
I.
—Le dije que no se marchara solo, que esperara hasta que volvieras. Pero no hizo ningún caso, ni siquiera me escuchó —declaré, con una amargura rabiosa—. Cuando empezó a trabajar contigo dejé de existir, solo tenía ojos para ti, como si fueras su Dios. ¡A ver qué se le había perdido un domingo...