En una ciudad cualquiera y en una Navidad cualquiera, brillaban las luces de la ilusión. Los árboles resplandecían cuajados de bombillas diminutas de colores, las calles se inundaban del son de los villancicos y los niños correteaban, radiantes de felicidad, portando entre sus manos su tesoro más preciado: su carta, una pequeña carta doblada con dulce esmero para conservar en su interior los deseos más soñados, los juguetes más preciados, los regalos anhelados para esa noche especial, para esa noche mágica de plácido sueño en la que todos duermen flotando entre esponjosas nubes de esperanza, rosquillas de fantasía y caramelos de emoción. Para esa noche en la que todos duermen. Todos… menos ella.

Para Pilarita, aquélla siempre había sido una noche cualquiera; los días previos, siempre habían sido días cualesquiera, y la Navidad…, una época cualquiera. Todo era tenue, sombrío. En casa no había luces de colores, villancicos ni esperanza. Cuando su madre se fue, absolutamente todo se marchó con ella. Ni siquiera recordaba el nombre de los tres Reyes que su padre decidió borrar, desterrar de su mente alegando un materialismo imposible de entender por una mente tan pequeña. Una burda excusa con la que ocultar su enojo para con su vida y su destino injusto.
Un día, en la soledad de su cuarto, Pilarita dejó de lado la fiel compañía de sus amigas imaginarias, las que tantas experiencias vitales le habían confiado en sus momentos de tristeza y aislamiento, y encendió el ordenador. Entonces tecleó sin saber cómo, sin saber qué. Y Kayenita apareció, al otro lado de la pantalla, sin rostro pero con voz. Charlaba con sus amigas y éstas le contestaban con el dulce tono de la amistad. ¿De qué hablaban? ¿De un bloguero? ¿Y qué demonios era aquello de tan extraño significado?
No entendía nada, pero le gustó aquella conversación, aquel deje de emoción con el que se hablaba de libros, de intercambio, de regalos, de sorpresa. ¿Eran los Reyes? No, eran amigos. Invisibles. Desconocidos. Pero dispuestos a llevarse mutuamente un poco de ilusión, de aquella ilusión para ella perdida y que nunca supo cómo encontrar.
Con un miedo atroz, osó teclear su tímida sugerencia, su deseada intención de participar en aquel encuentro con seres desconocidos que la rechazarían sin dudar. ¡Pero cómo! Una rápida respuesta se plantó delante de su nariz haciéndola dar un respingo hacia atrás. “¡Participa, participa!” –le susurró Kayenita desde los confines de su ordenador-.
Algo inusitado, indescriptible, le recorrió el cuerpo entero erizándole la piel. Pilarita se volvió buscando a sus amigas imaginarias, confidentes y asesoras en sus momentos de crisis, y las escuchó gritar una y otra vez: “¡Participa, participa! Cuéntales nuestra historia y permite que ellas te cuenten la suya. Escúchalas, vive su momento mágico esta Navidad.”
Agradeció la invitación y aceptó, y desde aquel momento su casa se inundó de luz, de una luz brillante como nunca la observó jamás. Tenía ante sí la oportunidad de sorprenderse y de sorprender. De ser obsequiada y de obsequiar. De recibir felicidad y de darla a un mismo tiempo.
Por primera vez en su vida, rodeó con un grueso círculo dorado los días emblemáticos que Kayenita había dispuesto, con el grueso color dorado de la ilusión. El día 30, para dar felicidad. El día 6, para recibirla. Colocó un pequeño abeto verde junto al buzón, porque sí que sabía que los regalos se colocaban al pie del árbol de Navidad, y esperó con impaciencia el preciado nombre de esas amigas, invisibles y maravillosas, a las que debería sorprender, como quien espera una lluvia de estrellas fugaces cargadas de buenos deseos: Offuscatio, Almu e Icíar. Y no se hizo esperar. Corrió como alma que lleva el diablo para compartir un pequeño trozo de vida de sus íntimas amigas imaginarias con cada una de ellas, con la mayor de las ilusiones, la de sorprenderlas, la de emocionarlas, como Kayenita había conseguido emocionarla a ella.

Y siguió a la espera. Día tras día miró por la ventana, deseosa de ver la llegada del guapísimo y apuesto Baltasar cabalgando sobre una moto dorada como la del círculo de la ilusión, dejando sus tesoros en su buzón adornado de guirnaldas y borlas de colores relucientes al pie del árbol. Y en la mañana del tres de enero, llegó, portando la causa de su emoción renovada, de su deseo cumplido. Tres libros como tres soles cuyo precio inestimable no estaba en el papel, ni en su letra, ni en su portada, sino en la mano anónima que los envolvió con el cariño del corazón. La de una amiga. La de una nueva y maravillosa amiga. Aquélla otra que, como Kayenita, le renovó la ilusión.

Muchísimas gracias a Ángela, del blog Renata en Guatemala, por haberme enviado, para mi sorpresa, dos interesantes libros de Anne Perry en lugar de uno como ofreció; a Carla, del blog Confesiones de una librófila, por haberme regalado tan fantástico libro acompañado por una preciosidad de marcapáginas, y a Antonio Medina, autor de Historias de un pueblo andaluz, por haberme remitido su libro con una bonita dedicatoria en su interior.
Gracias a esas tres manos invisibles y amigas que me han sorprendido este año
trayéndome hasta casa un poquito de ilusión.
Esperemos que la historia se repita.
Los buenos momentos que nos brinda la vida
no se pueden dejar pasar.