Te enamoró mi voz, la caricia de mis palabras preñando la
noche de soplos de aliento, acunando tu congoja entre algodones para aliviarla,
para teñirla de luz entre tanta sombra. Tantas veces me abordaste a través de
las ondas que aquel programa de radio se me quedó corto. Me sedujiste con la
sensibilidad de tu corazón roto, despechado por un amor imposible que te
fracturó en dos cuando te abordó la soledad de su partida, de su huída de ti. Me
acostumbré a escucharte, a que recalara tu confesión en mis oídos
sembrándolos con sentimientos y
emociones que jamás pensé que un hombre pudiera sentir. Me acostumbré a
contestar a tus continuos porqués hasta agotar mis recursos de terapeuta
emocional para echar mano de los dictados del alma, sabios, empáticos hasta acabar
conectándonos con un hilo invisible robusto como el acero, balsámicos hasta
envolverte en un aura de paz en la que soñaba adentrarme contigo, cada noche. Esperaba
ansiosa escuchar el tono grave de tu voz en cada llamada y mi corazón palpitaba,
temeroso por que sus redobles pudieran ser captados por un micrófono audaz.
Tus preguntas sonaron a excusas con el paso del tiempo, a excusas para poder contactar conmigo por unos minutos elásticos que se fueron alargando de manera progresiva hasta prolongar la charla tras apagar las luces, tras la despedida pública de un programa nocturno que amenazaba con ensamblar las estrellas y el alba bajo una conversación confidente, amorosa, eterna. Tus halagos, tus piropos, las confidencias vertidas sobre nosotros impregnándonos de complicidad me pidieron verte, conocerte, tocarte. Pero me aterró no ser como imaginabas, me asustó no despertar tu admiración física en igual medida que dialéctica. Por ello te envié mi fotografía antes de encontrarnos, antes de que llegara el momento tan esperado en que nuestros cuerpos se encontraran frente a frente, rompiendo la barrera del sonido para ser inundados de luz bajo la que observarnos, desearnos…, amarnos.
Tus preguntas sonaron a excusas con el paso del tiempo, a excusas para poder contactar conmigo por unos minutos elásticos que se fueron alargando de manera progresiva hasta prolongar la charla tras apagar las luces, tras la despedida pública de un programa nocturno que amenazaba con ensamblar las estrellas y el alba bajo una conversación confidente, amorosa, eterna. Tus halagos, tus piropos, las confidencias vertidas sobre nosotros impregnándonos de complicidad me pidieron verte, conocerte, tocarte. Pero me aterró no ser como imaginabas, me asustó no despertar tu admiración física en igual medida que dialéctica. Por ello te envié mi fotografía antes de encontrarnos, antes de que llegara el momento tan esperado en que nuestros cuerpos se encontraran frente a frente, rompiendo la barrera del sonido para ser inundados de luz bajo la que observarnos, desearnos…, amarnos.
Soñé con un amor a primera vista que despertara nuestra pasión, como
extensión a lo que ya sentían nuestros corazones tras meses plagados de
mensajes a través de las ondas. Me revolví nerviosa en el
banco del parque, bajo una lluvia de hojas secas que esperaba oír crujir cuando
corriera a tu encuentro para abrazarte, para besarte bajo aquel arco trazado
por árboles doblegados por el viento, dispuesta a dejarme caer sobre el lecho
dorado del camino para fundirme contigo, con tu cuerpo, aun temerosa de no
encontrar en tus pupilas la marca del deseo que sentía yo. Temerosa de
defraudarte.
Me repetí mil veces tus últimas palabras escritas –“eres preciosa”-, para tranquilizarme al verte a lo lejos. Tu bastón oscilando a ras de suelo, trazando un vaivén horizontal medido y continuo por delante de ti, me desarmó. Respire hondo y me abracé a mí misma para sobreponerme, para no sentirme absurda y frívola por haberme engalanado de arriba abajo como si aquello pudiera importarte.
Tu amplia sonrisa y tu voz grave al saludarme me hicieron sentir la mujer de tus sueños. De tus sueños. Fiel a la imagen que tu mente se había forjado de mí como la más maravillosa del mundo, sin nada que pudiera alterar ese convencimiento pleno que tenías tú. Recorriste mi rostro con las yemas de tus dedos mientras yo pronunciaba tu nombre, y el destello manado de tus pupilas me recorrió el cuerpo entero, con un grado de placer sublime. Con aquellos gestos me hiciste el amor. Bajo un cielo de árboles, en aquel parque.
Me repetí mil veces tus últimas palabras escritas –“eres preciosa”-, para tranquilizarme al verte a lo lejos. Tu bastón oscilando a ras de suelo, trazando un vaivén horizontal medido y continuo por delante de ti, me desarmó. Respire hondo y me abracé a mí misma para sobreponerme, para no sentirme absurda y frívola por haberme engalanado de arriba abajo como si aquello pudiera importarte.
Tu amplia sonrisa y tu voz grave al saludarme me hicieron sentir la mujer de tus sueños. De tus sueños. Fiel a la imagen que tu mente se había forjado de mí como la más maravillosa del mundo, sin nada que pudiera alterar ese convencimiento pleno que tenías tú. Recorriste mi rostro con las yemas de tus dedos mientras yo pronunciaba tu nombre, y el destello manado de tus pupilas me recorrió el cuerpo entero, con un grado de placer sublime. Con aquellos gestos me hiciste el amor. Bajo un cielo de árboles, en aquel parque.
© Pilar Muñoz Álamo - 2014
Qué historia más bonita!! Las palabras y el corazón son lo más bonito, la belleza física es secundaria.
ResponderEliminarHablando de amor en las ondas, me perdí tu entrevista en la radio, ¿no hay enlace a la grabación?.
Que sepas que llevo una hora buscándote en mi blogroll, Ellas desaparecidas porque has cambiado el nombre al blog. Me vuelves loca, jaja.
Besitos