Aquel día amaneció nublado, tintado de un gris oscuro que ocultaba el
colorido y la belleza de las primeras flores de una primavera que no
parecía haber entrado en Segovia con buen pie, ni para ellas ni para
nosotros. Hacía unos cuantos días que el buen ánimo no me acompañaba. Mi
sonrisa forzada afloraba a mi rostro movida por la educación y las
buenas costumbres, pero en mi fuero interno era ahogada por una tristeza
que no acertaba a comprender bien. Teníamos problemas, pero nada mucho
más excepcional que los de cualquiera de mis vecinos. Aunque yo ya lo
sabía, una voz interior parecía repetírmelo una y otra vez, quizá como
fruto directo de lo que tantas veces había leído y escuchado: miedos
irracionales, el miedo que siempre me acechaba no atendía a ninguna
lógica explicación, era absurdo que la buscara, que intentara hallar un
porqué; tal vez por eso me resultaban tan difíciles de controlar,
porque me veía incapaz de atajar la causa de mis temores, no la había, y
por tanto, sus magnas consecuencias amenazaban con asolarme en
cualquier momento, a cualquier hora, de manera imprevisible, inevitable…
y a veces, implacable.
Miré el reloj y me levanté de mala gana, no me apetecía salir de casa.
Pero mi padre esperaba algo iracundo ante la idea de tener que
desplazarse a Madrid y yo no quería enojarlo más. Ya habíamos discutido
lo suficiente el día anterior ante su rechazo a someterse a más pruebas
médicas. Estaba harto, harto de luchar contra un corazón cansado, quería
que le dejáramos en paz, que le permitiéramos vivir sus días como le
viniera en gana. Su apatía ante la vida lo estaba matando en mucha mayor
medida que su enfermedad, que no revestía de una gravedad extrema,
según nos habían podido informar. Era desgana, dejadez, la sensación tal
vez de no tener nada útil que aportar a la vida, su carácter aprensivo,
que le hacía esperar demasiados cuidados por parte de quienes tenía a
su alrededor.
Con un nudo incipiente en la boca del estómago, recogí a mi padre y nos
encaminamos hacia Madrid. Lo miré a la cara y lo encontré triste,
meditabundo, pero no me encontraba con fuerzas para decirle nada, sólo
quería concentrarme en mí misma y en la extraña sensación que comenzaba a
bullir en mi cuerpo. Una ligera flojedad en las piernas y en los brazos
me hizo sentirlos más pesados de lo habitual, pero no quise centrar mi
atención excesivamente en ellos, algo me decía que no me reportaría nada
bueno concederle a aquello más importancia de la que tenía. No había
dormido bien. Sólo era eso.
Encendí la radio y busqué algo de música lenta para escuchar. No quería
estridencias ni ritmos alocados, prefería algo suave que me ayudara a
afrontar el camino de una forma relajada. Una canción antigua comenzó a
sonar y con ella, los recuerdos de mi infancia resucitaron en mi mente
al tiempo que ví a mis padres abrazados en el salón de nuestra casa,
meciéndose al son de la música lenta, bailando una y otra vez. Añoré
aquel tiempo, añoré su compañía y añoré su protección, y la sombra de la
congoja comenzó a ascender por mi pecho henchido hasta mi garganta,
forjando con lentitud un nudo grueso que me atenazaba sin piedad.
Me agarré firmemente al volante cuando enfilé la AP-6 en dirección a
Madrid. Mi respiración comenzó a acelerarse y noté que mi pecho se
elevaba a mayor velocidad de la habitual. Una tenue opresión por encima
de mi abdomen hizo que me curvara ligeramente hacia delante, intentando
controlarla con mi propio cuerpo en un intento de evitar que siguiera
ascendiendo sin cesar. Las primeras notas de humedad recubrieron las
palmas de mis manos y entonces comencé a alarmarme. Sabía lo que
significaba aquello. Sabía lo que se estaba acercando. Y sabía lo
incontrolable que podía llegar a ser.
Miré a mi padre y vi que dormitaba ajeno a lo que me estaba sucediendo.
Por un momento me alegré de que fuera así, pero entonces me sentí solo
ante la vorágine de sensaciones que se me vendría encima si no conseguía
menguar el ataque de ansiedad que se me hacía inminente. Puse el
intermitente y me desplacé al carril derecho para no obstruir la
circulación, necesitaba avanzar despacio, ignorar en la medida de lo
posible el resto de los elementos implicados en la conducción, tenía
que mantener la mente lúcida, despierta, para poder poner freno al
terrible cuadro fisiológico que empezaba a extenderse por todo mi
cuerpo. “¡Puedo controlarlo, puedo controlarlo!” “¡No debo dejar que me domine, tengo que detenerlo antes de que continúe!”.
Pero el simple hecho de centrar en ello mi atención hizo que se
disparara aún más. Me vi a mí misma conduciendo en plena autopista, con
mi acompañante dormitando, rodeada de coches y sin poder hacer uso de
las herramientas a las que solía recurrir cuando notaba la incipiente
venida de mis ataques de ansiedad: no podía cerrar los ojos, no podía
blanquear mi mente, no podía respirar en la bolsa de plástico que
siempre me acompañaba, no podía… En uno de los momentos en que elevé la
vista al frente y conseguí abrir bien los ojos, el túnel de Guadarrama
apareció ante mí. Aquella sarta de pensamientos que me crispaba la
razón, me hicieron perder el temple al verme abocada a entrar en aquella
oquedad oscura donde me faltaría aún más el aire. La bocina del
vehículo que circulaba tras de mí me obligó a avanzar sin remisión y se
hizo la oscuridad. Mi respiración se aceleró al máximo y tuve que abrir
la boca para aspirar el oxígeno que me faltaba. El corazón me golpeaba
el pecho desenfrenado hasta hacerme daño. El volante se escurría entre
mis manos sudorosas y el temblor de mis brazos y mis piernas no me
dejaban coordinar los movimientos para poder mantener el coche dentro de
su carril. El latido de la sangre martilleaba mis sienes y comenzó a
dolerme el pecho por la presión interna. No era capaz de pensar. Tenía
que repetirme algo a mí misma, recitar mis instrucciones, pero no sabía
cuáles eran. Sólo sabía que no podía respirar, que me faltaba el aire y
que comenzaba a marearme y a perder por completo el control. Las bocinas
de los vehículos comenzaron a sonar de manera estruendosa y me pareció
ver a mi padre incorporándose para mirarme y para hablarme. Pero no le
oí. Una sombra grande y tenebrosa se apoderó de todo. El coche se detuvo
en seco en mitad del túnel. Lo último que acerté a ver fue una leve
claridad adentrándose por el infinito, a miles de kilómetros de
distancia. ¡No podría salir de allí! ¡¡No podría salir de allí y yo
necesitaba aire!!
Mi cabeza golpeó el volante, sumida en la mudez y el silencio de aquel
lugar. Sentía ganas de vomitar, no podía controlar el continuo temblor
de mis brazos y mis manos, que parecían ser completamente ajenos a mí, y
la parte superior de mi cuerpo se doblaba hacia delante y hacia atrás
dando bocanadas como las de un pez próximo a morir. No podía abrir los
ojos, la cabeza giraba a mil por hora. Me creí morir.
La puerta se abrió y alguien me sujetó por debajo de los brazos y me
ayudó a salir. No vi quien era. Las nubes oscuras surcaban mis ojos de
acá para allá sin dejarme apreciar más que leves siluetas del mismo
color gris del cielo de la mañana. Las piernas se me doblaron y caí al
suelo junto a la rueda posterior del coche. Alguien se postró a mi lado y
comenzó a hablarme entre los murmullos incomprensibles de quienes
estaban alrededor. El roce de su mano al buscar la mía me tranquilizó y
arranqué a llorar de manera desenfrenada, entre gemidos y el sonido
brusco de la respiración. Su voz en mi oído me reconfortaba, aunque no
acertaba a adivinar todo lo que me estaba diciendo. “Tranquila” –me pareció escuchar-. “Pasará, poco a poco, pasará. Respira despacio, despacio, despacio…”.
Noté su cuerpo pegado al mío, respirando junto a mí para marcarme el
ritmo acompasado que debía alcanzar. Profundo, largo. Mi cuerpo,
inclinado hacia adelante, comenzó a erguirse poco a poco. Tenía frío. Me
dolía el pecho. Me sudaban las manos. Las lágrimas bañaban mi rostro de
forma incontenible.
Entreabrí los ojos y giré la cabeza con lentitud. Mi padre estaba
frente a mí, de pie, mirándome con el rostro compungido y atónito. Nunca
me había visto así. Estaba asustado. La expresión de sus ojos me decía
que estaba profundamente asustado. Aquél fue un antes y un después en su
anciana vida. Sintió que debía cuidarme, que no todo estaba hecho, y
eso le devolvió parte del vigor que le faltaba.
Desvié la vista hacia mi izquierda para conocer al chico que estaba a
mi lado. Me percaté de su proximidad y me ruboricé. Le solté la mano
enseguida, después de habérsela apretado hasta casi bloquearle la
circulación.
- Chsss… no te preocupes – me dijo en un susurro-. Tranquila, no pasa
nada. Todo está en tu mente. Todo se supera. Nada es lo que parece.
Mi respiración aún estaba ligeramente acelerada, pero en mucha menor
medida. Una flojedad absoluta invadió mi cuerpo, como si lo hubieran
molido a golpes, como si lo hubiera sometido a la mayor tortura física
posible. Tenía los brazos flácidos y las piernas dejadas caer sobre el
asfalto de cualquier forma, sin poderlas reordenar para adoptar una
postura decorosa. Miré a aquel chico y me sonrió. Hice intención de
ponerme en pie y me frenó sujetándome con las manos suavemente.
- Aún no, aún no estás bien –me dijo con voz tenue-.
Me dejé caer y recosté la cabeza sobre sus piernas, dejándome llevar
por la paz del momento. Él puso una mano sobre mí y comenzó a masajearme
el pelo y las sienes.
- Cierra los ojos –me dijo-. Piensa en algún lugar donde te gustaría estar. En la playa, frente al mar, por ejemplo.
Entorné los ojos y le permití guiarme.
- ¿Cuál es tu nombre? –me preguntó-.
- Yolanda –acerté a pronunciar-.
- Estás sentada frente al mar, sobre la arena cálida y dorada de la
playa. No hay nadie allí, tan solo una pareja paseando por la orilla,
abrazados. El sol te acaricia el cuerpo y notas su tibio calor a través
de todos los poros de tu piel. Una leve brisa se levanta y mece tus
cabellos suavemente, produciéndote un leve cosquilleo en la frente y en
la nuca. Escuchas el susurro del mar, como cuando éramos pequeños y nos
acercábamos las caracolas al oído. Las olas van y vienen, chocando
sutilmente contras las rocas, con su espuma blanca filtrándose entre
los granos de arena al llegar. Y te baña los pies con una caricia tibia y
sugerente. Van y vienen, despacio. Las olas van y vienen muy despacio.
Respira al son de las olas, Yolanda. Cuando se acerquen a ti, inspira.
Cuando se marchen, espira. A su ritmo. Ahora viene otra, ¿la ves? Te
baña las piernas. Inspira. Y ahora se retira, se marcha. Espira.
Despacio. Inmersa en ese paisaje maravilloso donde quieres estar, donde
está lo que tú sueñas, lo que tú anhelas.
- Hay algo que anhelo tanto como el mar –confesé pausadamente sin abrir
los ojos-. Anhelo mi tierra. No quiero separarme de ella, la amo. Pero
en Segovia no hay mar-expresé en un lamento-.
- Tú eres dueña de tu mente. Puedes jugar con ella a placer. Llévala
contigo. Llévala hasta donde estás. Los arcos del acueducto quieren
bañarse en el mar, ¿lo ves? Allí, en el horizonte. El mar fluye bajo los
arcos como si fuera un río inmenso, ¿lo ves? La playa, la arena, el
mar, las olas, el sublime acueducto coronando el horizonte y asomando
sobre sus arcos, el astro rey, el sol.
Aquella estampa quedó grabada para siempre en mi memoria. Y el chico
que me ayudó a crearla quedó grabado en mi corazón. Cada noche, cuando
duermo junto a él, la evoco con detalle y me recreo en ella con placer
mientras respiro al son de las olas, despacio, lento. Ahora me siento
mejor, porque forma una parte importante de mí, de mi mente, adiestrada
para evocarla cuando el pulso se dispara… y todo amenaza con volver.
Todo está en tu mente. Todo se supera. Nada es lo que parece.