14 feb 2012

RELATO: "ODISEA DE UNA PRESENTACIÓN"

   Ha llegado el día. Mi marido acaba de cerrar la puerta, se ha marchado sin despedirse. Supongo que sabe que no he podido pegar ojo en toda la noche y no ha querido molestarme, pensaría que estaba dormida. Yo tengo un dolor de cabeza espantoso, he visto cómo pasaban una a una todas las horas en el reloj.

   Me levanto y tomo un desayuno frugal, no me entra nada en el estómago: café cargado, aderezado con una píldora que me libere de los martillazos que me machacan las sienes. Estoy nerviosa, no sé por dónde empezar. Han sido dos meses de espera, aunque de apenas preparativos. La biblioteca se ha encargado de todo. Lo que comenzó como una presentación entre amigos ha ido dando paso a un evento cultural en exceso protocolario, pero ya no hay marcha atrás. El Concejal de Cultura, el Director de la Biblioteca, la última escritora galardonada con el Premio de la Crítica por su último libro publicado. Todos estarán allí, poniendo su grano de arena en la obra que dará a conocer mi primer libro, desconocido, ignorado por el mundo literario.
   Camino por la casa como una auténtica sonámbula, dando paseos gratuitos por falta de concentración. Pero es que no puedo centrarme en cada cosa que he de hacer. Mi mente persiste en visualizar una  imagen de mí misma conferenciando ante un público desconocido y me atenaza el pavor. Tomo una ducha templada y me visto para acudir a un salón de belleza donde puedan domar mi pelo enredado por los incontables tumbos nocturnos y aprovecho para pedir que eliminen de mi rostro unas ojeras que me llegan a las comisuras de la boca. Repaso varias veces lo que debo acarrear: un ejemplar de mi libro para leer un fragmento que previamente he señalado, una pluma de tinta negra para estampar alguna que otra dedicatoria que me puedan solicitar, una pequeña bolsa de aseo para retocarme levemente antes de ponerme ante alguna cámara de fotos perdida por el salón… Me quedo en blanco, no se me ocurre nada más. ¡El discurso! Recuerdo que debo cargar con el papel doblado y redoblado donde tengo anotado un discurso que no me ha dado tiempo a mirar. El corazón me da un vuelco. ¡Aún no sé lo que voy a decir! Los niños no me han dejado ni un solo momento para poder practicar y mi timidez extrema es capaz de aniquilar de cuajo mi escasa habilidad para hablar en público. Me aterro. Imagino el momento en que todos callan y me miran, a la vez, como si en el mundo solo existiera yo, esperando que mis palabras fluyan de mi garganta seca, de mis cuerdas vocales paralizadas por la ansiedad de sentirme analizada y comparada con mis brillantes compañeros de evento. Siento que la angustia le va ganando terreno a la cordura y decido parar, dejar de pensar, centrarme en algo trivial que desvíe la atención sobre lo que amenaza con iniciar un ataque de pánico.

   Subo al coche y miro el reloj. Las cuatro y media. La presentación comienza a las siete, a la hora de los toros –pienso metafóricamente-. Aún hay tiempo, pero no quiero llegar tarde. He de hablar con los anfitriones y ni siquiera los conozco, todo se ha tratado por teléfono o por mail. Las nuevas tecnologías facilitan las comunicaciones, pero las despersonalizan peligrosamente. Me agarro al volante y tomo la carretera que me llevará hasta el pueblo, rumiando ideas inconexas a pesar del volumen de la música. Pienso que la hora de camino que me separa del destino la puedo aprovechar para inventar lo que diré.  Comienzo con los agradecimientos y me freno en seco. No recuerdo el nombre del Concejal. ¡Cómo se llamaba el Concejal! Las manos comienzan a sudarme, ni siquiera podré presentarme formalmente al llegar. Es igual, continúo mi paseo protocolario y aterrizo en la figura de la famosa escritora de cuyo libro galardonado ¡desconozco el título! Esto no puede ser verdad, no sé qué demonios me está pasando. Si al menos viajara acompañada podría intercambiar impresiones, relajarme charlando, escuchando, pero la soledad del auto me está matando. 

   El claxon del vehículo que circula tras de mí me devuelve temporalmente a la realidad; circulo a la misma velocidad de los coches de caballos y no dejo que me adelante.  Maldigo sus prisas y vocifero a su paso en un intento de desfogar la adrenalina que me ahoga. Yo no quiero correr más, la carretera está cubierta por un ligero velo helado en el que me da miedo derrapar. Amenaza con nevar. Miro el termómetro interno de mi coche y marca tres grados bajo cero. Los ojos se me abren de forma súbita e incontrolada. ¡No irá nadie! ¡Con este frío no irá nadie! ¿Quién va a abandonar la acogedora calidez de su hogar para escuchar a una perfecta desconocida?  ”Qué más da de lo que trate el libro, hay miles de libros en el mercado para elegir”. “Ya habrá tiempo de conocerlo más de cerca, si es que realmente merece la pena”. El brutal pensamiento fustiga mi mente hasta hacerla sangrar, la hiere de muerte. No hay sensación más dolorosa que notar en propia carne que no interesas absolutamente a nadie. Tal desprecio es difícil de digerir e imposible de superar. De repente ya no me importa el discurso, el nombre del Concejal, ni el título del libro de mi brillante colega, sólo el público ausente en un auditorio donde sonará el eco de mi propia voz por sus amplios rincones deshabitados. El estómago se me hace un nudo, un nudo que va in crescendo hasta que bloquea mi garganta y me invita a llorar. 

   Aparco el coche en una calle próxima a la Biblioteca. No sé si bajar o permanecer en su interior, refugiarme en mi propio mundo, seguir disfrutando de mi celosa intimidad, de mi tranquila vida privada, invulnerable, intacta. Pero soy mujer de principios, no puedo utilizar impunemente a quienes me han tendido su mano de forma desinteresada con el único afán de ayudar. 
   Dejo el bolso en el maletero, mis hombros se han desarmado de tal forma que no lo puedo sujetar, y avanzo lentamente con un pálpito ensordecedor acompañándome a cada paso. Froto mis manos, una contra otra; recorro mi frente insistentemente, en un intento de borrar la frustración de un fracaso anticipado, y el rubor de mis mejillas quema tanto que debo aflojar mi bufanda para que me deje respirar.

   Me aproximo a la puerta y la empujo con torpeza, temiendo lo que pueda albergar tras ella. Avanzo por el pasillo en dirección a la sala de conferencias. No veo a nadie, pero aún es pronto. Llego hasta un ensanche que acoge una exposición de esculturas deliciosas y encuentro a cinco, seis, siete personas paseando entre ellas sin mucha intención. No sé lo que han ido a hacer, tal vez estén quemando los minutos de espera que resta hasta el comienzo de la presentación. O tal vez no. Tal vez ni siquiera sepan que tal evento tendrá lugar. Busco con la mirada hombres enchaquetados. Al menos, imagino que así vestirán los anfitriones de tal acto, como cargos políticos que son, pero no están, no han llegado aún.

   Simulo que me interesan las piezas de piedra expuestas en la sala mientras el bloqueo de mi mente no me permite pensar qué actitud debo adoptar. Vuelvo a mirar la esfera de mi reloj. Siento hormigueo en el nacimiento del pelo y un sopor indescriptible cuando aprecio que faltan diez minutos para las siete, y que ahora son cinco las personas que invaden la sala en el mayor de los silencios. Me miran y yo los miro, sin hablarnos, sin saludarnos. Mi voz no alcanza a salir del cuerpo. 

   Recorro de nuevo los corredores contiguos, buscando una ubicación alternativa que pudiera desconocer, pero el frío y la humedad son los únicos huéspedes que transitan por aquel caserón antiguo y rehabilitado que hace de Biblioteca. Vuelvo sobre mis pasos y acierto a adivinar dos siluetas masculinas al fondo de la sala de exposiciones, disponiendo un mantel rojo que barre el suelo y haciendo pruebas de megafonía con sutiles toques sobre el micrófono. Nadie más. La sala está vacía, no hay nadie más. El temblor de mis piernas y la súbita oscuridad que me nubla la vista me invitan a correr, me incitan a salir de aquel antro fantasmagórico en el que ya no puedo permanecer más. No voy a subir al estrado. No voy a sentarme a la mesa para contemplar un sinfín de butacas vacías burlándose a viva voz de mi penosa e insignificante aportación literaria.

   Llego al coche con el aliento contenido por la carrera y oigo el teléfono sonando con insistencia. Seco mis lágrimas y aspiro profundamente para aliviar mi garganta y esclarecer mi voz antes de contestar. Contengo la emoción todo lo que puedo y pulso la tecla verde sin convicción.
   - Diga –acierto a decir con un hilo de voz-.
  - ¡Menos mal que me contestas, estaba preocupado! –exclama mi marido desde el otro lado-. ¿Estás bien?
   - Sí, estoy bien. Ya te contaré cuando vuelva.
   - Cuando vuelvas… ¿de dónde? ¿Dónde estás? ¡Llevo dos horas llamándote y no coges el teléfono!
   - Ya te he dicho que estoy bien –insisto-.
   - Llegaremos tarde, son más de las siete y media. ¿Aún tienes que vestirte?

   La pregunta de mi marido me desorienta. Hago un esfuerzo por entender lo que trata de decirme.

   - Perdona, pero no sé qué demonios me estás diciendo. ¿Adónde llegaremos tarde?
   - Tengo mesa reservada en el Asador de Juan, dijiste que te apetecía celebrar San Valentín…

   Me retrepé en el asiento completamente muda, con mis neuronas conectando unas con otras a marchas forzadas para conseguir hilvanar las fechas y los acontecimientos.

   - ¿Qué día es hoy?
  - ¡Joder, Marta, estás rarísima! ¡14 de febrero, Día de los Enamorados! –exclamó con desesperación-. ¡No te importaba acostarte tarde, aunque tuvieras la presentación mañana, o al menos eso creí entender!

   El teléfono se me cayó de las manos. Rompí a llorar con tal fuerza que pocos minutos bastaron para expulsar la angustia que me había engullido por completo. Entonces, comencé a reír, como una loca, como una auténtica demente incapaz de gestionar mi agenda con eficacia. Metí la marcha y arranqué sintiéndome pletórica, ligera y relajada. Debía saborear aquella cena. Y brindar con el firme deseo de no volver a permitir que el miedo tomara, a su antojo, las riendas de mi propia vida.  
 

 




   Mañana presento el libro en Pozoblanco, en mi pueblo natal, ¿imagináis que me pasara algo así? ¡¡Qué horror!!

 

5 comentarios:

  1. Eso no te pasará jamás. Será un éxito de presentación y además en familia. Ya nos contarás.
    Un beso enorme

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  2. Acabas de encontrar la solución para mañana. Piensa durante todo el día que vas de cena con tu marido... ¡No te preocupes, que te va a salir todo divinamente! Disfrútalo y luego nos cuentas. ¡Un besazo!

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  3. Lo siento, Pilar, pero vete despidiendo de tu "tranquila vida privada" porque tu pesadilla de salas vacías no se va a hacer jamás realidad. ¡Qué sofoco me has hecho pasar! Suerte en tu presentación y un besazo.

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  4. Tengo tu libro entre mis lecturas pendientes. Lo vi reseñado en uno de los blogs que sigo y me llamó mucho la atención.
    Besos

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  5. No te voy a decir lo que me ha venido a la cabeza, mala mujer... ¡Que angustia, por Dios!

    Voy a leerme ahora la presentación, que me tienes en un sinvivir.

    Un beso.

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