21 nov 2013

RELATO: "CICATRICES EN CUERPO Y ALMA"

   La tristeza me embarga al caer la noche. Pero no quiero llorar. Las lágrimas ya fluyeron en el viaje que tuve que hacer bajo los designios de quién sabe quién. O qué. Lágrimas aleccionadas para vidriar mis ojos en soledad, para ahuyentar el miedo a través de ellas mientras mi rostro público dibujaba los rasgos de una fortaleza fingida, pero necesaria para evitar el derrumbe de mi hogar como si fuera un castillo de naipes bajo un vendaval imprevisto.
   Ahora estoy de vuelta, agarrada a la vida con el albor pintado en las yemas de mis dedos de tanto apretar, con una sonrisa abierta que aun oscila temerosa por las sombras que me sobrevuelan, pletórica al sentir el rubor del sol en mis mejillas y el susurro del viento, que mece las puntas de mis cabellos haciéndome sentir viva, agradecida por una segunda oportunidad que satisface con creces quien soy...; aunque pesarosa por como ahora soy, por el cuerpo devastado con el que deberé entregarme a ti. Con el que deberé convivir yo.
   Tengo miedo. Cuando el resplandor del día cesa y me encamino hacia la cama, tengo miedo. Mi cuerpo y mi mente se hacen un ovillo, a pesar del amor que siento y de la sonrisa que me regalas al cruzarse nuestras miradas. Y en ella espero. En la cama espero a que vengas a mi lado, temiendo desnudarme y exponer la huella que me dejó el bisturí en su lucha contra mi enemigo mortal, aquel que se llevó consigo una parte de mi ser, una seña de identidad arraigada en mi mente para hacerme sentir mujer y cuya ablación perturba mi equilibrio emocional, aun en contra de lo que dictan mi racionalidad y tu forma de amarme.
   Hoy todo es distinto. No tienes prisa por venir junto a mí y mi corazón se encoge. Enciendes una decena de velas dispersas alrededor de nosotros, y el crepitar de sus llamas diminutas baila al mismo ritmo que lo hace mi pulso, nervioso. La música suena. Nuestra música. Su melodía me envuelve haciéndome entornar los ojos durante un instante breve, y los vuelvo a abrir para observar tu cuerpo desnudo a los pies de la cama. Lo siento mío, exclusivamente mío, y lo amo con toda la pasión que cabe en mi alma: cada músculo, cada pliegue, cada curva insurgente que desafía a esa escultura cinéfila tan artificial. Amo tus manos, tus labios cuyos besos reconozco en cualquier parte de mi cuerpo y tu aliento excitante que inicia en mi cuello su recorrido largo por las estaciones del placer. Pero me quema el recuerdo de nuestras risas de antaño entre posturas desinhibidas, nuestros gemidos a media voz, nuestras miradas pérfidas de deseo tras una pequeña ingesta de alcohol.
   Te aproximas a mí con lentitud, mostrando una súplica en tu rostro solícita de que hoy sea el día. Y me estremezco. La oscilación sutil de mi cabeza de un lado a otro muestra mi negativa, percibiendo en mis entrañas un dolor desgarrado por incumplir la promesa que te hice de entregarme en cuerpo y alma. Quiero seguir entregándote el alma. Pero el cuerpo no. El cuerpo no.
   Mis lágrimas diluyen tus perfiles, pero el gesto de ternura que se configura en tu rostro trasciende y llega hasta mí como una brasa cálida que me acuna. Me abrazo a mí misma, en un acto reflejo que protege mis pechos ausentes. Tú posas tus manos sobre mis muslos y los recorres al compás de los acordes, dibujando caricias que erizan mi piel, y subes hasta alcanzar mis caderas. Decenas de besos rocían mis poros, mis curvas, mis pliegues. Y me relajo, dejándome llevar, dando por seguro que no subirás, que la oquedad de mi ombligo será la bandera que marcará el límite que no deberías traspasar. Pero tus dedos no atienden a símbolos. Tu mente no atiende a razones. Tu amor se niega a dejarme en la sola compañía de mis miedos, de mis recelos, de mis complejos recién adquiridos..., ¡y yo quiero corresponderle! Y voy a corresponderle.
   Tomas mis manos con suavidad y las llevas hasta tu boca para posarla en ellas un instante breve, esbozando una sonrisa cómplice que pide a gritos mi confianza. Y te la doy. El estómago me oprime, me cuesta respirar, el nudo de mi garganta crece a medida que aparto mis brazos a ambos lados de mi cuerpo, invitándote a que sueltes los botones de la camisola que me cubre. Los claroscuros que forma la luz de las velas tiemblan a la vez que yo. Contengo el aire al quedarme desnuda, sin barreras físicas que se alcen entre tú y yo. La luz anaranjada ilumina tu dolor. Tragas saliva y soy testigo del brillo de tus ojos mientras susurras mi nombre: Teresa. Yo tiemblo de nuevo. Una congoja insufrible se hace eco en mi pecho cuando viertes tus lágrimas sobre las planicies donde, poco tiempo atrás, se erigían mis montes encantados que tantas veces acariciaste. Las enjugas con tus labios y las besas, una y otra vez, paseándote por sus cicatrices con una ternura infinita. Y te recuestas sobre ellas abrazándome con fuerza tras sonreírme y confesarme, a través de tus pupilas, que me amas más que nunca.
   Acaricio tu pelo y lloro emocionada, sintiéndome orgullosa por este acto de valentía propia con el que empezaré a superarlo. Tu sexo busca la conjunción de nuestros cuerpos; nuestras almas ya están unidas. Te adentras en mis entrañas, me invades, y te siento formar parte de mí, como una extensión de mi cuerpo y de mi ser a la que no quiero dejar escapar. Permanecemos inmóviles, dejando que nos cubran los sentimientos de amor manados al aire, sin obstáculos visibles o invisibles que nos impidan ser uno del otro de principio a fin.
   Resuenan los acordes de un piano, acompañando y enfatizando aquello que siento, llenándome de notas de color la mente mientras mi corazón palpita, con más fuerza que nunca.

© Pilar Muñoz Alamo - 2013




"Por ti" (El canto del loco)

15 nov 2013

"AS DE CORAZONES" de ANTONIA J. CORRALES.

  Un broker que sueña con ser escritor, una enfermera que, a pesar de adorar a los niños, se niega a ser madre y una editora que jamás quiso serlo. Atrapados por un secreto inconfesable que dominará sus vidas. Amor, rencor, traición, superación personal, crítica social y la realidad más cruda y más hermosa. Ayala, Samantha y él: Bastián. ¿Cuántas formas hay de amar? ¿Realmente el amor lo disculpa todo? ¿Es Dios el culpable de nuestras desgracias, o confundimos su nombre y en realidad es el Diablo? As de corazones: tres vidas paralelas contadas en primera persona que encogerán tu alma y se harán un hueco en tu corazón.



  Quiero comenzar en esta ocasión haciendo una confesión en forma de contundente declaración de amor: estoy enamorada de la prosa poética de Antonia J. Corrales. Poética por su fondo, por lo que expresa y por cómo lo expresa, sin traspasar la línea –a veces escuálida- que separa la narrativa de la poesía, maquillando las palabras combinadas en cada una de sus frases para ahondar en los subterfugios del alma de cada personaje sin rayar el empalago que tildaría de artificial la narración. Y es que en As de corazones repite esa experiencia maravillosa de la que ya nos hizo partícipes en su obra anterior -En un rincón del alma-, la de bucear en los recovecos del corazón y de la mente de cada uno de sus personajes hasta notar cómo a veces nos falta el oxígeno, cómo hemos de detenernos y separarnos levemente de sus páginas para respirar hondo, para digerir esas burbujas reflexivas manadas de sus bocas con las que nos topamos en multitud de párrafos y que están cargadas de razón, de crítica una veces sutil y otras tantas directa, y que utiliza de forma magistral para configurar el perfil psicológico y profundo de cada personaje que nos presenta para quedarse, para escucharlo, para tocarlo y vivir con él cada una de sus vivencias contadas desde las vísceras, desde muy adentro de su ser, haciendo palpables las emociones sentidas por ellos en cada instante como si fueran personas vivas y perfectamente reales, alejadas de la ficción y con las que empatizamos con una facilidad pasmosa.

  As de corazones vuelve a ser una novela intimista en la que sus protagonistas cobran tanta o más importancia que los hechos en sí que se narran en ella. Antonia J. Corrales nos conduce a través del hilo de acontecimientos que se suceden en la vida de sus tres protagonistas sin escatimar esfuerzos por transmitirnos la forma en que ellos experimentan y sienten lo que les acontece, la opinión que les merece aquello que viven y las personas que los rodean, y las sensaciones intensas que las relaciones humanas –afectivas o no- despiertan en ellos. Y es ahí cuando la autora aprovecha para lanzarnos dardos directos al alma. Porque no se conforma con narrar el discurrir de los hechos sin más, no aspira a hacernos lectores pasivos de una trama que ha creado de forma impecable; Antonia J. Corrales nos sacude, hunde sus dedos en nuestras llagas, en nuestro corazón, zamarrea nuestros sentimientos para sacarlos a la palestra, y nos provoca, nos provoca con la interpretación moral de cuanto va aconteciendo usando a sus protagonistas para tal fin, obligándonos a pronunciarnos mentalmente a favor o en contra de sus opiniones y de sus creencias, de su forma de entender la vida, a reflexionar sobre todos esos aspectos dejados caer sobre la narración como una lluvia fina que sin darte cuenta acaba empapándote, mojándote lo suficiente como para hacerte reaccionar ante lo que estás leyendo y dejarte una huella impresa que ya no se irá. Y ese rasgo distintivo me apasiona, porque son las novelas que no me dejan indiferente emocionalmente las que me gustan de verdad.

  El amor intenso, inevitable e irracional, el odio, el destino marcado disfrazado de casualidad, las incoherencias religiosas que se amparan en la fe para salir indemnes una y otra vez, la sinrazón hermanada con la mentira y la falta de honestidad como clave del éxito, las frustraciones personales por vivir la vida que otros decidieron para nosotros y la impotencia que nos produce su descubrimiento cuando ya es demasiado tarde, el futuro trazado bajo las consecuencias del miedo al dolor y a sufrir de nuevo… Perlas que componen un rosario teñido de sentimientos que se rebelan ante lo injusto y que lidian contra el raciocinio en su deseo de vivir, desplegando un amplio abanico de emociones; un rosario construido personalmente y a partes iguales por Samantha, Bastián y Ayala a base de retazos de sus propias vidas, enlazadas entre sí a lo largo de una trama desarrollada a la perfección, salpicada de pequeños detalles que la autora, con estudiada maestría, va soltando sin intención aparente a lo largo de la narración para que podamos ir atando cabos y desvelando secretos por nosotros mismos, poco a poco, como mandan los cánones del buen suspense que iniciándose ya en sus primeras páginas va in crescendo a medida que la historia avanza hacia su final.

  En un guiño perfecto entre autora y personaje, Antonia J. Corrales consigue de nuevo con As de corazones uno de los objetivos profesionales confesado por una de las protagonistas en la propia novela: no publicar una simple historia de ficción, dar a los lectores un pedazo de alma y crear personajes llenos de vida. Doy fe de ello. Porque he terminado y cerrado la contraportada con el corazón encogido, con un nudo en la garganta y con un suspiro intenso resonando en el silencio de esta noche en que acabo de leerlo, mientras he de controlar mis ansias desbordadas por eliminar de un plumazo, de un contundente manotazo, el pedestal sólido sobre el que se sustentan imbatibles algunas leyes humanas.


  ¡Felicidades, Antonia, es una novela realmente preciosa! ¡¡Y mil gracias, de corazón!!

12 nov 2013

RELATO: "HAIYÁN: EL ÚLTIMO BÁRBARO".

  Aterrizo en mitad del caos. Mi cuerpo inicia un giro de trescientos sesenta grados de manera automática, como un periscopio programado para absorber las imágenes impactantes que rayan mi mente dejando en ella hondonadas y surcos de dolor que no se borrarán jamás, cicatrices de recuerdo de lo que la madre naturaleza es capaz de hacer cuando se enfada con nosotros más de lo habitual, aunque en éste, como en otros muchos casos, aplicando una injusticia propia de la sinrazón por cebarse con quienes menos abusan de sus dones a diario, con quienes resultan ser más débiles en su forma de vivir, de construir, de subsistir.
  Ahogo una exclamación de profundo pesar y me llevo los dedos a la boca aspirando aire para no llorar. Los contornos habituales de la ciudad se han evaporado por completo. Los altibajos marcados por los tejados de las viviendas, los árboles y las plantas se han unificado en un perfil único a ras de suelo: el del amasijo de escombros, maderas cuarteadas, troncos partidos y restos triturados de los enseres de quienes vivieron en ellas hasta hace unas cuantas horas. Y con el polvo sucio y denso pululando sobre ellos cual si fuera una nube de muerte, de venganza a saber por qué. Grupos de hombres, mujeres y niños vagan de un lado a otro, con los ojos vidriosos, testigos de la desolación, de una pesadilla en la que creen estar inmersos hasta el momento de despertar. Buscan desesperados lo que un día fue suyo, con el dolor reflejado en sus rostros, preguntándose a sí mismos cómo serán capaces de sobreponerse a la nada, que es lo único que ha quedado a su alrededor. Pero no se achican, no se amilanan como lo estoy haciendo yo. Suplican auxilio y se ponen en marcha con lo poco que pueden cargar en sus hombros o con las espaldas vacías, protegiendo a sus hijos una vez más ante el hambre y la necesidad que se avecina. Buscan a los heridos entre las montañas de destrucción apiladas a los lados de las carreteras, en los arcenes de los caminos que serpentean sin saber adónde llegan y no dudan en subirlos a las camillas fabricadas de forma arcaica con los restos de madera y telas encontradas entre las piedras. El cielo aún muestra su tristeza por no haber podido mantener alejado a Haiyán y sigue vestido de gris. La impotencia se clava en mis ojos. El silencio con el que se mueven me duele en el alma y me dicen que están curtidos por la adversidad constante que les ha tocado vivir de continuo. Su fortaleza, su afán de supervivencia y su perseverancia sin protestas despiertan mi asombro y mi admiración.
  Respiro aliviada cuando escucho la llegada de la primera ayuda humanitaria que paliará sus carencias alimenticias. Pero reacciono de nuevo y me hundo en un abismo profundo de pena, de desazón, porque sé que no habrá ayuda humanitaria suficiente que palie una barbarie natural de tal calibre; porque sé que transcurridos los primeros días de la violenta visita del tifón el mundo dejará de hablar de él y de sus víctimas inocentes, aunque sigan padeciendo los efectos devastadores de su paso durante unas cuantas décadas más; porque sé que el primer mundo seguirá manejando en exclusiva los hilos que le aportan ese poder económico que le hace dueños de los demás, sin permitir un reparto equitativo que prevea la construcción de una infraestructura lo suficientemente fuerte como para evitar que chabolas endebles vuelen por los aires al primer soplido, y que prevea la creación de un estado digno que brinde bienestar a sus ciudadanos cubriendo las necesidades básicas que el mundo industrializado ya no exige, porque está acostumbrado a tenerlo por defecto y no contempla la posibilidad de perderlo.
  Los muertos se apilan en el camino, no queda tiempo para atenderlos, no parecen merecer siquiera un último adiós. Y el corazón se me encoge. Es prioritario vivir, encontrar abrigo en cualquier sitio y algo de comida y agua para que el cuerpo aguante unas cuantas horas más. El futuro que yo contemplo largo se ha reducido aquí a la próxima caída del sol. Si sus pupilas negras son capaces de abrirse otra vez a la nueva luz del alba, entonces pensarán qué hacer, adónde ir. Si es que encuentran algún lugar.
  Miro el reloj. A esta misma hora, yo estaría tomando un café en mi mundo, retrepada en la silla bajo las caricias del sol y de una brisa suave que no osa dañar a nadie, observando la silueta esbelta de los edificios de hormigón, ladrillo y piedra aislados de la intemperie y de las inclemencias del tiempo; observando el deambular por carreteras asfaltadas de los vecinos que van y vuelven al trabajo, al supermercado de turno, o a pasear a sus hijos al parque con el bocata en una mano y el brick de zumo vitaminado en la otra, con su anorak mullido para resguardarlos del frío mientras juegan felices, al tiempo que las madres leen la última novedad literaria con un susurro de aves al fondo o con la algarabía aguda de otros niños de mejillas sonrosadas que nunca mancharon sus manos sino con el ocre del albero al hacer sus castillos de arena, completamente ajenas a las miserias que otros deben soportar con estoicismo y sumisión.
  Las imágenes proyectadas en mi tapiz de recuerdos contrastan con las que percibo ahora frente a mí, y que se convertirán en fotogramas repetidos durante un incontable número de días. Y entonces me pregunto por qué. Una y mil veces. Por qué.

5 nov 2013

MICROCUENTO: "LA JUSTICIA"




   Esperé a mi hermana en casa junto a su pequeño de cuatro años, con lágrimas de emoción en mi rostro. El veredicto de inocente la exculpaba de la acusación de aquel malnacido que un día tuvo por marido; denunciarla por abuso sexual hacia el pequeño para poder obtener su custodia me pareció deleznable. Al verla llegar, di un beso de despedida al niño y lo acerqué por fin al encuentro de su madre. Él la miró, bajó la vista y, temblándole las piernas, se orinó.  




   De todos es sabido que la dificultad de buen relato o de un buen cuento radica en contar una gran historia en poco espacio, pero con los detalles justos que nos permitan seguir el hilo de la misma, con la ambientación indispensable para encuadrar los hechos y con personajes lo suficientemente profundos como para empatizar con ellos y que cale hondo aquello que les pueda suceder a lo largo de las páginas escasas en que se desarrolla la acción. Y conseguir todo ello obliga a jugar hasta con el significado de los espacios en blanco, de lo que no se dice pero se da a entender o se hace intuir. Ni que decir tiene que esa dificultad aumenta de forma inversamente proporcional al espacio de que disponemos, con lo cual, crear un buen microrrelato con tan solo cien -o incluso menos- palabras ya es todo un reto. Y mucho más aún, contar un microcuento en el que la historia ha de ser completa, con final incluido. Porque eso significa que no podemos hacer uso de la imaginación del lector para que invente ese final y nos ahorre las palabras necesarias para escribirlo, como sí suele ocurrir con los microrrelatos abiertos. En el microcuento, las palabras que cierren la historia también han de salir de nuestra pluma. Y cada una de ellas cuenta. 
   Lo que más curioso me resulta de todo ello es la forma en que el lector dilata la historia tras leerla, la cantidad de detalles que añade y la información que suma al texto extraída de su lectura entre líneas, condicionada por la elección precisa de las palabras y por la composición de las frases empleadas por el autor en su narración. 


   No sé si yo con este microcuento habré conseguido tal objetivo, el de transmitir bastante más de lo que está escrito, el de construir en tu mente una historia mucho más amplia y rica en detalles de lo que expresan literalmente las únicas noventa palabras empleadas para contarlo. No sé si habré conseguido, además, que la historia revolotee por tu cabeza algún tiempo más del que has tardado en leerla, que te quedes pensando en ella mientras despegas la mirada de la pantalla y la posas en cualquier otro lugar ajeno. 

   Este es un simple ejercicio de habilidad narrativa. Uno más de tantos como se necesitan para aprender.

Lecturas 2018.

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