En su lado de la cama, las sábanas se arremolinan tratando de cubrir
infructuosamente el hueco que él dejó al marchar; las mías han permanecido
impasibles a lo largo de la noche, como un mar en calma, contagiadas por la
quietud de mi cuerpo y de mi alma rota. Presagiaban que no sería capaz de
soportar su roce sutil sobre mi piel deshecha, decorada con tonos violáceos por
el impacto de sus nudillos, de su mano abierta…, que no sería capaz de soportar
la levedad de su peso, al que la gravedad dejaría reposar sobre mis costillas
rotas…, y se han hecho cómplices de mis movimientos bloqueados por el dolor
para no dañarme aún más.
No soy consciente de la velocidad a la que se desplazan las agujas del
reloj. Ni siquiera si el mundo aún camina o se detuvo al sentir el crujir de mi
labio partido una vez más, para desangrarse conmigo, lentamente, y oscurecerse
como lo hace mi vida hasta no ver más allá de lo que mi mano puede alcanzar:
apenas un ápice de la dignidad con la que nací; un resquicio de la luz que
antaño iluminaba mis ojos, contagiando una alegría cuya fisonomía ya no sabría
reconocer; una mota de autoestima que se empeña en recordarme que aún tengo
identidad propia; un destello de valor para pasear mi condición de mujer sin
pedir perdón por ello, sin esa culpa que me sacude por lucir las curvas que la
naturaleza dibujó en mi cuerpo y que levantan miradas que yo no busco ni deseo;
y un cofre pequeño donde guardo como un tesoro el maquillaje que oculta cada
mañana las marcas visibles de mi vergüenza, las mismas que él jura y perjura
una vez tras otra que no volverá a infligirme…, hasta que el viento se lleva su
juramento y se olvida tal promesa, hundiéndome en el abismo cada vez más.
Entorno los ojos con pesadumbre, ya no tengo fuerzas para llorar. Las
imágenes se mezclan en mi cabeza como un cóctel imposible y discurren
desordenadas evocándome emociones contradictorias que me están volviendo loca.
Mis sueños de juventud se han hecho añicos, y no puedo sobrellevar el duelo que
profeso a su muerte sin la esperanza de que algún día vuelvan a renacer. No puedo.
Mi corazón se encoge como un fruto reseco, ajado y envejecido ante unas
muestras de amor que en nada se parecen a las que me prometió, y un pozo de
tristeza me engulle, me impide respirar, mirar al frente, vivir. El mundo
entero ha perdido el brillo que tenía hasta enlazarme con él, bajo una alianza
que me pesa y me ata cual si fuera una argolla de acero que me limita, que me
anula por completo postrándome ante él a su entera voluntad.
Sé que no tardará en volver. Intento deshacer el ovillo que forman mis piernas, mi pecho y mis brazos protegiéndose mutuamente, forjando una especie
de coraza que me haga invulnerable. Pero estoy entumecida, atenazada por el
dolor y la rabia contenida, hundida en el colchón del que nunca puedo huir al
llegar la noche. Y siento miedo. Por el desorden que me rodea y que no soporta,
por mi aspecto sucio y desaliñado que tanto detesta, por el almuerzo que no
estará en la mesa a su temperatura justa cuando lo alerte la llamada del
hambre, por la ropa que aún no se habrá secado y que yo no habré planchado para
salir, por no correr a su encuentro y poner un beso de bienvenida en sus labios
con mi sonrisa complaciente de esposa abnegada, sumisa y enamorada. Estoy
aterrada, porque sé que volverá a educarme con su pedagogía severa, inflexible,
¡para hacerme una mujer de bien! Y después rociará mi cuerpo con sus caricias
tiernas que no podré rehuir, regará mis oídos con sus palabras de amor
incondicional, y me poseerá como un animal convulso al tiempo que me susurra,
en cada embestida, que soy suya y sólo suya, para que nunca lo olvide. Entonces
me preguntará si lo amo. Y mis labios asentirán obligada con lágrimas en los
ojos mientras mi corazón lo duda. Cada vez más.
Estiro mi brazo y agarro el teléfono móvil que dejé de usar hace años.
Me quema en las manos ante el recuerdo de su ira al cuestionar el destino de
mis llamadas, el motivo insustancial que nunca resultó creíble a su mente
retorcida. Consulto la agenda vacía y descubro que no tengo a nadie a quien
acudir, y el nudo en mi estómago se acentúa. Él se ocupó de distanciarme de
todos. Me impuso un silencio que yo asumí…, para evitar la humillación de
reconocer el verdadero cariz de mi relación amorosa, para evitar a mis seres
queridos el sufrimiento de verme muerta en vida, bajo el yugo de quien resulta
ser a ojos externos el marido más maravilloso del mundo.
El murmullo de vida que resuena a través del tabique me dice que he de
levantarme, que debo ignorar cuanto siento y seguir haciendo equilibrios como
una funambulista para mantenerme en pie, que debo afrontar mi vida como una
autómata abstrayéndome de la realidad para abrir los brazos al mundo de mis
sueños mágicos, de mis cuentos de hadas donde pueda ser la protagonista
indiscutible, feliz bajo las estrellas. Sujeto mis costillas con la mano y me
desplazo lenta, aletargada, incorporándome con calma hasta quedar sentada en el
borde de la cama, con el techo a ras de mi cabeza como parte de esa horrible
sensación claustrofóbica que me produce mi propia existencia.
El
intento de ordenar mentalmente mis obligaciones se ve alterado por el
eco de unas voces infantiles que llega hasta mí y evoca a los hijos que nunca
tuve. Un halo de alegría me invade por la pena evitada a ellos al no haber
nacido, pero confieso haber perdido con ello el acicate que me daría fuerzas en
la lucha, por defenderlos, por aislarlos del dolor huyendo del lugar en que me
encuentro y de la compañía que me doblega. Un pensamiento resbala por mi conciencia
como una estrella fugaz haciéndome reaccionar: no puedo librar batalla por
quienes no están, pero sí por los que vendrán. Mi seno joven puede acoger una
vida nueva en cualquier momento y la semilla que la haga germinar aún está por
llegar. Un frío espantoso me sobrecoge ante el terror que me produce haber sido
capaz de esbozar tal pensamiento, una traición conyugal sin consumar que
recibiría un castigo ejemplar por su parte, por mi osadía de construir esa
imagen en mi mente con un hombre extraño y no con él. Pero ese frío especial me
ha sacudido por dentro y me ha hecho olvidar el dolor por un instante. Aún
tengo tiempo. Aún me queda un resquicio de aliento para reconstruirme con savia
nueva antes de que su fuego implacable y
destructivo termine por asolarlo. Tan sólo debo no pensar. En lo que
dejo, en aquello de lo que carezco, en lo que necesito o en lo que vendrá. Nada
que exista fuera se erigirá nunca como el infierno que ya conozco. Manos amigas
me esperan. Cualesquiera y dondequiera. Las estrecharé y ya no las soltaré
jamás.
¡Quiero vivir!
¡Quiero vivir!
Y voy a
vivir.
© Pilar Muñoz Álamo - 2013
¿Quieres escucharlo?
Algunos datos: 23 mujeres han muerto víctimas de la violencia de género, a manos de sus parejas o ex-parejas, en estos primeros cinco meses del año 2013. De todas ellas, tan sólo 5 habían presentado denuncia previa por malos tratos, poco más de un 20%. El número de denuncias presentadas por mujeres maltratadas supera anualmente las 120.000. Y yo me pregunto -intentando pensar con cierta lógica-: si tal número sólo supone un 20% de las víctimas reales, ¿cuántas mujeres sufren maltrato en España?
Espeluznante e intolerable.