28 may 2013

EXPERIMENTO DE LECTURA: ¿UNA EMOCIÓN?


   Todo cambió radicalmente en mi vida. La imagen tétrica de mi amiga muerta, bañada en aquel charco de sangre espesa que como arma mortífera había manado de todas y cada una de las heridas de su cuerpo hasta evaporarle la vida, se había instalado en un primer plano de mi mente, proyectándose sobre mi retina sin permitirme ver nada más, tan solo a ella y al horror mil veces imaginado de lo que podrían haber sido sus últimos momentos. Aquel cuchillo infernal con el que fue asesinada sin ningún escrúpulo me provocaba un miedo irracional que me impedía conciliar el sueño, un miedo aderezado por el dolor punzante y la impotencia de saber que podría haberlo evitado, que podría haberla liberado de ese trágico destino de haber retrasado nuestra cita un par de horas. En la soledad de la noche, me parecía escuchar como un eco su lamento ensordecedor invocándome una y otra vez, solicitando auxilio con agonía y desesperación, percibiendo su aislamiento de cualquier protección posible, incluyendo la mía. Me sentía culpable, tremendamente culpable, y ese sentimiento que sobrecogía y atenazaba mi corazón me estaba matando. Pero no había marcha atrás, la había perdido. A ella, a mi amiga del alma. Ya no volvería a verla jamás. La opresión de mi conciencia y la pena desorbitada por haber sido amputada aquella parte transcendental de mí  me habían convertido en una sombra muda, levitando como un espectro perdido y desorientado, sintiéndome incapaz de soportar el dolor, de centrarme en cualquier otra cosa que no fuera su estampa, su sonrisa ida, su vitalidad muerta. Incapaz de abrir los ojos y vivir de nuevo en el mundo oscuro que me rodeaba y me apresaba sin dejarme respirar. Quería cerrar los ojos y dormir. Sólo dormir. Para siempre. Y nada más.

   Una noche, un somnífero efectivo me hizo adentrarme en un sueño reparador en el que la vi. Estaba preciosa, radiante, serena. Un halo de luz plateada, salpicada por destellos de un color azul celeste increíblemente bello la envolvía como a una diosa de mi Olimpo, aquél que yo siempre imaginé que existiría para acoger almas como la suya, limpia, pura, bondadosa. El roce sutil de su cuerpo inmaculado al acercarse a mí me hizo estremecer. Inspiré hasta la última mota de aire fresco endulzado con aroma de jazmín que inundó mi habitación, haciéndolo llegar hasta el más ínfimo recodo de mi cuerpo, revitalizado por aquella visión que nunca pensé poder disfrutar. La paz se apoderó de mí hasta hacerme sentir aletargada, sumida en el placer de un sosiego profundo que ella acunó con una sonrisa amplia capaz de curar los rasguños profundos trazados en mi alma. Y me hablaron sus ojos, soñadores, tranquilos, ocultos parcialmente por la caída leve de sus párpados que no restaban un ápice de brillo a sus pupilas, en las que pude leer su mensaje de aliento, su perdón expreso, su deseo ferviente de verme feliz, su mandato de continuar mi vida con optimismo, con esperanza, con la vitalidad con la que siempre perseguimos nuestros anhelos más preciados y que no deseaba bajo ningún concepto hacerme perder. Aún dormida, me incorporé en la cama con lágrimas en los ojos, dispuesta a tocarla para brindarle un abrazo de amistad sincera y de amor incondicional. Y ella me correspondió. Alargó su mano con lentitud, flotando en el aire como si volara, al igual que una pluma a la que una brisa ligera no permite tocar el suelo, ese espacio terrenal que ya no le pertenecía y al que no parecía querer volver. Me acarició el rostro y me devolvió la vida que se había marchado tras su estela tres meses atrás.  Mi corazón se expandió de nuevo, como un preso liberado de las cadenas que lo retienen. Y volvió a latir. Con fuerza. Con entusiasmo. Con esperanza.

   Desperté completamente, abrí los ojos de par en par y aprecié la calidez de los rayos del sol filtrándose por mi ventana, transmitiéndome su energía poderosa. Una sacudida vital me hizo reaccionar. Tenía que vestirme, maquillar mis mejillas deslucidas y salir a la calle a gritarle al viento que estaba viva, que deseaba seguir adelante sin miedo, que el único obstáculo que había levantado un muro ante mí acababa de esfumarse porque ella así me lo había hecho saber. Quería volver a conquistar el mundo. Con el recuerdo de María presente, pero sin que el mismo me atara a la cama como lo había estado haciendo hasta entonces.

   Llamé a Sergio para que me acompañara, era sábado, tenía el día libre y a mí me apetecía especialmente recorrer el campo en su compañía. Deseaba dar un paseo respirando aire puro, inmersa en los sonidos de la naturaleza para sentirme parte viva de ella, de lo mejor de este mundo que, inconcebiblemente, ahora me resultaba maravilloso. Y así lo hice. Me puse ropa ligera, me calcé unas zapatillas de deporte y me eché a la espalda una mochila pequeña con una botella de agua y un par de bocadillos para los dos. Nada más. No necesitaba nada más. El disfrute que pretendía obtener debía ser un alimento para el cuerpo exento de artilugios materiales que me hicieran perder conciencia de lo que me rodeaba. Nada de juegos. Nada de aparatos tecnológicos. Ni siquiera el móvil. Tan sólo Sergio, la naturaleza en estado vivo y yo. Tenía la profunda convicción de que no necesitaba nada más para abordar mi nueva etapa con el gozo renovado. 

   Sergio se quedó junto al coche, sacando las mochilas y cerciorándose de que todo estaba en orden antes de abandonarlo temporalmente en aquel ensanche del camino, y yo me adentré en el bosque impaciente por vivirlo, por tocarlo. El aroma a tierra, a raíces húmedas insertadas bajo los troncos robustos de los árboles con las que alimentarlos, el verdor de las hojas y la mecida de sus copas acariciando las nubes, dando cobijo a los pájaros de plumaje liviano y colorista, con sus trinares sonando en mis oídos cual música celestial, la caída salvaje del agua a través de las rocas redondeadas por la fuerza de una erosión constante, incansable, las ramas pequeñas de un débil follaje rozándome las piernas, provocando la reacción de mi piel ante lo que parecía el beso y el abrazo acogedor de la madre naturaleza me embargó de lleno absorbiéndome, atrayéndome hasta su seno en el que me recosté feliz, dejando caer mi cuerpo sobre la hojarasca mullida que me protegía de la dureza del terreno, observando el cielo que mantenía al oeste su intenso color azul tornándose plomizo de forma paulatina hasta alcanzar el este por el que el sol había nacido algunas horas antes.

   Un sonido extraño me hizo abrir los ojos de forma brusca e incorporarme hasta quedar sentada, provocando el revoloteo de dos pequeñas aves que apenas podían levantar el vuelo. Me había quedado dormida, no sabía por cuánto tiempo. Miré hacia arriba ante la ausencia de luz y vi al cielo completamente cubierto de nubes negras y densas, amenazando con descargar una tromba de agua sobre mí. Un trueno fuerte me sobresalto y algunas ramas secas crujieron bajo mis pies al levantarme. El murmullo de las hojas agitadas se mezclaba con los silbidos del aire. El trinar de los pájaros había cesado, no podía divisar ninguno, habrían corrido a ocultarse ante la amenaza de la tormenta inminente. Busqué a Sergio. No estaba. Caminé en círculos durante algunos minutos, tratando de hallar el lugar por el que había venido, pero no logré encontrarlo. Me había desorientado, por no decir que estaba perdida en aquel lugar que ahora comenzaba a resultarme extraño. Y amenazador.

   Escuché el sonido de algunas pisadas detrás de mí. “¿Sergio?” –pronuncié en voz alta-. Nadie contestó. Tal vez fuera alguna ardilla o algún otro animalejo raudo hacia su madriguera. Pero me asusté. Miré de nuevo a mi alrededor. Todo había perdido el brillo ante la oscuridad aún más intensa que ya comenzaba a cubrirlo todo. No sabría volver. Si no levantaba los pies de allí, no encontraría el camino de vuelta con facilidad. Di unos cuantos pasos sin una orientación precisa y volví a escuchar el crujido de las hojas secas y la sacudida de algunas ramas a unos metros de donde yo estaba. Callaron al detenerme y el estómago me volteó. Los latidos del corazón cobraron fuerza en mi pecho y mis piernas empezaron a temblar.  Aceleré el paso sin saber a dónde iba, deseando alejarme de allí. Tras un par de zancadas en lucha con la maleza, las malditas hojas secas volvieron a crujir. Me estaban siguiendo. El pánico me invadió y el pulso sobre mis sienes comenzó a torturarme la piel. Intenté correr, pero los cordones de mis zapatillas se enredaban entre los arbustos con suma facilidad, impidiéndome alcanzar velocidad. El aire que inhalaba por la nariz se me hizo insuficiente y abrí la boca para recobrar un aliento que el miedo me arrebataba por momentos. Volví a llamar a Sergio sin detenerme. El silencio apenas interrumpido por los truenos ya cercanos me advertía de que estaba sola. Miré de soslayo hacia atrás al tomar un sendero de ramas muertas y vi una sombra tras de mí. La oscuridad ya era evidente y no acertaba a adivinar si era humana o animal. Grité. Y apreté el paso lo más que pude hasta que una rama enganchada al gorro de mi sudadera me hizo caer. Oí las pisadas de aquel desconocido a unos cuantos metros y un estado de ansiedad inició su ascenso desde mi estómago hasta el pecho. Las bocanadas de oxígeno que intentaba aspirar me doblegaron y un reguero de lágrimas acompañadas por gemidos comenzó a aflorar. La imagen de María ocupó mi mente y sentí anclados en los poros de mi cuerpo su angustia, su miedo aterrador, su indefensión y su incapacidad de huir.

   Cuando volví a levantarme en un esfuerzo sobrehumano, giré la cabeza en dirección a la sombra, que permanecía impasible a un metro escaso de mí. Doblé mi cuerpo hacia adelante abrazándome a mí misma y rompí a llorar al ver a Sergio frente a mí, tendiéndome una mano para ayudarme a salir de allí. Me abracé a él sin mencionar palabra, enmudecida y totalmente colapsada por los hipidos del llanto que me resultaba imposible de contener. Todo había acabado. Aquel trance terrorífico había resultado ser nada, el producto de mi imaginación traicionera. Y enferma. Nada más.

   Besé a Sergio en el rostro y en el cuello mientras recobraba la serenidad y, sobre todo y ante todo, la seguridad perdida un tiempo atrás. Pero la alarma me sacudió. El susurro de María filtrándose en mi mente me hizo abrir los ojos y ser consciente de la realidad.  Los brazos de Sergio en ningún momento me rodearon, no los sentí acunándome junto él. Ni escuché de su boca palabra de sosiego alguna, de templanza o cualquier otra que me infundiera tranquilidad. Su mano izquierda se había posado muy sutilmente sobre mi cintura. La derecha colgaba hacia atrás, oculta por su propio cuerpo. Me retiré ligeramente, despacio, y lo miré a los ojos, en silencio. Su frialdad me congeló la sangre. Sus pupilas opacas se convirtieron en un muro infranqueable, imposible de traspasar. Aquel semblante extraño, casi tétrico, no le pertenecía, no era él.

   Intenté retroceder presa del pavor  cuando vi un reflejo plateado que no supe identificar hasta verlo izado a la altura de mi cuello. La hoja afilada de aquel cuchillo casi me hizo desmayar. De nuevo, el susurro apenas perceptible de María me reveló al oído su identidad criminal. Y empujada por ella, sin lugar a dudas, recobré el aliento e hice amago de correr.



-¡Corteeeeen!

-¡¿Otra vez?! ¿Y ahora qué pasa?! ¡Ya hemos recreado la escena diez veces, estábamos llegando al final! ¡¿Qué demonios ha salido mal ahora?!

-¡Le está tocando el culo, ¿no lo ves?!

-¡Bueno..., ¿y qué?!

-¡¿Cómo que y qué?! ¿Dónde se ha visto que un asesino loco se pare a tocarle el culo a su víctima justo cuando la va a matar?!

-¡A ver, Manolo! Te he dicho ya mil veces que dejes la mano izquierda en su cintura, que la tienes que sujetar para que no se escape, ¡que no la bajes más!

-¡¿De dónde has sacado a este tío?! ¿No era un actor profesional?

-¡Qué actor profesional, ni que ocho cuartos! El presupuesto que tenemos no da para más. El Manolo es mi vecino, que está parado y le hace mucha falta. ¡Pero hizo un cursillo de arte dramático en el colegio de curas cuando era pequeño, así es que algo sabe!

-¡Joder, joder, joder! Anda, coge la cámara y tira pa’lante. ¡Todos a sus puestos! Repetimos. Preparados…, listos…, ¡acción! 



Uno de los aspectos que siempre ha de perseguirse a la hora de escribir es emocionar al lector, hacerlo sentir, jugar con las palabras, con las acciones y con los elementos propios de los distintos géneros narrativos para manejarlo (al lector, con perdón) a nuestro antojo, provocándole -involuntariamente para él- reacciones de tristeza, nostalgia, optimismo, alegría, paz, miedo, temeridad, intriga, terror, incertidumbre, alivio, sorpresa, alguna lágrima pérdida o incluso una sonrisa. 
Conseguirlo no es fácil, y mucho menos cuando se pretenden inducir varios cambios de emoción a lo largo de la lectura. Pero cuando además se dispone de poco espacio para ello la tarea puede resultar en extremo complicada.
Una novela media cuenta con unas 130.000 palabras -puede que bastantes más- de margen para jugar. Este relato tiene 2.100. Mi reto al escribirlo no era conseguir despertar una sola emoción en este espacio tan condensado, sino más de una. Así es que os agradecería que me dijeráis si conforme ibais leyendo habéis pasado al menos por alguna de las muchísimas que he enumerado anteriormente, o por el contrario, no ha sido así. Si me decís que habéis pasado por dos me conformo. Si me decís que ha sido por tres, me doy por satisfecha total. Y si alguno por ahí me dijera que ha sido incluso alguna más, me hago una foto dando saltos de alegría y la cuelgo en esta misma entrada, jajaja.

14 comentarios:

  1. Desesperación, angustia, miedo... y por qué no, al final una sonrisa.

    Besos

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  2. ¡¡Me ha encantadoooooooooooooooooo!! Lo que me he podido reír con el final y el Manolo, jajajaja. Me ha recordado a un relato erótico que escribí una vez en Ciao!, un día de estos te lo paso para que me digas qué te parece. ;-)

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  3. He caído en tus manos, puedes darte por satisfecha ya que me has hecho sentir miedo con tu relato, intriga ya que me ha absorbido de principio a fin, también tristeza, nostalgia y por último me has hecho sonreír y me has causado sorpresa. Y cuando he leído hasta la última me has hecho incluso reflexionar sobre el arte de escribir.

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    1. ¡¡Jolín, chica, ¿a que me tengo que hacer la foto?!!, jaja.
      Gracias, guapa! ...Y lo del arte de escribir también debes saberlo tú ;)
      Un beso!

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  4. Mi sincera opinión: me ha resultado algo previsible lo de Sergio, que no era trigo limpio, por lo demás, genial: temeridad, angustia, intriga, alivio, sorpresa y sonrisa :-) Un besoteee!!

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  5. Espanto, miedo, calma, placidez, horror y sonrisa al canto! 1beso!

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    1. Bueno, bueno... ¿Todo eso de verdad? Qué alegría me dais!
      Gracias por leerlo!
      Un beso!

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  6. Oye pues ha sido divertido
    Mira, lo he leído con calma y luego lo he releído dejándome llevar otra vez y puedo decirte que veo un juego buscando una angustia que cortas con periodos de calma hasta liberarla con una risa.
    O así me ha parecido a mí
    Besos

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    1. Pues mira, esa es otra interpretación muy interesante, y creo que cierta. Es curioso que a veces haya otras perspectivas en lo que se escribe que el propio autor no ha llegado a ver :)
      Un beso, guapa!

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  7. Hola querida amiga Pilar, buenas noches, paso por tu blog, para dejarte un saludo y decirte que voy a tomar un descanso en mi blog, lo necesito. Te dejo un fuerte abrazo, siempre con cariño.
    Lola Barea.
    Hasta mi vuelta. Gracias.

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    1. Hola, Lola! Sí, la verdad es que el cuerpo y la mente necesitan descanso de vez en cuando y lo mejor es darle el tiempo que nececite para volver después con las fuerzas renovadas y con mayor ilusión. Ya nos leeremos cuando estés de nuevo por aquí :)
      Un beso!!

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  8. Con el final he suspirado de alivio y me has sacado una sonrisa de oreja a oreja con el pobre Manolo. Y antes me estabas dejando con el alma en vilo. ¡Qué tensión! "Angustiaita" que me estabas dejando.
    Besotes!!!

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