12 nov 2013

RELATO: "HAIYÁN: EL ÚLTIMO BÁRBARO".

  Aterrizo en mitad del caos. Mi cuerpo inicia un giro de trescientos sesenta grados de manera automática, como un periscopio programado para absorber las imágenes impactantes que rayan mi mente dejando en ella hondonadas y surcos de dolor que no se borrarán jamás, cicatrices de recuerdo de lo que la madre naturaleza es capaz de hacer cuando se enfada con nosotros más de lo habitual, aunque en éste, como en otros muchos casos, aplicando una injusticia propia de la sinrazón por cebarse con quienes menos abusan de sus dones a diario, con quienes resultan ser más débiles en su forma de vivir, de construir, de subsistir.
  Ahogo una exclamación de profundo pesar y me llevo los dedos a la boca aspirando aire para no llorar. Los contornos habituales de la ciudad se han evaporado por completo. Los altibajos marcados por los tejados de las viviendas, los árboles y las plantas se han unificado en un perfil único a ras de suelo: el del amasijo de escombros, maderas cuarteadas, troncos partidos y restos triturados de los enseres de quienes vivieron en ellas hasta hace unas cuantas horas. Y con el polvo sucio y denso pululando sobre ellos cual si fuera una nube de muerte, de venganza a saber por qué. Grupos de hombres, mujeres y niños vagan de un lado a otro, con los ojos vidriosos, testigos de la desolación, de una pesadilla en la que creen estar inmersos hasta el momento de despertar. Buscan desesperados lo que un día fue suyo, con el dolor reflejado en sus rostros, preguntándose a sí mismos cómo serán capaces de sobreponerse a la nada, que es lo único que ha quedado a su alrededor. Pero no se achican, no se amilanan como lo estoy haciendo yo. Suplican auxilio y se ponen en marcha con lo poco que pueden cargar en sus hombros o con las espaldas vacías, protegiendo a sus hijos una vez más ante el hambre y la necesidad que se avecina. Buscan a los heridos entre las montañas de destrucción apiladas a los lados de las carreteras, en los arcenes de los caminos que serpentean sin saber adónde llegan y no dudan en subirlos a las camillas fabricadas de forma arcaica con los restos de madera y telas encontradas entre las piedras. El cielo aún muestra su tristeza por no haber podido mantener alejado a Haiyán y sigue vestido de gris. La impotencia se clava en mis ojos. El silencio con el que se mueven me duele en el alma y me dicen que están curtidos por la adversidad constante que les ha tocado vivir de continuo. Su fortaleza, su afán de supervivencia y su perseverancia sin protestas despiertan mi asombro y mi admiración.
  Respiro aliviada cuando escucho la llegada de la primera ayuda humanitaria que paliará sus carencias alimenticias. Pero reacciono de nuevo y me hundo en un abismo profundo de pena, de desazón, porque sé que no habrá ayuda humanitaria suficiente que palie una barbarie natural de tal calibre; porque sé que transcurridos los primeros días de la violenta visita del tifón el mundo dejará de hablar de él y de sus víctimas inocentes, aunque sigan padeciendo los efectos devastadores de su paso durante unas cuantas décadas más; porque sé que el primer mundo seguirá manejando en exclusiva los hilos que le aportan ese poder económico que le hace dueños de los demás, sin permitir un reparto equitativo que prevea la construcción de una infraestructura lo suficientemente fuerte como para evitar que chabolas endebles vuelen por los aires al primer soplido, y que prevea la creación de un estado digno que brinde bienestar a sus ciudadanos cubriendo las necesidades básicas que el mundo industrializado ya no exige, porque está acostumbrado a tenerlo por defecto y no contempla la posibilidad de perderlo.
  Los muertos se apilan en el camino, no queda tiempo para atenderlos, no parecen merecer siquiera un último adiós. Y el corazón se me encoge. Es prioritario vivir, encontrar abrigo en cualquier sitio y algo de comida y agua para que el cuerpo aguante unas cuantas horas más. El futuro que yo contemplo largo se ha reducido aquí a la próxima caída del sol. Si sus pupilas negras son capaces de abrirse otra vez a la nueva luz del alba, entonces pensarán qué hacer, adónde ir. Si es que encuentran algún lugar.
  Miro el reloj. A esta misma hora, yo estaría tomando un café en mi mundo, retrepada en la silla bajo las caricias del sol y de una brisa suave que no osa dañar a nadie, observando la silueta esbelta de los edificios de hormigón, ladrillo y piedra aislados de la intemperie y de las inclemencias del tiempo; observando el deambular por carreteras asfaltadas de los vecinos que van y vuelven al trabajo, al supermercado de turno, o a pasear a sus hijos al parque con el bocata en una mano y el brick de zumo vitaminado en la otra, con su anorak mullido para resguardarlos del frío mientras juegan felices, al tiempo que las madres leen la última novedad literaria con un susurro de aves al fondo o con la algarabía aguda de otros niños de mejillas sonrosadas que nunca mancharon sus manos sino con el ocre del albero al hacer sus castillos de arena, completamente ajenas a las miserias que otros deben soportar con estoicismo y sumisión.
  Las imágenes proyectadas en mi tapiz de recuerdos contrastan con las que percibo ahora frente a mí, y que se convertirán en fotogramas repetidos durante un incontable número de días. Y entonces me pregunto por qué. Una y mil veces. Por qué.

3 comentarios:

  1. Qué mundo este de contrastes e injusticias, siempre se llevan la peor parte los que menos tienen, y es tan sobrecogedor, las imagenes llegan, y duelen , no dejan indiferente, la distancia no debería influir en la empatía. Un besazo.

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  2. Por qué... Cuánto dolor, cuantas injusticias hay en este mundo... Y siempre se ceba con los más débiles, con los que menos tienen... Cómo duele ver esas miradas tristes, perdidas...
    Besotes!!!

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  3. Lamentablemente los que menos tienen siempre resultan los más perjudicados. Cuánto debemos aprender de ellos, de su valentía por seguir viviendo, de su humanidad, de su afán de superación. Vemos estas desgracias y nos duelen, nos conciencian, pero a los dos días es más importante retransmitir noticias deportivas u otras menos importantes y vamos olvidando a estas pobres personas sin hogar y con familias rotas.
    Besos

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