«Tu hermana Linda está viva».
Al principio no supe si reír o llorar como una mujer cuando escuché sus palabras. Sí, como una mujer. Porque un hombre hecho a la guerra no podía permitirse una flaqueza tal, esa fue la creencia en la que me educaron desde que una bomba partiera nuestra casa en dos y asolara nuestras vidas sin posibilidad alguna de reconstrucción; como los jarrones de mamá que Linda y yo rompíamos con estrépito en nuestros juegos de niños y que ella se empeñaba en recomponer sin éxito. Pero acabé llorando, al final. Con la emoción desbordada por nuestros padres muertos, por la separación sufrida, por nuestros lazos rotos a causa de un fanatismo que llevó a la ruina a todos los átomos de nuestra existencia..., por habernos arrebatado la felicidad de cuajo, como quien arranca flores sin compasión. Y lloré por mis años de búsqueda infructuosa, en los que llegué a maldecir a quienes afirman con rotundidad que para alcanzar los sueños solo hay que perseguirlos sin desfallecer. Ahora pienso que tal vez tenían razón. Y me concedo una sonrisa envuelta en nervios que tiembla sobre mis labios al bajar del tren.
Cargo una vieja maleta en la mano y una nota en el bolsillo con una dirección escrita que ya no conozco. No figura el número de la casa, tan solo una calle. Impacta sentir la misma esencia en un pueblo cuya fisonomía ha cambiado tanto. Tal vez sea que quedó sepultada bajo los escombros y ha renacido al desempolvar las calles, las plazas, los pequeños rincones destrozados que ya han cobrado color de nuevo. Me emociona escuchar el murmullo de la vida cotidiana mientras camino, apacigua el sonido de las sirenas y el restallar de las bombas que aún resuenan en mi cabeza. Hay flores en los balcones, compitiendo en colorido con las fachadas de madera pintada. Un tibio sol me acompaña, subrayando con sus rayos el nombre de un destino grabado en papel que ahora temo encontrar. Porque no sé lo que esconderá. No sé cómo reaccionará ella, ni siquiera si estará.
Ralentizo el paso, mirando aquí y allá, en los corrillos de vecinas, al pie de las casas, en los escalones de piedra que bordean la calle... Adentro la mirada en el interior de las tiendas, a través de los escaparates y del hueco de las puertas abiertas de par en par. Me palpita el corazón. ¿Y si no está? Me atormenta esa pregunta, como me aterra que perezcan mis ilusiones. Sigo avanzando, flotando sobre los adoquines de piedra, portando mi maleta con la mano sudorosa. Hasta que al volver la esquina, me paro en seco y la dejo caer. Hay una fachada de madera verde acristalada, es una tienda de marroquinería, con objetos diversos colgados en su exterior. Nada tendría de especial si no fuera por la bicicleta que está apostada junto a la puerta. Se me vidrian los ojos y mi garganta se cierra.
Es la bici de mamá.
Me siento para detener el temblor de mis piernas. Frente a ella. Necesito recuperar mis raíces, recobrar el pasado; aunque sé que dolerá. Los recuerdos me asaltan con una insurgencia atroz. Cierro los ojos y puedo ver a mi madre con su sonrisa amplia, un vestido de flores y un mechón de pelo, escapado del moño, retando al viento. Corre detrás de nosotros mientras yo agarro su bicicleta, en la que estoy enseñando a Linda a montar. Mi hermana cae sobre un manto de hierba y reímos a carcajadas, revolcándonos. A Linda no le duelen los rasguños, está deseosa de volver a subir. Yo, ahora, estoy ansioso por ver su sonrisa de nuevo. Regalándomela a mí.
Abro los ojos y enfrento la realidad. No me atrevo a entrar y darme de bruces con ella, apuesto a que en el acto se me pararía el corazón, enmudecería de golpe. En su lugar, se me ocurre dejar mi maleta abierta sobre el banco de piedra a pie de puerta, junto a la bicicleta. Y espero. Reconozco a Linda al salir y la emoción me atenaza. La veo detenerse ante ella, dubitativa, extrañada. Su rostro, surcado de arrugas, desborda nostalgia mientras se arrodilla. Mis ojos se inundan. Atónita, toma entre sus manos la foto de nuestros padres y la acuna contra su pecho. Y se inclina luego con torpeza para oler las flores silvestres que forman un ramo dentro de la maleta; las mismas flores que recogíamos para mi madre cuando íbamos al campo con papá.
—Linda, soy yo, Harry —le anuncio con ternura, agachado junto ella, incrédulo de que todo sea real, de que por fin haya vuelto a mi vida. Ella me mira tras girar la cabeza con parsimonia. Frunce el ceño y hace un esfuerzo por focalizar mi imagen a través de sus pupilas empañadas.
—No —dice con voz temblorosa y mirada ausente—. Usted es un hombre mayor, mi hermano es pequeño. Como yo. Pero no está. Se marchó y no ha vuelto más.
Su tono y pose infantil me alarman y me hacen comprender el vacío que hay en su mente. La mirada apenada de quien debe de ser su hija me lo confirma.
Tomo aire en un intento de aliviar mi pecho, la congoja me impide respirar. Me sitúo detrás de ella, la abrazo por la cintura y cambio mi tesitura de voz, intentando hacerla sonar con menor gravedad.
—¡Mira, Linda, es la bici de mamá! —le digo al oído, jovial—. ¿Quieres que te enseñe a montar?
Ella deja escapar un suspiro y esboza una sonrisa abierta que me sabe a antaño.
—¡Sí, Harry, sí! —exclama ilusionada, sin mirarme—. ¡Chssss..., pero que no se entere papá!
© Pilar Muñoz Álamo - 2018
Awwww... ¡Qué ternura!
ResponderEliminarQué bonito, Pilar!!
ResponderEliminarYo también necesito recuperar mis raíces...
ResponderEliminarMe quedo por aquí :) Te invito a visitar mi blog: https://letsdancewithmaryjane.blogspot.com/