Porque somos lo que leemos... yo hoy soy Jimena.
La conocí hace un par de años. Y se me quedó prendida al corazón como la hiedra al muro, alimentada por las emociones y los sentimientos compartidos que, si bien no atienden a una vida idéntica, sí que prestan nombre y rostro a muchos momentos en los que reflexiones de igual naturaleza nos abordan, a mí como a tantas otras mujeres, a lo largo de nuestros años de convivencia familiar.
Jimena llegó un día a casa sin que yo supiera con exactitud cuáles eran sus intenciones. Nunca pensé que quisiera confesarse, que desnudara su alma ante mí dejándome leer la carta que, como si fuera un diario a tiempo pasado, escribió a su madre al partir de viaje, un viaje a Egipto que resultó ser una huída a la búsqueda de sí misma, una reivindicación desesperada de lo que siempre necesitó y casi nunca tuvo.
Leí aquellas páginas sin atreverme a mirar su rostro, asustada tal vez por descubrir sus facciones suplantadas por las mías en determinados momentos hasta casi reconocerme. Con el temor de que pudiera preguntarme algo y me viera incapaz de contestarle por la congoja que me atenazaba la garganta al ser testigo de lo evidente, de lo que siempre estuvo ahí, algo tan real como repetido en nuestras congéneres, tan habitual que su magnitud y sus consecuencias se tornan triviales, livianas, sin importancia aparente cuando lo cierto es que te corroen por dentro hasta cuartearte, hasta hacerte perder tu identidad como mujer y como persona.
¿Dónde está el límite de la abnegación? ¿A qué altura hemos de situar la linde que da fin a un espíritu de sacrificio para dar comienzo a lo que muchos tacharían de egoísmo personal? ¿En qué medida hemos de renunciar a nuestra propia satisfacción en favor de la felicidad ajena?
Todo se hace en nombre del AMOR. Del amor maternal, del amor filial, del amor pasional. Pero el amor a veces es como una corriente de aguas bravas. Te erosiona, te arranca lo mejor de ti sin pedir permiso. Te absorbe, te engulle y te obliga a ser el afluente destinado a engrandecer el río al que alimenta y que circula siempre en una sola dirección hasta disfrutar de la magnitud del mar. Un río que nunca se gira, ni vuelve sobre sus pasos para compartir sus aguas con el venero que lo ayudó a crecer. Porque en el fondo piensa que él solo cumplió con su obligación.
La conciencia se impone y el tiempo dispone. Dispone no esperarte. No entiende de concesiones, de pausas, de segundas oportunidades. Es un tren en marcha permanente sobrepasando estaciones en las que nunca más volverá a parar. Y tú las miras por la ventana y piensas que aún quedan muchas por llegar; hasta que te desplazas al vagón de cola, tu vista se pierde en la lejanía y una palabra se te atraganta y te quema como ácido en el estómago: renuncia. Y te preguntas hasta cuándo seguirás llevándola en tu vida como estandarte. Y sobre todo y ante todo, si de verdad ha valido la pena dejar de ser tú hasta el punto de convertirte en algo invisible para todos aquellos a los que amas. Hasta el punto de sentirte sola, hueca, con una ristra de frustraciones por deseos incumplidos como parte de tu curriculum vital. Por no exigir. Por transigir. Por pensar que darlo todo implicaba recibirlo, sin más.
Soy lo que leo -y lo que escribo-. Puro sentimiento, pura emoción. Cuando tomo un libro entre mis manos no deseo que me cuenten una sucesión de hechos, no busco una historia
que sea una hilación de acontecimientos, con intriga o sin ella, no me llena esa frialdad en las letras. Necesito
que me sacudan, que me remuevan, que me hagan sentir. Necesito escuchar
a través de lo escrito cómo respira el alma, cómo late un corazón, cómo
se desboca el pulso sin que a la mente le dé tiempo a poner orden, porque el raciocinio desaparece. Jimena me sacudió, por no decir que me impactó. En parte por lo que me contó, pero sobre todo por cómo lo hizo. Sentí que se
hermanaban ciertas emociones, que me pedía algunas prestadas para plasmarlas y
transferirlas a través de esa carta escrita a su madre. Y estoy convencida de que esa misma sensación la ha tenido y la tendrán cientos o miles de lectoras más que conozcan su historia.
Jimena es la protagonista de "En un rincón del alma", de Antonia J. Corrales.
Tal vez esta no sea la novela más completa. Tal vez no sea la novela más ampliamente documentada. Tal vez no sea la novela más intrigante. Pero consiguió abrirse paso hasta mis entrañas. Lo hizo a bocajarro y sin avisar. Y allí se quedó, con el nombre de su protagonista rebotando por mi pecho como una incansable bola saltarina de color rojo, como su paraguas.
Todavía sigue ahí.
"Los años nos envejecen, arrugan nuestra piel, nos desgarran el alma. Desvelan todos los rincones que permanecen ocultos en nuestro sentir. Destapan los pozos negros de nuestra conciencia. Nos dejan ver los precipicios escondidos en las llanuras, camuflados en la fantasía de la ilusión y, entonces, todo comienza a parecer lo que es. Es en ese momento cuando emprendemos esa absurda carrera contra el tiempo, olvidándonos de que hemos empezado a correr a destiempo." ('En un rincón del alma').
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