir.»

©Pilar Muñoz - 2018


24 nov 2017

RELATO: «BROTES Y ESPINAS».

Acuarela de Steve Hanks


   No sé cómo decirte esto. No encuentro las palabras. Intento elegir aquellas que carezcan de aristas con las que pueda dañarte, pero no las hay cuando de rupturas se habla. El sentimiento que las reviste hiere en lo más profundo, a pesar de ese amor residual que aún nos queda en el fondo del alma.
   Ayer volví a soñar con ella, como tantas otras noches desde que la conocí; tal vez por haber estado negándola hasta la saciedad, por haber querido desterrar de mi mente la nebulosa en la que se ha instalado acompañándome a perpetuidad, en cada minuto y en cada lugar, mientras buscaba para todo esto un nombre que me salvara de una quema que nos abocaría a ti y a mí a la perdición, al distanciamiento, al recelo que sentirás hacia mí al hacerte esta confesión. Admiración, compañerismo, amistad, adulación... Nombres que he deseado, con todas mis fuerzas, que dieran cuerpo a esto que siento y que me arrastra en contra de mi voluntad; nombres que he deseado, de manera agónica, que acabaran de una vez por todas con el desconcierto que me tiene robado el seso desde hace tiempo. Pero no puedo mentirme más. Hay brotes con savia nueva en el envés de mi corazón, en esa parte desconocida a la que nunca se me ocurrió escuchar y cuya voz me empapa ahora como una lluvia fina, cálida y constante. Tan deliciosamente agradable como jamás pude imaginar.
   Tengo un nudo emocionado en la garganta tomando de la mano al dolor. Y no sé cómo tragarlo, ni cómo hacértelo tragar a ti para evitar que como espinas se te clave dentro. Es el amor el que ordena mis actos. No es lujuria, engaño ni perversión. Es el amor transferido de ti hacia ella, escapado de forma insurgente y descontrolada, como un pájaro que hubiera aprendido a volar y decidiera, por sí mismo, el lugar en el que quiere estar. En el que debe habitar.
   Me he enamorado de ella, anoche lo supe al fin. Anoche, cuando volví a soñarla; cuando pude tocarla por primera vez bajo la protección de Morfeo y mi corazón se vistió de rojo, con pasión inusitada. Sí, ya sé lo que estás pensando, te conozco demasiado bien. Tu perplejidad de esposo se habrá instalado en tu rostro; también lo estuvo en el mío. Pero ya la desterré. Nunca había encajado piezas iguales en un puzle de carne y piel, pero el deseo y el amor las une de igual manera. Ahora lo sé. Construí con ella un paisaje doblemente ondulado, sellado a besos, del que no quise escapar. Suave. Delicado. Febril. Por el que escalamos sin prisa como exploradoras intrépidas, conocedoras de nuestros deseos por instinto propio. Y me dejé abrazar... Y acariciar... Por sus labios de terciopelo, por sus manos gráciles, por su cuerpo delicado, esponjoso como algodón.
   Hoy la he visto y me ha mirado. Y ha debido de leer mis pupilas, porque las suyas han chispeado. Le he devuelto una sonrisa y hemos caminado haciendo sonar los tacones, con la fuerza que la felicidad imprime. No hemos hablado. Pero nuestros ademanes se han hecho promesas de amor,  como dos amantes que se reconocen ajenos al tiempo, a las circunstancias, a los compromisos previos, sin que importe cuáles son.
   No puedo mirar a otro lado, tampoco hacia atrás. Por favor, perdóname.
   Siempre te he amado, tenlo por seguro.
   Y ten por seguro que siempre te querré.

©Pilar Muñoz - 2017


4 oct 2017

RELATO: «IRINA».



   Se consumen las horas. Y los días se suceden como un juego de luces a intermitencias, donde la claridad da paso a las sombras en una alternancia que me asusta. No tengo miedo a morir. A este pobre viejo ya solo le aterra el dictado de su conciencia. La que nunca tuvo. O tal vez sí, aunque prefirió no mirarla. No atenderla a pesar de las advertencias a su sinrazón.
   Suspiro a solas, escuchando cómo la vida continúa alborotada tras la ventana, abierta de par en par. No puedo despegar la vista de ella, porque me da el aliento que todavía necesito. El que me falta entre las paredes de esta habitación.
   Sé que debo marcharme con las cuentas saldadas, que la traición es plomo en el alma y pesa en exceso. Pero no es de recibo liberarme de él si con ello causo dolor a la mujer que amo. Dime tú, que me estás leyendo, qué puedo hacer con este duelo, sabiendo que solo uno de los dos habrá de salir indemne: ella o yo.
   Amanda. Mi amada esposa. Mi compañera fiel. Madre de mis hijos, recta, educada, de moral intachable, abnegada y sumisa como una sierva incorrupta. De buena estirpe, complaciente conmigo, atenta con los demás. Pareja y anfitriona excepcional, el orgullo personificado para un juez como yo... Para un juez como yo que exige el deber pero no lo cumple.
   La escucho trastear fuera, manejar las cajas de la medicación que vendrá a suministrarme de un momento a otro. Me mirará con su particular brillo en los ojos y esbozará una sonrisa en la que puede leerse que no le pesa cuidarme. Como siempre hizo. Y a mí se me encogerá el corazón como una uva seca y me repetiré hasta hastiarme que no puedo seguir callando, que no merezco su compasión. Que deberé derramar lágrimas amargas si es preciso, aquellas que no degusté jamás.
   Malditos bríos varoniles que me empujaron a lo prohibido. Que me abocaron al abismo de Irina, con su rizada melena al viento, sus pechos poderosos, su risa alocada e incontenible y sus rasgados ojos negros en los que perderse para no volver. Con Amanda vivía en línea recta y con Irina derrapaba en las curvas hasta sentir vértigo. Amanda era el sosiego y la calma; Irina era ese punto de locura necesario para no dormitar viviendo, para no morir engullido por una rutina aplastante y devastadora. Amanda era casta. Irina era endiabladamente transgresora. Con Amanda me dormía y con Irina me despertaba empapado en sudor, tras un sueño innoble que ella misma provocaba.
   Observo las hojas de los árboles a través de la ventana, percibo la brisa fresca, el aroma de otoño y me embarga la nostalgia. Se me agolpan recuerdos de lo vivido y, con ellos, aflora una sonrisa maliciosa que denota la falta de un arrepentimiento que debería sentir por haberla conocido, por haber mantenido con ella una vida paralela a mi matrimonio durante más de treinta años. Pero no. No lo siento. Me regocijo en su estampa y me digo a mí mismo que gracias a Irina pude soportar el papel que se me exigía en la vida, en mi círculo social, en casa. Ese papel estirado, firme e inflexible como una vara que ella doblegaba como si fuera bambú.
   Aún puedo recordar su olor, la fragancia de su perfume impregnando el pañuelo que solía llevar anudado al cuello y que, de forma maliciosa, introducía en el bolsillo de mi chaqueta para delatarme; las películas eróticas de la sesión golfa que acudíamos a ver con disimulo y a las que ella terminaba dando la espalda, sentada sobre mí; su forma de deslizar los labios por mi nuca, de morder el lóbulo de mi oreja mientras rozaba mi cuerpo con sus pechos desnudos; las caricias en mi sexo con sus cabellos alborotados; los baños en la playa al amanecer, gritando con locura desmedida por la frialdad del agua... Amanda se dejaba hacer si yo lo dictaba, sin estridencias, sin sorpresas, ateniéndose estrictamente al canon moral establecido en su papel de esposa; Irina se pintaba los labios de rojo carmín en el espejo del coche y después, con sonrisa malévola, se sumergía entre mis piernas para dejar impresa en mi sexo la huella del delito. Y yo me volvía loco.
   Pero necesitaba, horas después, la cordura que me devolvía mi mujer, sus masajes en los hombros para rebajar mi tensión, sus preguntas de rutina, su extremado orden vital, al que me sujetaba con fuerza para mantenerme estable tras la marea descontrolada que mi princesa provocaba.
   Amo a mi esposa, siempre la he amado. Pero he estado perpetuamente enamorado de la frescura y vitalidad de Irina, de su sexualidad desinhibida, de su físico exuberante, de su locura, que también era la mía.
   No sé si alcanzarás a entenderme, pero no me importa. La que me importa es ella, Amanda. Confesarle mi traición es tan doloroso como la misma muerte; no la quiero ver llorar. Ni dejar que continúe su vida sintiéndome como un buen esposo cuando no lo fui.
   Podría habérselo dejado escrito, pero eso es de cobardes, y yo... ¿Lo soy?
   El pomo de la puerta cruje, ya está aquí. Ya entra. Me tenso y una pequeña lágrima de angustia escapa y resbala por mi mejilla mientras la miro, con el rostro hundido en la almohada. Ella me devuelve una mirada calma y mece mi alma con su sonrisa, acunándola con ternura. Me acaricia el pelo y coge mi mano; intuye próximo el instante de decir adiós, de desnudarme por dentro para disipar fantasmas.
   Pero no me lo permite. Con dulzura y un halo de dignidad pone un beso en mis labios para acallarme y se le vidrian los ojos, mientras me pregunta:
   —¿Ya te despediste de ella?
©Pilar Muñoz - 2017


25 abr 2017

MICRORRELATO: "TE TUVE".




   Te tuve. Anoche te tuve, solo para mí. Compartiendo suspiros. Escuchando pálpitos. Tibiándonos la piel a besos y regalándonos caricias dulces entre arrebatos. Deteniendo el tiempo para mirarnos entre parpadeos lánguidos, sentidos. Adivinando, por el brillo de nuestras pupilas violando las sombras, que nos amamos.
   Te echaba de menos. Echaba de menos que ahogaras el aire que nos separaba y viniera...
s a mí. Que sumergieras mi rostro en tu pecho con un abrazo y dejaras caer en mi oído palabras tiernas; que me embriagaras con el olor de tu piel, haciéndome sentir de vuelta a casa. Echaba en falta gozar de nuestra desnudez, compartida y desinhibida, anhelada y deseada, y tan conocida…; arrugar las sábanas entre gemidos ardientes, que como géiseres manan entre escalofríos, los que me suscita tu boca; y ultimar la travesía contigo recalando entre mis piernas, con nuestras caderas besándose a intermitencias lentas, sin prisa por despedirnos y sin dejar de mirarnos para leernos, para empaparnos de cuanto sentimos…
   Anoche nos permitimos disfrutar de un reencuentro que volvió a anudar dos almas, dos corazones que siguen intuyéndose aunque parezcan no mirarse.
   Te tuve. Solo para mí. Entre respiraciones agitadas, ojos vidriados, manos entrelazadas… y esa melodía feliz que con cuerpo y alma entonaste. Y que yo bailé para ti.




5 mar 2017

MICRORRELATO: "FLOR EN EL ESCOTE".



   Prendes una flor entre mis pechos. Su tallo cosquillea mi piel, la araña ligeramente, como si fueran tus dedos los que penetran. Me mantengo expectante al tiempo que me sonríes. Con lentitud, acercas tu rostro a los pétalos para aspirar su aroma. Y también el mío. No me retiro. El  olor dulce de tus cabellos me conquista, amén de tus ademanes. Tú aprovechas que claudico y rozas mi seno con tus labios. Percibo en él la humedad de tu boca. Me estremezco. Un minúsculo beso queda enraizado junto a la flor. Tan sutil que me parece haberlo soñado y me pregunto si es real, o fruto de un deseo excitante que turba mis sentidos. Todo acaba cuando elevas la vista y la clavas en mis pupilas, con una mirada profunda que me sondea como un amante inquisidor. Mi busto oscila arriba y abajo, al compás de mi respiración, empujando el aire que circula por mi garganta seca. Tus ojos destellan y los míos lo reflejan. Mi boca tiembla.
   Reanudas el paso. Te marchas sin mirar atrás. Yo en mi vestido dejo la flor prendida. Su aroma y el tuyo, en mi corazón.

5 sept 2016

MICRORRELATO: "PERDÓNAME."



   Vuelvo a casa, arrastrando los pies sobre los adoquines mojados, pisando mi propia sombra que la luna proyecta delante de mí. Una pareja se besa, rozándose los labios con la timidez de un primer encuentro. Otra camina entrelazando sus manos, con la felicidad balanceando sus cuerpos al tiempo que se sonríen, sin hablar. Hay luces encendidas en las ventanas, siluetas de vida tras las cortinas. Susurros en los portales.
   Al subir las escaleras, escucho el eco de mis pasos solitarios; ya no tienen quien los acompañe. Tampoco quien los espere bajo el quicio de la puerta junto a un beso deseoso de alcanzar mi boca. Mi corazón se estrecha, susurra y se lamenta. Por mi maldita inconsciencia.
   La oscuridad me recibe aferrada al silencio. Me quito los zapatos y camino descalza para no importunarlo, y aun así la nostalgia despierta y me sale al encuentro. Me me parece aspirar su aroma y me ahogan los recuerdos que dejaron de sumar. ¿Dónde estará?
   Un juego tenue de luces y sombras traspasa el umbral de mi habitación. Mis pupilas se encienden, mi pulso crepita. Avanzo con el alma en vilo, temiendo disipar la magia que mi mente adivina, dispuesta a soñar. Hay velas encendidas, sándalo en el aire. Y una rosa de papel en la cama. Siento ganas de llorar.
   La sujeto entre mis manos y luego, la acuno en mi pecho tras leer nuestros nombres tatuados en las hojas de su tallo. Un suspiro corta el aire y que me quedo quieta, no me muevo. Es mi respiración la que ahora se agita. La que me revela que él está detrás de mí.

  Sus manos me recorren la cintura, su aliento se aposenta en mi nuca. Y mis ojos se humedecen cuando mi cuerpo estrecha, cuando un desfile de besos acomoda en mi cuello como hiciera antaño tantas veces antes de desnudarme.
  Enmudezco. No quiero hablar. Prefiero entregarle mi alma, deseo redimirme.
   Me susurra que me quiere mientras cae la ropa al suelo. La , sus caricias me estremecen, mi corazón revive. Y mi conciencia le grita «te amo» hasta quedar sin voz. Nos enredamos entre sábanas, desnudos en cuerpo y alma. Con el deseo arrebolado por la ovación de sentimientos reencontrados. Fundidos hasta el amanecer.

   Cuando la luna se apaga y él todavía no duerme, le susurro al oído:
   «No me dejes nunca. Perdóname».
©Pilar Muñoz Álamo - 2016.


20 ago 2016

MICRORRELATO: "MIENTRAS NO HAYA LUZ."




   Enredas tu piel con la mía, para que no pueda separarnos el amanecer. Tu pecho en mi pecho. Tu boca en mi boca ahogando un susurro. Y el abrazo de nuestras manos, resistiéndose a tocarnos para alimentar el deseo con lentitud desesperada. Nuestros poros se alcanzan, uno tras otro, y despiertan mariposas que aletean suaves como una brisa, en mi nuca, en mi espalda, en mi vientre..., entre mis piernas. Nos envuelve el aroma a azahar. Y tú tomas una flor caída en el suelo para acariciarme el cuello y esconderla en mi pelo, mientras yo me empapo del olor a canela que desprende tu cuerpo. No hay palabras, sino gemidos cargados  de un significado que tan solo tú y yo entendemos. Mi corazón palpita, al compás del tuyo que crepita dentro de ti como un fuego de invierno, cálido, envolvente, acogedor... Me regalas una mirada furtiva que me traspasa, huida bajo tus párpados que pretendían apresarla para no delatar que sientes lo mismo que yo. Amor, pasión y dulzura en una misma esencia. Locura, deseo y temor.
   La luna se asoma. Te ilumina el contorno cubriendo el mío como una silueta única, como si formáramos parte de un mismo ser. Tus pupilas imploran. Y entonces mi carne se debilita bajo el dictado del corazón. Entorno los ojos y te cedo el paso. Tú suspiras y yo suspiro. Sintiéndome. Sintiéndote. Sabiendo que volveremos a ser dos entes cuando se haga la luz.


21 jun 2016

MICRORRELATO: "MI HIJO."


   Tu sombra se diluye a tu espalda. Se resiste a acompañarte. Reniega de ti porque te convertiste en un fantasma que deambula por la vida. Sin lugar donde ubicarte. Sin nada a lo que aferrarte. No hay temple en tus pasos ni fuerza en tu mirada. No hay gravedad en tu voz, que apenas susurra. Ni tu mente abraza sueños que tus manos construyan. Busqué la luz en tus ojos para poder guiarme, para rescatarte de un desierto que por estéril ni oasis tiene, donde calmar tu sed, donde recobrar el aliento que un día perdiste, si es que lo tuviste alguna vez. Se me deshace en las manos tu alma mientras tu corazón desfallece. Y con él de pena muere el mío, por no haber sabido tal vez aleccionarte para hacerte hombre. Aún eres niño.

    Camina. Camina adonde los sentimientos te lleven. Vuela adonde te reclame el instinto. Pero nunca olvides que yo a tu espalda quedo. Esperándote por siempre. Porque tú siempre serás mi hijo.



11 jun 2016

MICRORRELATO: "MÚSICA".


   Permítame acomodarme entre sus piernas y desnudar mi espalda, maestro. Su música me conquistó. Cerré los ojos y quedé atrapada entre sus hilos como la clave de Sol en la partitura. Escucharlo tocar me hizo vibrar, gozar, soñar..., amar. Y esta noche, observando enamorada el devenir de sus manos y la agitación de sus dedos estremeciendo cada compás... me convertí en instrumento. Mi voz se ha hecho melodía y en mi piel afloran las cuerdas del violoncelo de sus amores. Deseosas de ser tocadas.
    Permítame acomodarme entre sus piernas y desnudar mi espalda, maestro. Porque esta noche no deseo sentir la música. ¡Quiero ser música! Para usted.

 **

   A veces, el germen de una idea te asalta y partir de ahí construyes una pequeña historia. Acto seguido, buscas una imagen apropiada para ilustrarlo y publicas.
   Otras veces, es una imagen la que hace saltar tu inspiración de inmediato; como un resorte, como quien pone un dedo en la llaga, como quien te pellizca haciéndote reaccionar. Este es uno de esos casos.
   Gracias por la imagen, amiga. 
    
   

19 abr 2016

RELATO: "ME CANSÉ".


   Me cansé de soportar tus gritos y tus reproches; tus justificaciones sesgadas y tu admiración a quienes no lo meritaban; tu desmerecimiento a cuanto hacía por considerarlo una obligación...
    Me cansé de soportar tus idas y venidas cuando más te convenía, sin pensar en mis necesidades, ni en mí; de que huyeras de cada problema con excusas banales que apenas creías tú, cuando la razón cierta es que eras incapaz de afrontarlos y mucho menos solucionarlos; de que me culparas de l...
os efectos malévolos sobrevenidos por no haber
sabido resolverlos, cuando nadie me dio instrucciones de cómo hacerlo...
    Me cansé de ejercer de marinero, capitán y timonel de un barco que construimos a medias, soportando las mareas y las tormentas a solas, gozando de una buena compañía tan solo en aguas calmas; de reparar los desperfectos de los avatares del tiempo en su quilla sin que nadie curara mis manos después...
    Me cansé de ser transparente y que no me vieras; de vivir en silencio y que no apreciaras la estela de luz y de orden que a mi paso dejaba; de darlo todo por aquellos a quienes amaba, aguantando la crítica de estar hueca por dentro...
    Me cansé de ver tu espalda y tus oídos cerrados ante las verdades; de sufrir por ser valiente y no quejarme; de estar sola por haber aprendido a ser autosuficiente y no dependiente como lo eras tú...
    Me cansé de besar el suelo ante la opresión de quien tan solo dispone de más voz que yo.

    Me callé. Y tal fue mi perdición. No cubrirme de flores en cada uno de mis actos para tú aspiraras su aroma y apreciaras sus colores... Mi humildad y mi orgullosa madurez me lo impidieron... Y la debilidad de tus sentidos hizo los demás honores.
   No yerra quien no actúa. No se equivoca quien no decide. No se estrella quien no camina. No escucha reproches quien nunca habla, quien jamás defiende sus ideales porque jamás los tuvo.
    Adelante, sigue tus pasos. Yo he decidido cambiar de rumbo. Tan solo espero que no lamentes la perdida de todo aquello que se te ha ido.
    Yo buscaré quien me valore por la riqueza que llevo dentro. La que amasé por lo aprendido, vivido y sufrido.



© Pilar Muñoz - 2016 

15 abr 2016

MICRORRELATO: "CUANDO TE ALEJAS".


   No voy a retenerte. Ya me dijiste el motivo para marcharte. El motivo. Uno solo frente a los muchos que en un papel anotaste para quedarte. ¡Cuán poderoso ha de ser para no vencerlo una coalición de adversarios! Me pides que hable. Y yo te pregunto cómo se le pone voz a un corazón roto. Cómo encadenar palabras que en mi garganta se clavan como lanzas. No puedo defenderme, porque no me culpaste. No puedo prometerte lo que no me pediste. Ni siquiera puedo odiarte. Porque no fue tu mente ni tu voluntad propia, fue tu corazón el que dejó de amarme.
   La felicidad no puede forzarse. Yo no puedo dártela, has de encontrarla en ti. Tú aún formas parte de la mía propia; pero yo…, yo ya salí.
   Es fuerte el dolor que siento cuando te alejas. Me raja. Me destripa y me hace vomitar recuerdos de una sola vida, la tuya y la mía. Y me ahogo entre ellos sin saber qué hacer, si guardarlos alimentando un pasado que terminará matándome o tirarlos, renunciando a mí y a lo que contigo fui.
    Jamás dejaré de amarte, en el corazón me quedó tu huella. 
    En el tuyo dejé de existir.
    Ahora… está ella.

© Pilar Muñoz - 2016 

MICRORRELATO: "NO DEJARÉ QUE TE RINDAS".


 Te presto mi aliento si lo necesitas, si pereció el tuyo luchando en la vida. Pero no la fuerza. La fuerza me la reservo para tirar de ti hacia arriba cuando flaqueen tus piernas y al pozo caigas. No dejaré que te rindas. 
Porque abajo, en la oscuridad, no lucen las sonrisas.

© Pilar Muñoz - 2016



12 abr 2016

MICRORRELATO: "LLORA".



   Llora. No te avergüences. Te ves hermoso cuando tus sentimientos resbalan por tus mejillas; cuando las emociones vidrian tus ojos, licuándolos mientras me miras… Los corazones fríos se encogen; el tuyo, cálido, se dilata hasta hacerse grande y deja escapar suspiros de agua para no estallar… No quiero príncipes de cuento. Quiero uno al que también yo pueda acunar. Quiero cobijarte en mi pecho cuando solloces y acariciarte el pelo… Suspirar contigo… Regalarte palabras bonitas para que tu sonrisa se beba tus lágrimas…, si es que mis labios no las frenaron nada más nacer. Quiero compartir tus secretos, tus penas y tus alegrías, empapándonos el rostro bajo una misma lluvia de un mismo color…
   Llora. Porque el brillo de tus pupilas me enamora al confesarme que es una mezcla de sal… y de pura sensibilidad.

© Pilar Muñoz - 2016


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