23 sept 2015

RELATO: «ALGO MÁS QUE UN BUEN AMIGO».

 *Relato ganador del concurso de Post Solidarios convocado
 por la Fundación Mutua Madrileña en 2015*

   El sol nos dio la bienvenida. Me agradaban los días de primavera con sus tardes largas, temperaturas suaves, olor a azahar y algarabía en las calles. Los ancianos lo agradecían. Abandonar por unas horas las estancias cerradas del Centro y disfrutar del aire libre y de los múltiples estímulos visuales y auditivos les hacía bien, aunque a veces parecieran continuar inmersos en su propio mundo. Tres sanitarios los acompañábamos durante su estancia en el parque, sentados bajo los árboles, en los bancos de madera habilitados para tal fin o, en el peor de los casos, en sus sillas de ruedas si no eran capaces de mantener el equilibrio corporal.
   Tras diez años de trabajo en el Centro para enfermos con Demencia todavía seguía maravillándome al observarlos, cada cual con sus obstinaciones, con sus rutinas de seguridad personal, con sus diálogos incoherentes para mí y tan veraces para ellos... Seguían despertando mi ternura y mi satisfacción personal y profesional ante cualquier atisbo de felicidad reflejada en sus rostros o en sus comportamientos, aunque esta se deslizara por sus cuerpos a la velocidad del rayo.
   Los miré a todos para comprobar que estaban cómodos. Para facilitar su relación social, había sentado por parejas a algunos de ellos; a otros, les entregué un pasatiempo con el que entretenerse, y a José, como siempre, lo acomodé frente a la pista deportiva en la que unos chicos solían jugar al fútbol cada tarde. Estaba casi convencida de que le gustaba verlos, un destello aparecía en sus ojos cuando seguía la trayectoria del balón; aunque no podía asegurarlo, apenas había articulado palabra desde que llegó.
   Me aposté sobre un muro bajo de piedra, a no mucha distancia de él, y me entretuve momentáneamente en repasar los informes de la mañana. El impacto de la pelota a escasos metros me asustó, había salido despedida por encima de la valla metálica que bordeaba al campo y había ido a parar a los pies de José. Me recriminé la inconsciencia de haberlo perdido de vista, podría haberlo dañado, y me dispuse igualmente a recriminar a los chicos que jugaran con tal ímpetu ante la cercanía de los mayores. Pero una fuerza me retuvo, me obligó a quedarme quieta cuando vi esbozar a José una sonrisa clara en presencia del esférico, al tiempo que intentaba empujarlo con el pie desde el asiento que ocupaba. El niño llegó corriendo en un claro afán por recuperar lo que era suyo, y se frenó al cogerlo y observar que José estiraba los brazos para agarrarlo también. Por unos segundos sus miradas se cruzaron, el chico con el balón asido por ambas manos y José con sus brazos extendidos, reclamándolo. Parpadeé varias veces sorprendida por la escena y dejé a un lado los papeles para no perder detalle. Sus compañeros de juego, desde la pista, increpaban al chaval para que regresara y reanudara el juego interrumpido. Él los miró un instante y de nuevo giró el rostro hacia José.
   —¿Lo quieres coger? —le preguntó al anciano con desparpajo.
   José no articuló palabra, pero sus ojos abiertos de par en par hablaron por él.
   —¡¡Eh, tú, venga ya, echa la pelota de una vez!! —insistieron, pero el chico esta vez no se dignó a mirarlos—. ¡¿Eres gilipollas o te lo haces?! ¡Que traigas ya la pelota!
   —¡¡A la mierda, el balón es mío y hago con él lo que me da la gana, ¿vale?!! —gritó.
   En otro momento me hubiera sentido tentada a moderar su lenguaje pero no lo hice, no quería distraer su atención. El chico le acercó el balón y José hizo amago de levantarse. Salté de mi asiento para ayudarlo, no me fiaba de que pudiera caer.
   —¡Espera, espera, ya voy yo! —le advertí al pequeño.
   Animé a José a levantarse apoyándose en mis manos y me puse tras él para sujetarlo por la cintura. El chico le tendió el balón y se hizo a un lado, anticipando sus intenciones con habilidad. José agarró la pelota, la hizo girar para poder observarla con detenimiento y la dejó caer en vertical propinándole una patada certera con el empeine que la hizo estamparse contra la valla y volver al lugar en donde estábamos.
   —¡¡Vaya!! —exclamó el niño, sorprendido, con sus negras pupilas dilatadas—. ¡¡¿Eres bueno, ¿eh?, y además, zurdo!!
    —¡Soy futbolista! —masculló José orgulloso, masticando cada sílaba.
   Noté un leve temblor de piernas y una emoción extraña provocada por la consecución de un logro mil veces perseguido: que José hablara. Volví a sentarlo ante la inocente mirada del pequeño.
   —¿Eres futbolista? —le preguntó el chico—. ¿Profesional? Pero tú ya no puedes...
   Le hice una mueca cómplice para evitar que terminara la frase, incitándolo a que siguiera tratándolo como tal. Y él chico supo interpretar mi lenguaje de gestos.
   —¿Cómo te llamas? —le pregunté al chaval de ojos grandes y pelo largo, seguro que a imitación de alguno de sus ídolos.
   —Me llamo Luis, pero me dicen Torres..., como Torres..., el del Atlético de Madrid. Es mi apellido —puntualizó—. ¿Y él?
   —José.
   —¿En qué equipo juegas, José?
   —¡En el Sevilla! —contestó el anciano con lucidez.
   —¡Ostras, ese es un buen equipo! ¿Y de qué juegas? ¿De delantero? ¿O de defensa? Yo soy delantero, me gusta meter goles,  golpeo bien, ¿sabes?, pero sobre todo soy un crack en los regates, me voy de tres y de cuatro sin problema, los dejo más tirados...
   Continuaron hablando durante algo más de media hora. Ante algunas afirmaciones de José, Luis me miraba extrañado, incapaz de comprender por entero la visión que el hombre poseía de sí mismo a sus setenta años de edad. El chico le hizo partícipe de su entusiasmo por el deporte rey y arrancó del anciano recuerdos nítidos de su juventud que me apresuré a anotar para contrastar posteriormente con su familia. De haber tenido una cámara fotográfica habría inmortalizado el semblante y las facciones renovadas de José, me parecía estar ante una persona distinta. 
   El sol comenzó a esconderse y respondí a mis compañeros afirmativamente, debían llevarse adentro a los ancianos, incluyendo a José; empezaba a refrescar.
   —¿Tú cómo te llamas, niño? —le preguntó José antes de marchar.
   —Pero si ya te lo he dicho, me llamo Luis...
   —¿Y cuántos años tienes?
   —Once.
   —¿Y de qué juegas? ¡Ya lo sé —afirmó José—, tienes pinta de portero, ¿a que eres portero?!
   Mercedes, mi compañera, sonrió ante la perplejidad de Luis, y yo aproveché para retener al chico por un instante y hablar a solas con él.
    —¿Qué le pasa? —me preguntó, con cierto rubor en las mejillas—. ¿Ya no se acuerda de lo que le he dicho? Ni mi nombre, ni de qué juego…
   —Así es, no lo recuerda —le contesté con dulzura—. ¿Has oído hablar del Alzheimer, Luis?
   Asintió con la cabeza.
   —Se te olvidan las cosas o algo así..., creo. Pero... no entiendo —concluyó tras permanecer pensativo unos segundos.
   —El qué no entiendes, dime.
   —No se acuerda de mi nombre y sin embargo..., se acuerda de un montón de cosas de cuando jugaba al fútbol..., y de eso hace mucho tiempo. Aunque... tampoco entiendo por qué habla como si fuera joven, ¿es que él no se ve, no ve lo mayor que es?
   Me acomodé en el banco junto a Luis, no tenía prisa por entrar, aclarar sus dudas me pareció importante en aquel momento. Satisfacer el interés de aquel chico por entender el mal de José contribuiría a fomentar su comprensión y su empatía hacia él, y por extensión, su solidaridad. «La educación lo es todo», me recordé, «y también el conocimiento»; despertar conciencia de lo que existe más allá de nuestro entorno inmediato, y de sus carencias, es crucial.
   —Imagina una gran red bajo el mar, con miles y miles de peces en su interior —comencé a explicar a Luis—. Mientras la red esté nueva, todos los peces permanecerán dentro. Pero, ¿qué ocurrirá si alguno de los hilos de la red se rompe y se le hace un agujero mayor?
   —Pues que los peces se escaparán —contestó con determinación.
   —Así es, Luis. Para que lo entiendas, la mente de José, o de cualquier otra persona como tú y como yo, es como una red, todas las células nerviosas de su cerebro están enlazadas unas con otras por una especie de hilos. Y los recuerdos —los de José, los tuyos o los míos— es como si fueran los peces: se quedarán dentro, guardados, si la red no está rota; pero si lo está, escaparán y los perderemos.
   —¿Todos?
   —Bueno…, si la red tiene uno o dos agujeritos, solo se perderán unos cuantos; pero si se van rompiendo más hilos hasta hacerse cientos de agujeros y estos son cada vez más grandes… Y resulta que la red de José... está bastante rota.
   Luis permaneció en silencio durante unos segundos, mirando a la nada, pensativo.
   —¡Oki! Ya me entero —dijo al fin—. Pero…  hay algo que sigo sin entender —rectificó—. ¿Por qué se le olvida mi nombre si se lo acabo de decir y no se le olvidan las cosas que hizo hace tantos años?
   —Tu nombre es como un pececillo recién nacido, acaba de entrar en la red y todavía no ha crecido lo suficiente. Es fácil que consiga escabullirse por cualquier pequeño agujerillo que pueda encontrar. Los recuerdos del fútbol y de su juventud hace mucho que están con él y se han ido haciendo grandes con el paso del tiempo. No escaparon hace años porque la red estaba nueva, impecable, y ahora tampoco pueden hacerlo fácilmente porque al ser tan grandes no caben por los agujeros aún pequeños. Por eso los conserva con él. Pero tarde o temprano, también se irán.
   —¿Sí? —preguntó Luis, con un deje apenado.
   —Sí. Porque la red de José seguirá rompiéndose poco a poco, Luis, hasta que los agujeros sean tan grandes que ya no haya manera de retener nada entre sus hilos.
   El chico bajo la vista, tomando conciencia de lo aquello significaba, sin duda algo nuevo para él.
   —¿Y no se puede arreglar?
   Chasqueé la lengua con pesadumbre.
   —De momento no sabemos muy bien cómo hacerlo. Pero sí intentamos que no siga rompiéndose con facilidad, intentamos que tarde más tiempo en deteriorarse y que José pueda vivir mejor.
   —¿Y eso cómo se hace? —preguntó, mirando y acariciando al balón.
   —Como tú lo has hecho hoy.
   Luis levantó la cabeza con rapidez e inquirió una aclaración con sus ojos. Creo que por un momento se sintió orgulloso de sí mismo. Continué alabándolo.
   —¿Sabes que eres la primera persona que ha conseguido que José hable desde que está aquí, en el Centro? Lo he intentado de mil formas —enfaticé, para hacerlo sentir cómplice—. Tú has conseguido que evoque recuerdos de su juventud, que hable de ellos... Has logrado que esta tarde sea feliz, Luis. Y has sido capaz de conseguirlo tú solo, sin que nadie te dijera cómo.
   —Pero yo... no he hecho nada, solo le di el balón porque pensé que lo quería... —Le tembló la voz.
   —A veces ayudamos sin proponérnoslo. Cualquier detalle, cualquier cosa que hagamos por los demás en cualquier momento puede convertirse en una buena acción. No se necesita mucho para hacer feliz a alguien, al menos por un momento, ni siquiera un gran esfuerzo por nuestra parte. Hay personas tan necesitadas que cualquier ayuda que podamos ofrecerles les hace sentir genial, y no siempre es cuestión de dinero, ¿sabes?, también podemos dar afecto, cariño, amistad…, algo de nuestro trabajo o de nuestro tiempo… ¡Tú actitud hacia José ha sido lo mejor que podía pasarle hoy!
   —¿Por hablar con él? —preguntó con inocencia.
   —Por hablar con él, por dejarle tu pelota, por compartir la pasión que tenéis en común, por dedicarle un poco de tu tiempo... Juegas a diario con tus amigos, ellos te tienen siempre. Renunciar hoy, como lo has hecho, a estar con tus amigos por estar con José ha sido un gran acto de solidaridad por tu parte. José lo necesitaba. Y tú se lo has dado.
   Volvió a acariciar el balón, asimilando mis palabras, tomando conciencia de un acto que él no podía imaginar que alcanzara tal repercusión. Se irguió en el banco, se creció. Su mirada cobró intensidad y se invistió de un brillo especial.
   —Si vuelvo a hablar con él..., otro día..., ¿su red se hará más fuerte, será más difícil que se rompa?
   —Claro que sí. Pero sobre todo..., le harás feliz, estoy segura.
   Se apartó un mechón de pelo que caía sobre su frente, como si intentara despejar su mente.
   —Puedo venir mañana un ratillo antes de que empiece el partido... —dijo sin mirarme, reflexionando en voz alta—, no me cuesta. Y le puedo presentar a alguno de esos —Cabeceó en dirección a la pista donde yacían tumbados sus amigos a la espera paciente de que se dignara a reunirse de nuevo con ellos—. Al Chema, que es portero y le puede enseñar las manazas que tiene. ¡Ese sí que tiene pinta de portero! —exclamó con entusiasmo.
   —Le encantará conocerlo, estoy convencida.
   Luis se levantó despacio, sin saber bien cómo despedirse. Flotaba. Caminaba sobre las puntas de sus pies. Antes de llegar a la pista se giró.
   —¿Hay más como yo? —inquirió con timidez y una pizca de orgullo—. ¿Hay más chicos que... ayudan a otros como José?
   —Se llaman "voluntarios". Sí, hay más. Vienen con frecuencia para dedicar un poco de su tiempo a estas personas, para charlar con ellas, jugar, contarle historias o escuchar las que ellas quieran contar. Pero ninguno es de tu edad. Eres el voluntario más joven del Centro, puedes sentirte orgulloso. Ojalá muchos otros chicos fueran como tú.
   Luis echó a correr sin decirme adiós, levantando el brazo para llamar la atención.
   —¡¡Chema!! ¡Ven, tengo que contarte algo!
   Se me nubló la vista. «No todo está perdido —pensé—, aún quedan corazones nobles, algunos... jóvenes, pero de gran tamaño».

© Pilar Muñoz Álamo - septiembre 2015.
***
   Vivimos en un mundo globalizado, rodeados por cientos o miles de personas con las que “convivimos” o nos cruzamos a diario y de las que nada sabemos. A pesar de formar parte de un amplio colectivo, acabamos comportándonos como individuos aislados, subyugados por una soledad impuesta o buscada, luchando por sobrevivir valiéndonos por nosotros mismos, cuando de estrechar nuestras manos, aunando y compartiendo esfuerzos, todo sería indiscutiblemente más fácil. Nos matan la cultura del tiempo y la de las posesiones, ambas tan valoradas por una sociedad que puede infundirnos todo menos orgullo. Y no reparamos en que el primero se agota y, las segundas, no alimentan los valores espirituales por los que deberíamos seguir luchando a toda costa.
   Pero no todo está perdido. David venció a Goliath.
   Aún existen corazones como el suyo, dispuestos a luchar. Y muchos más que llegarán.

   Gracias a la Fundación Mutua Madrileña por su labor solidaria y por la iniciativa de fomentarla a través del Concurso de Post Solidarios del que este forma parte.

   Más información, a través de su página web www.premiosvoluntariado.com.



12 comentarios:

  1. Pues que me has emocionado, Pilar, eso es lo que tengo que decirte.
    ¡Precioso!

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  2. Tenía tu entrada guardada para leerla con tranquilidad. Y le ha llegado el turno hoy. Y me has dejado con un nudo en la garganta. Terrible enfermedad. Y un gran aplauso por todos los "luises" que hay en este mundo.
    Besotes!!!

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  3. Magnífico. ¿Cómo s eme pasó esto? Tengo que estar más atenta. Felicidades!!!!

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  4. Es una historia preciosa y llena de ternura. Me he emocionado mucho, creo que con eso lo digo todo. ¡Enhorabuena!

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  5. Otra que te acompaña hoy soltando unas lagrimillas. Una historia entrañable, me ha emocionado.
    Felicidades de nuevo por el premio.
    Besos

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  6. Precioso Pilar. Me toca muy de cerca, mi madre está comenzando. Lo comparto en mi página. Gracias y enhorabuena.

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  7. Hola Pilar,

    Me ha emocionado tu texto. Eso sí, corrige lo de Torres, que no es del Madrid, sino del Atleti. Luis se va a enfadar contigo como lo vea ;-)

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  8. Maravilloso y conmovedor, me he limpiado un par de veces las lágrimas al leerte... Gracias. Con tu permiso, te sigo.

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  9. Ya lo había leído, pero me ha encantado volver a leerlo, un relato precioso. Felicidades Pilar.

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