Adivino que todos se han marchado. El sonido sordo, leve, tímido de la puerta al cerrarse acalla y hace enmudecer la estancia en la que nos encontramos. Él y yo. A solas. Lo observo desde el rincón en el que estoy sentada, y una especie de hoquedad en mi estómago se abre paso de forma descontrolada como indicio inminente de la ansiedad que me invade al verlo llorar. No sé qué hacer. Mi sentido del decoro, del respeto a su señal de duelo por la muerte de su padre me advierten que debo guardar distancia. Es mi compañero, mi amigo. Aunque lo ame en silencio hasta partirme el alma, nunca trascendí al sentido de esas dos palabras. O tal vez sería más acertado afirmar que él nunca permitió que transcendiera. Jamás adiviné un resquicio de amor en su forma de mirarme, de hablarme, de rozarme las manos cuando cruzamos papeles o comentamos facturas de índole laboral. ¡Cuánto hubiera dado por cruzar miradas, afectos y algún que otro beso al aire libre huido de las mejillas para terminar recalando en la comisura de mis labios, que me permitiera apreciar la piel suave que los recubre, la calidez del aliento que desemboca en ellos como un soplo ardiente que invita a la excitación, la humedad sutil de su lengua próxima al exterior, amenazando deliciosamente con traspasar sus fronteras para invadir los recodos de mi boca lenta y suavemente! Pero sus ojos nunca me hablaron de amor. Nunca llegué a apreciarlo así.
Miro mi reloj y lo miro a él. Está deshecho, y las horas que restan hasta marcharse a dormir, si es que puede sucumbir al sueño, le van a resultar dolorosamente interminables. Sus manos angulosas, fuertes, recogen su cabeza con los dedos entrelazados en su cabellera oscura y ondulada. Tiene la vista clavada al suelo y me resulta imposible apreciar de cerca el atractivo de su rostro, aunque no lo necesito porque lo recuerdo a la perfección, cada rasgo, cada gesto, cada pequeña arruga remarcando su expresión al sonreír, al hablar, al explicarse con su elocuente apertura de ojos que me embauca hasta bloquearme. Cientos de noches evocando su rostro, su cuerpo, adivinando la anatomía de lo prohibido, de sus rincones deseables que tan sólo quedarían expuestos en una intimidad que no tenemos. Esos cientos de noches soñando con él me permiten ahora dibujarlo a ciegas, desearlo a ciegas, ansiarlo hasta notar un escalofrío trepando por mi espalda para erizarme la nuca.
Avanzo despacio y tomo asiento junto a él para que sea consciente de mi presencia, para que la soledad que pueda ahogarlo en un momento tan triste se esfume y le haga recobrar algo de aliento, de complicidad emocional aun sin palabras. Dejo caer mi mano sobre su brazo desnudo, apenas rozando su cálida piel, como señal inequívoca de que estoy dispuesta a compartir el dolor que quiera dejar escapar esta noche para soportarlo a medias, y me inclino ligeramente hacia adelante buscando su rostro perdido. Él gira la cabeza y clava sus ojos vidriosos, brillantes y profundos en los míos, fijamente. Algo extraño me recorre el cuerpo. Me intimida. Siento que su mirada traspasa mis pupilas como si quisiera arañar mis pensamientos más íntimos, aquellos que yo guardo celosamente en los recodos inaccesibles de mi mente. Entonces, un temblor intermitente, perceptible en su barbilla y en sus ojos me advierte que está próximo a desmoronarse. Los míos se enturbian. Mis ojos se humedecen y abro los brazos para acogerlo, necesito consolarlo. Si es que me lo permite. Y arranca a llorar como jamás pensé que pudiera hacerlo al tiempo que hunde su rostro en mi pecho buscando el refugio que le ofrezco.
Lloro con él, meciéndolo para llevarlo a la calma, mientras noto una de sus manos posada sobre mi espalda y la otra en mi muslo sin el menor rubor. Me siento flotar. Saber que se ampara en mí como su mejor amiga para calmar su ánimo hundido me hace sentir placer y satisfacción. Me embarga un sentimiento maternal durante un tiempo que me parece largo y particularmente entrañable. Sus lágrimas derramadas se adentran por el escote de mi camisa y las noto discurrir entre mis pechos humedeciendo mi ropa interior. Miro discretamente hacia abajo, hacia mi propio cuerpo y percibo el brillo de los fluidos lacrimales que lo empapan, notando la blusa mojada pegada a mi piel. Acaricio su pelo rezando por que no se separe, apretándolo sutilmente contra mí para percibir la calidez de su aliento y de su boca entrebierta bajo mi cuello. Los acordes de una melodía lejana traspasan los muros vecinales incitándome a cerrar los ojos para disfrutar intensamente del resto de mis sentidos. Las notas musicales parecen soterrar sus sollozos, ahora soy incapaz de oirlos, no acierto a saber si ha dejado de llorar. Tal vez sí.
Su mano asciende lentamente y en silencio por mi muslo y lo recorre varias veces, mientras su boca baja unos cuantos centimetros en dirección a la confluencia de mis senos. Me quedo quieta y un temblor ligero doblega mis piernas. Me siento desconcertada, confusa. Una de sus manos acaricia mi espalda con las yemas de sus dedos, ascendiendo por todas y cada una de mis vertebras, provocándome una descarga eléctrica que eriza el vello de mis brazos mientras la otra mano traspasa la frontera de mis caderas y recorre mi cintura para acabar posándose bajo mi pecho. No sé cómo reaccionar. Mi estómago hace tiempo que inició un baile imposible de detener, no sé bien si como fruto de mi excitación o es que me siento avergonzada como una adolescente transgrediendo las normas morales que le han sido impuestas. Hago un esfuerzo por recordarme que él es mi amigo, mi compañero al que veré mañana sentado en un despacho a escasos metros de donde el mío se ubica, y me obligo a hacerlo parar porque sé que no es un sentimiento de amor el que motiva sus actos. Pero me rebelo. Lo noto junto a mí y siento estar tocando el cielo. En un último instante de duda su mano asciende apenas dos centímetros y su dedo pulgar se eleva recorriendo mi pecho con un suave vaivén que endurece mis pezones en respuesta inmediata al placer que me suscita. Escucho cómo su respiración se detiene y deduzco que me está dando tiempo para reaccionar, para retirarme, para impedirle seguir. Pero no lo hago, no deseo hacerlo parar. Cojo su mano con tacto, con dulzura y la dirijo hasta los botones de mi camisa que él no duda en empezar a soltar mientras recobra la respiración perdida, ahora más acelerada. Libera uno, dos, los tres primeros, y aparta la tela hacia los lados para dejar a la vista la redondez de mis senos húmedos por el paso de sus lágrimas saladas. Comienza a besarlos, tratando de borrar sus propias huellas con sus labios, aspirando el aroma que mana de mi piel y que deseo que le haga marear como a mí el suyo. Su mano posterior, la que acaricia mi espalda, se acelera y comienza a clavarme ligeramente las uñas mientras yo correspondo acariciando su torso y sus brazos con miedo a hacerlo marchar, a que reaccione y se pregunte qué demonios está haciendo ahora conmigo, rompiendo así el hechizo que comienza a provocar discontinuos y subyugantes calambres en mi entrepierna.
Recobra la maniobrabilidad de ambas manos y termina de abrirme la camisa desplazando hacia abajo mi ropa interior, dejando mis pechos al descubierto de forma lenta y paulatina a medida que su lengua recorre su anatomía centímetro a centímetro hasta llegar al contorno de la areola erizada y endurecida, y comienza a lamerlos al compás de mis primeros gemidos, que escapan irremediablemente para perderse en la atmósfera densa que acaba de crearse donde antes creí imposible que sucediera nada.
La presión de su rostro sobre mi pecho me doblega, me hace caer hacia atrás posando mi espalda a lo largo del sofá. Mi pulso acelerado grita, aclama en silencio que continúe, que me lleve hasta el limbo de las sensaciones a voluntad plena. El botón de mi pantalón se suelta y aflora el encaje blanco y estrecho de mis braguitas, dándole la bienvenida a unas manos que no son las mías, y que están próximas a acoger la parte de mi anatomía que está a punto de desaguarse. Él se libera de su camiseta estrecha y me muestra el torso que apenas conocía por intuición. Suspiro profundamente bendiciendo el momento en que se marcharon todos favoreciendo este encuentro.
Cuando sus manos sujetan mis caderas, elevándolas para dejar palpable mi completa desnudez que él está a punto de saborear, pienso que todo debe ser un sueño, que no puede ser real una emoción tan fuerte, tan intensa dentro de mí que me está haciendo estremecer por un deseo sublime de que me posea, en cuerpo y alma, día tras día, minuto tras minuto. Y así es. El sonido agudo y repetitivo de la alarma de mi teléfono móvil me devuelve a la realidad. La de la vida cotidiana. La de mis mañanas sola. La de mi trabajo rutinario cerca de quien despierta en mí sueños sublimes como el que acabo de tener. Que no resulta ser el primero. Y preveo que tampoco el último.
© Pilar Muñoz - 2013
Guau, tu relato llega a estremecer... Amar en silencio, siendo invisible para la persona amada... Y soñar...
ResponderEliminarTremendo... Buen relato
Qué bueno y qué triste. Amar así y que no te correspondan :(
ResponderEliminarUn beso.
Qué bueno y qué triste. Amar así y que no te correspondan :(
ResponderEliminarUn beso.
¡Qué preciosidad de relato, Pilar!
ResponderEliminarSencillamente me ha encantado.
Quizá por muchas razones, entre las que están la perfección de la escritura y la ortografía y la intensidad del propio relato, pero también porque esos mismos sentimientos los he vivido tan cerca, tan similares, tan intensos...
Yo también he tenido un amigo/compañero que despertaba en mi casi al 100% lo mismo que tú has descrito tan maravillosamente bien en el relato. Quizá por eso me he sentido tan profundamente identificada.
Si no te importa, lo comparto. Me encantará volver a leerlo de vez en cuando en alguna de esas tardes lluviosas en las que me da por viejos posts compartidos de Facebook.
Muchas gracias por haber escrito este relato tan maravilloso.
;-)
Que realidad soñada o que sueño tan real....wow!
ResponderEliminarQue realidad soñada o que sueño tan real....wow!
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