Las emociones y los sentimientos son universales, nada hay de extraño en esa afirmación. Pero sí que a veces nos resulta extraño, o cuanto menos curioso, que siendo conscientes de la diversidad humana y de su complejidad, una gran parte de nosotros los manifieste de la misma forma, con las mismas actitudes, reaccionando con las mismas pautas ante acontecimientos parecidos. Nos creemos únicos, pensamos ingenuamente que todo aquello que ocurre en el interior de nosotros es exclusivo y original, hasta que comenzamos a relatarlo con todo lujo de detalles para hacernos entender y la persona que nos escucha nos corta el hilo de inmediato para aseverar: "Te entiendo perfectamente, a mí también me pasó lo mismo, yo también me sentía igual".
En ese momento comprendes que formas parte del porcentaje mayoritario de una estadística que ya está escrita de antemano. Una estadística que predice lo que probablemente te va a pasar, pero no lo que has de hacer para superarlo.
Caminas por tu vida llevada por la inercia de los acontecimientos codianos. Rellenas tu agenda mental con la habilidad que la rutina te permite y encajas en las hojas ralladas de tu libreta pequeña aquellas otras actividades extraordinarias que has de compaginar como una autómata. Día a día. Hora a hora. Minuto a minuto para que nada falte, para que nada sobre en tu tiempo escaso y milimétricamente dividido. Acomodas tu trabajo, la atención plena a tus hijos, el cuidado de tus padres, tus obligaciones caseras, las citas médicas, las reuniones escolares, las visitas a quienes no forman parte de tu familia nuclear pero merecen tu atención aunque sea de tarde en tarde, las compras de temporada y las que nutren diariamente el frigorífico que te da de comer... Y hasta te permites realizar actividades a la vez para estirar un reloj que intentas asemejar en lo posible a una goma elástica capaz de acaparar con destreza un sinfín de necesidades con un único abrazo. Y no piensas. Actúas. No te rebelas ante lo inevitable. Te resignas. No decaes por el cansancio. Te tomas un café cargado y continúas. Notas abatimiento, pero no te sientas, ni aparcas nada de lo que está trazado en tu camino por desempeñar. Sencillamente sigues, y sigues, y sigues..., como el famoso conejito rosa de aquel anuncio al que quisieras arrebatarle las pilas a mano armada si fuera preciso para no decaer en ese toque de platillos que parece ser lo que te marca el paso sin permitirte parar, como en los desfiles militares, con disciplina y una completa ausencia de voluntad para decidir.
Y un buen día, inesperadamente, el tren descarrila. Un acontecimiento fuerte sacude tus cimientos y te hace saltar de la vía de forma brusca al romperse uno de los ejes cruciales que lo habían mantenido firme hasta el momento. La embestida te duele. El golpe te conmociona. El choque frontal que te hace parar te descoloca la vida por completo en cuestión de minutos. Te deshaces. Te desmoronas. Te vienes abajo y sufres por un descalabro que nunca pensaste que te pudiera ocurrir.
Alguien llega y te asegura, mirándote a los ojos, que todo es cuestión de tiempo, que el tiempo todo lo cura, que todo lo arregla. Y tú le crees. Otro alguien te lo escribe en la distancia. Y piensas que no puede ser casualidad que todos compartan la misma opinión. Y entonces te recompones, te reubicas, encajas las piezas del nuevo organigrama en tu preciada agenda mental y física y reinicias la marcha que no debiste parar, que no puedes darte el lujo de detener. Y el conejito rosa de nuevo coge velocidad. Y te preguntas a ti misma, sorprendida, cómo puedes ser capaz de sacudirte las penas de esa forma después de haber tenido un accidente tan grave.
Pero no se fueron. Las penas no se marcharon por donde habían venido, estában ahí, arrinconadas, y comienzan a reclamar su espacio a medida que tu cordura se asienta, se restablece y empieza a tomar conciencia de lo ocurrido. Pequeños hematomas afloran y se engrandecen con el paso de los días. Las boyaduras del corazón emiten destellos punzantes para reclamar el protagonismo que les fue negado. El eje partido que pretendiste obviar con el apoyo de los demás resulta ser más necesario para el alma de lo que inicialmente te pareció. Y el engranaje falla. Tu velocidad disminuye. Tu caminar se resiente. Y la mente autómata y disciplinada se torna vaga por la falta de ese ánimo que es sin duda su alimento sustancial. Y vital.
Una molestia en la garganta se torna permanente, pero no es una inflamación de amígdalas, te las extirparon de pequeña. Una opresión en el pecho resurge de vez en cuando y te impide respirar a pulmón lleno, pero no se trata de un infarto, ni tan siquiera de un amago cuyos síntomas conoces bien. Los colores se oscurecen, pero no es falta de luz, las lámparas de tu casa lucen como siempre y el sol primaveral, ya casi veraniego, incluso exhibe su grandeza con mayor fuerza que antes. Tu sonrisa se desdibuja, pero tus labios no pidieron descansar. Las lágrimas afloran con facilidad pasmosa, pero no es alergia, las gramíneas nunca fueron traicioneras para ti. Los compases musicales que ahora escuchas se enlentecen, pero no has cambiado de emisora, has optado por seleccionarlos tú. Quieres dormir, pero no tienes sueño. Necesitas cerrar los ojos, pero no hay en ellos un ápice de irritación. No aciertas a escuchar parte de lo que te dicen, pero en los conductos auditivos no se aprecia obstrucción alguna.
Te engañaron. O mejor dicho, te faltaron a la verdad plena. El tiempo todo lo cura... no sin antes colocar cada cosa en su lugar con el objetivo claro y preciso de hacer que fluyan las emociones pertinentes, las que fueron reprimidas como un mecanismo insconsciente de supervivencia pura y dura. No sin antes racionalizar con detalle la pérdida sufrida junto a todas y cada una de sus consecuencias vitales y, ante todo, sentimentales que la misma conlleva.
Rememoras al Ave Fenix. Y sabes que para poder resurgir de tus propias cenizas habrás de morir primero. Y a ello te encaminas. Ahora. Poco a poco. Ya lo sientes. Los primeros síntomas, todos esos que acabo de enumerar, ya están aquí. Implacables.
Y prevees que no te quedan recursos para esquivarlos. Ya los agotaste este tiempo atrás.
Todo pasa factura Pilar aunque no lo veamos, aunque miremos hacia otro lado, aunque en nuestro afán de continuar intentemos impedir que nos arañen. Tu texto me ha hecho pensar en la rutina, esa de la que a veces tanto nos quejamos, o me quejo, pero a la que, en otras ocasiones, he bendecido... Me han gustado tus palabras. Besos.
ResponderEliminarBueno, no es exactamente que el tiempo todo lo cura, algunos dolores permanecen, pero el tiempo ayuda a sobrellevarlos, a vivir con ellos, pero lamentablemente algunas cosas no se superan, no nos vamos a engañar. Un besazo muy fuerte y mucho ánimo.
ResponderEliminarHola Pilar, buenas tardes, creo que mas de una persona se siente identificada con tu relato. La vida es, mas dura que tierna, siempre se va corriendo de un lado para otro, luchando, y como tu bien dices, nuevas pilas un café y a seguir con la lucha, a veces se nos olvida vivir, llegan las penas y a esperar que el tiempo si no las cura que las suavice. Total que tu relato tiene para muchas opiniones. Me ha encantado, te felicito. Un abrazo.
ResponderEliminarLola Barea.
Veo que el equipo M.
ResponderEliminarestuvieron en Málaga día 7 del mes 4 de 2013.
Por esa fecha estaba yo en Málaga, si me fuese enterado me reúno con todas vosotras, jejeje.
Otro abrazo. Feliz día.
Lola Barea.
Es que el tiempo no lo cura. Con el tiempo aprendemos a vivir con esa pena, con ese dolor. Con el tiempo nos acostumbramos a que esté allí y empezamos de nuevo a pensar en que todavía hay razones para ponerse pilas de nuevo, que hay gente todavía a la que queremos, que nos necesita. Que una nueva rutina empieza. Y volvemos a sonreír, y volvemos a luchar. Pero la pena sigue teniendo un hueco en el corazón. Es imposible olvidar. Se aprende a vivir con ella.
ResponderEliminarBesotes!!!