Todo cambió radicalmente
en mi vida. La imagen tétrica de mi amiga muerta, bañada en aquel charco de
sangre espesa que como arma mortífera había manado de todas y cada una de las
heridas de su cuerpo hasta evaporarle la vida, se había instalado en un primer
plano de mi mente, proyectándose sobre mi retina sin permitirme ver nada más,
tan solo a ella y al horror mil veces imaginado de lo que podrían haber sido
sus últimos momentos. Aquel cuchillo infernal con el que fue asesinada sin
ningún escrúpulo me provocaba un miedo irracional que me impedía conciliar el
sueño, un miedo aderezado por el dolor punzante y la impotencia de saber que
podría haberlo evitado, que podría haberla liberado de ese trágico destino de
haber retrasado nuestra cita un par de horas. En la soledad de la noche, me
parecía escuchar como un eco su lamento ensordecedor invocándome una y otra
vez, solicitando auxilio con agonía y desesperación, percibiendo su aislamiento
de cualquier protección posible, incluyendo la mía. Me sentía culpable, tremendamente
culpable, y ese sentimiento que sobrecogía y atenazaba mi corazón me estaba
matando. Pero no había marcha atrás, la había perdido. A ella, a mi amiga del
alma. Ya no volvería a verla jamás. La opresión de mi conciencia y la pena
desorbitada por haber sido amputada aquella parte transcendental de mí me habían convertido en una sombra muda, levitando
como un espectro perdido y desorientado, sintiéndome incapaz de soportar el
dolor, de centrarme en cualquier otra cosa que no fuera su estampa, su sonrisa
ida, su vitalidad muerta. Incapaz de abrir los ojos y vivir de nuevo en el
mundo oscuro que me rodeaba y me apresaba sin dejarme respirar. Quería cerrar
los ojos y dormir. Sólo dormir. Para siempre. Y nada más.
Una noche, un
somnífero efectivo me hizo adentrarme en un sueño reparador en el que la vi.
Estaba preciosa, radiante, serena. Un halo de luz plateada, salpicada por
destellos de un color azul celeste increíblemente bello la envolvía como a una
diosa de mi Olimpo, aquél que yo siempre imaginé que existiría para acoger
almas como la suya, limpia, pura, bondadosa. El roce sutil de su cuerpo
inmaculado al acercarse a mí me hizo estremecer. Inspiré hasta la última mota
de aire fresco endulzado con aroma de jazmín que inundó mi habitación,
haciéndolo llegar hasta el más ínfimo recodo de mi cuerpo, revitalizado por
aquella visión que nunca pensé poder disfrutar. La paz se apoderó de mí hasta
hacerme sentir aletargada, sumida en el placer de un sosiego profundo que ella acunó
con una sonrisa amplia capaz de curar los rasguños profundos trazados en mi
alma. Y me hablaron sus ojos, soñadores, tranquilos, ocultos parcialmente por
la caída leve de sus párpados que no restaban un ápice de brillo a sus pupilas,
en las que pude leer su mensaje de aliento, su perdón expreso, su deseo
ferviente de verme feliz, su mandato de continuar mi vida con optimismo, con
esperanza, con la vitalidad con la que siempre perseguimos nuestros anhelos más
preciados y que no deseaba bajo ningún concepto hacerme perder. Aún dormida, me
incorporé en la cama con lágrimas en los ojos, dispuesta a tocarla para
brindarle un abrazo de amistad sincera y de amor incondicional. Y ella me
correspondió. Alargó su mano con lentitud, flotando en el aire como si volara,
al igual que una pluma a la que una brisa ligera no permite tocar el suelo, ese
espacio terrenal que ya no le pertenecía y al que no parecía querer volver. Me
acarició el rostro y me devolvió la vida que se había marchado tras su estela
tres meses atrás. Mi corazón se expandió
de nuevo, como un preso liberado de las cadenas que lo retienen. Y volvió a
latir. Con fuerza. Con entusiasmo. Con esperanza.
Desperté
completamente, abrí los ojos de par en par y aprecié la calidez de los rayos
del sol filtrándose por mi ventana, transmitiéndome su energía poderosa. Una
sacudida vital me hizo reaccionar. Tenía que vestirme, maquillar mis mejillas
deslucidas y salir a la calle a gritarle al viento que estaba viva, que deseaba
seguir adelante sin miedo, que el único obstáculo que había levantado un muro
ante mí acababa de esfumarse porque ella así me lo había hecho saber. Quería
volver a conquistar el mundo. Con el recuerdo de María presente, pero sin que
el mismo me atara a la cama como lo había estado haciendo hasta entonces.
Llamé a Sergio
para que me acompañara, era sábado, tenía el día libre y a mí me apetecía
especialmente recorrer el campo en su compañía. Deseaba dar un paseo respirando
aire puro, inmersa en los sonidos de la naturaleza para sentirme parte viva de
ella, de lo mejor de este mundo que, inconcebiblemente, ahora me resultaba
maravilloso. Y así lo hice. Me puse ropa ligera, me calcé unas zapatillas de
deporte y me eché a la espalda una mochila pequeña con una botella de agua y un
par de bocadillos para los dos. Nada más. No necesitaba nada más. El disfrute
que pretendía obtener debía ser un alimento para el cuerpo exento de artilugios
materiales que me hicieran perder conciencia de lo que me rodeaba. Nada de
juegos. Nada de aparatos tecnológicos. Ni siquiera el móvil. Tan sólo Sergio,
la naturaleza en estado vivo y yo. Tenía la profunda convicción de que no necesitaba
nada más para abordar mi nueva etapa con el gozo renovado.
Sergio se quedó junto al coche, sacando las mochilas y cerciorándose de que todo estaba en orden antes de abandonarlo temporalmente en aquel ensanche del camino, y yo me adentré en el bosque impaciente por vivirlo, por tocarlo. El aroma a tierra, a raíces húmedas insertadas bajo los troncos robustos de los árboles con las que alimentarlos, el verdor de las hojas y la mecida de sus copas acariciando las nubes, dando cobijo a los pájaros de plumaje liviano y colorista, con sus trinares sonando en mis oídos cual música celestial, la caída salvaje del agua a través de las rocas redondeadas por la fuerza de una erosión constante, incansable, las ramas pequeñas de un débil follaje rozándome las piernas, provocando la reacción de mi piel ante lo que parecía el beso y el abrazo acogedor de la madre naturaleza me embargó de lleno absorbiéndome, atrayéndome hasta su seno en el que me recosté feliz, dejando caer mi cuerpo sobre la hojarasca mullida que me protegía de la dureza del terreno, observando el cielo que mantenía al oeste su intenso color azul tornándose plomizo de forma paulatina hasta alcanzar el este por el que el sol había nacido algunas horas antes.
Sergio se quedó junto al coche, sacando las mochilas y cerciorándose de que todo estaba en orden antes de abandonarlo temporalmente en aquel ensanche del camino, y yo me adentré en el bosque impaciente por vivirlo, por tocarlo. El aroma a tierra, a raíces húmedas insertadas bajo los troncos robustos de los árboles con las que alimentarlos, el verdor de las hojas y la mecida de sus copas acariciando las nubes, dando cobijo a los pájaros de plumaje liviano y colorista, con sus trinares sonando en mis oídos cual música celestial, la caída salvaje del agua a través de las rocas redondeadas por la fuerza de una erosión constante, incansable, las ramas pequeñas de un débil follaje rozándome las piernas, provocando la reacción de mi piel ante lo que parecía el beso y el abrazo acogedor de la madre naturaleza me embargó de lleno absorbiéndome, atrayéndome hasta su seno en el que me recosté feliz, dejando caer mi cuerpo sobre la hojarasca mullida que me protegía de la dureza del terreno, observando el cielo que mantenía al oeste su intenso color azul tornándose plomizo de forma paulatina hasta alcanzar el este por el que el sol había nacido algunas horas antes.
Un sonido extraño
me hizo abrir los ojos de forma brusca e incorporarme hasta quedar sentada,
provocando el revoloteo de dos pequeñas aves que apenas podían levantar el
vuelo. Me había quedado dormida, no sabía por cuánto tiempo. Miré hacia arriba
ante la ausencia de luz y vi al cielo completamente cubierto de nubes negras y
densas, amenazando con descargar una tromba de agua sobre mí. Un trueno fuerte
me sobresalto y algunas ramas secas crujieron bajo mis pies al levantarme. El
murmullo de las hojas agitadas se mezclaba con los silbidos del aire. El trinar
de los pájaros había cesado, no podía divisar ninguno, habrían corrido a
ocultarse ante la amenaza de la tormenta inminente. Busqué a Sergio. No estaba.
Caminé en círculos durante algunos minutos, tratando de hallar el lugar por el
que había venido, pero no logré encontrarlo. Me había desorientado, por no
decir que estaba perdida en aquel lugar que ahora comenzaba a resultarme
extraño. Y amenazador.
Escuché el
sonido de algunas pisadas detrás de mí. “¿Sergio?” –pronuncié en voz alta-.
Nadie contestó. Tal vez fuera alguna ardilla o algún otro animalejo raudo hacia
su madriguera. Pero me asusté. Miré de nuevo a mi alrededor. Todo había perdido
el brillo ante la oscuridad aún más intensa que ya comenzaba a cubrirlo todo. No
sabría volver. Si no levantaba los pies de allí, no encontraría el camino de
vuelta con facilidad. Di unos cuantos pasos sin una orientación precisa y volví
a escuchar el crujido de las hojas secas y la sacudida de algunas ramas a unos
metros de donde yo estaba. Callaron al detenerme y el estómago me volteó. Los
latidos del corazón cobraron fuerza en mi pecho y mis piernas empezaron a
temblar. Aceleré el paso sin saber a
dónde iba, deseando alejarme de allí. Tras un par de zancadas en lucha con la
maleza, las malditas hojas secas volvieron a crujir. Me estaban siguiendo. El pánico
me invadió y el pulso sobre mis sienes comenzó a torturarme la piel. Intenté
correr, pero los cordones de mis zapatillas se enredaban entre los arbustos con
suma facilidad, impidiéndome alcanzar velocidad. El aire que inhalaba por la
nariz se me hizo insuficiente y abrí la boca para recobrar un aliento que el
miedo me arrebataba por momentos. Volví a llamar a Sergio sin detenerme. El
silencio apenas interrumpido por los truenos ya cercanos me advertía de que
estaba sola. Miré de soslayo hacia atrás al tomar un sendero de ramas muertas y
vi una sombra tras de mí. La oscuridad ya era evidente y no acertaba a adivinar
si era humana o animal. Grité. Y apreté el paso lo más que pude hasta que una
rama enganchada al gorro de mi sudadera me hizo caer. Oí las pisadas de aquel
desconocido a unos cuantos metros y un estado de ansiedad inició su ascenso desde
mi estómago hasta el pecho. Las bocanadas de oxígeno que intentaba aspirar me
doblegaron y un reguero de lágrimas acompañadas por gemidos comenzó a aflorar.
La imagen de María ocupó mi mente y sentí anclados en los poros de mi cuerpo su
angustia, su miedo aterrador, su indefensión y su incapacidad de huir.
Cuando volví
a levantarme en un esfuerzo sobrehumano, giré la cabeza en dirección a la sombra,
que permanecía impasible a un metro escaso de mí. Doblé mi cuerpo hacia
adelante abrazándome a mí misma y rompí a llorar al ver a Sergio frente a mí,
tendiéndome una mano para ayudarme a salir de allí. Me abracé a él sin mencionar
palabra, enmudecida y totalmente colapsada por los hipidos del llanto que me
resultaba imposible de contener. Todo había acabado. Aquel trance terrorífico
había resultado ser nada, el producto de mi imaginación traicionera. Y enferma.
Nada más.
Besé a
Sergio en el rostro y en el cuello mientras recobraba la serenidad y, sobre
todo y ante todo, la seguridad perdida un tiempo atrás. Pero la alarma me
sacudió. El susurro de María filtrándose en mi mente me hizo abrir los ojos y
ser consciente de la realidad. Los
brazos de Sergio en ningún momento me rodearon, no los sentí acunándome junto
él. Ni escuché de su boca palabra de sosiego alguna, de templanza o cualquier
otra que me infundiera tranquilidad. Su mano izquierda se había posado muy
sutilmente sobre mi cintura. La derecha colgaba hacia atrás, oculta por su
propio cuerpo. Me retiré ligeramente, despacio, y lo miré a los ojos, en
silencio. Su frialdad me congeló la sangre. Sus pupilas opacas se convirtieron
en un muro infranqueable, imposible de traspasar. Aquel semblante extraño, casi
tétrico, no le pertenecía, no era él.
Intenté
retroceder presa del pavor cuando vi un
reflejo plateado que no supe identificar hasta verlo izado a la altura de mi
cuello. La hoja afilada de aquel cuchillo casi me hizo desmayar. De nuevo, el
susurro apenas perceptible de María me reveló al oído su identidad criminal. Y empujada por ella, sin lugar a
dudas, recobré el aliento e hice amago de correr.
-¡Corteeeeen!
-¡¿Otra vez?! ¿Y ahora qué pasa?! ¡Ya
hemos recreado la escena diez veces, estábamos llegando al final! ¡¿Qué
demonios ha salido mal ahora?!
-¡Le está tocando el culo, ¿no lo
ves?!
-¡Bueno..., ¿y qué?!
-¡¿Cómo que y qué?! ¿Dónde se ha
visto que un asesino loco se pare a tocarle el culo a su víctima justo cuando
la va a matar?!
-¡A ver, Manolo! Te he dicho ya mil
veces que dejes la mano izquierda en su cintura, que la tienes que sujetar para
que no se escape, ¡que no la bajes más!
-¡¿De dónde has sacado a este tío?! ¿No
era un actor profesional?
-¡Qué actor profesional, ni que ocho
cuartos! El presupuesto que tenemos no da para más. El Manolo es mi vecino, que
está parado y le hace mucha falta. ¡Pero hizo un cursillo de arte dramático en
el colegio de curas cuando era pequeño, así es que algo sabe!
-¡Joder, joder, joder! Anda, coge la
cámara y tira pa’lante. ¡Todos a sus puestos! Repetimos. Preparados…, listos…,
¡acción!
Uno de los aspectos que siempre ha de perseguirse a la hora de escribir es emocionar al lector, hacerlo sentir, jugar con las palabras, con las acciones y con los elementos propios de los distintos géneros narrativos para manejarlo (al lector, con perdón) a nuestro antojo, provocándole -involuntariamente para él- reacciones de tristeza, nostalgia, optimismo, alegría, paz, miedo, temeridad, intriga, terror, incertidumbre, alivio, sorpresa, alguna lágrima pérdida o incluso una sonrisa.
Conseguirlo no es fácil, y mucho menos cuando se pretenden inducir varios cambios de emoción a lo largo de la lectura. Pero cuando además se dispone de poco espacio para ello la tarea puede resultar en extremo complicada.
Una novela media cuenta con unas 130.000 palabras -puede que bastantes más- de margen para jugar. Este relato tiene 2.100. Mi reto al escribirlo no era conseguir despertar una sola emoción en este espacio tan condensado, sino más de una. Así es que os agradecería que me dijeráis si conforme ibais leyendo habéis pasado al menos por alguna de las muchísimas que he enumerado anteriormente, o por el contrario, no ha sido así. Si me decís que habéis pasado por dos me conformo. Si me decís que ha sido por tres, me doy por satisfecha total. Y si alguno por ahí me dijera que ha sido incluso alguna más, me hago una foto dando saltos de alegría y la cuelgo en esta misma entrada, jajaja.