20 mar 2018

RELATO: «LA ÚLTIMA ESCENA»

  
   Lo conocí hace algo más de tres años y no fue, precisamente, en el lugar más romántico del mundo. Pero era el mío. Mi mundo. O al menos, el que yo habitaba cada tarde desde el día en que decidí ponerme la tristeza por montera para pasearla por lugares ajenos a mi propio hogar, a ver si así le daba el aire y mutaba esa tez agria que me estaba haciendo la vida imposible; primero, por la maldita sensación de soledad que el nido vacío provoca, y segundo, por una viudedad prematura que me dejó el eco de mi propia voz por compañera, hora tras hora, día tras día, a la espera de las visitas fugaces que a mis hijos quisiera concederles su estrés.

   Cuando me hablaron de aquel lugar de ocio para la «tercera edad», el estómago me dio un vuelco. Perdí la mirada para evocar su fachada, que tantas veces había recorrido ágil como una pluma camino al colegio, a la compra, al centro de salud situado a escasos metros. Apenas me daba tiempo a mirar por sus ventanas para alcanzar a ver manos temblorosas en partidas de dominó; o para escuchar a través de ellas la música que servía de fondo a las clases de gimnasia o el parloteo de las mujeres que, entradas en años, mostraban con orgullo las fotos de quienes —apuesto— debían de ser sus nietos. Nunca pensé que me llegaría el momento. Como si la vejez me estuviera vedada. Como si la vida hubiera apartado los ojos para hacer una excepción conmigo.

   A pesar de todo, acepté. Los días en casa pasaban en exceso lentos, las horas eran demasiado largas y mis actividades rutinarias no alcanzaban a cubrirlas todas como para no sentir la soledad y el hastío como losas pesadas de soportar. Así es que hice acopio de realidad y acabé incluyendo en mi cartera aquel carné que me permitía apuntarme a clases de maquillaje, costura o inglés básico —por si el milagro de conocer Londres aún era posible—, a la biblioteca, hasta a cursos de redes sociales para mantener contacto con quienes estaban lejos, impedidos por una distancia que a nuestra edad se había vuelto especialmente inquebrantable. En mi carné no figuraba Carlos, la persona de la que he comenzado hablando; aunque para mí resultó ser la «opción estrella», destinada sin saberlo a darle esplendor a mi vida.

   Mi amistad con Carlos fue ganando intimidad sin apenas darnos cuenta. Su rostro emanaba dulzura a pesar de sus marcadas facciones surcadas de arrugas. Me hacía nadar en sus ojos claros cuando me hablaba, con su mirada limpia y calmada, al tiempo que me imbuía de su conversación literaria, cuajada de libros. Para mi regocijo, mi pasión por la lectura —mermada por las cataratas— fue a darse de bruces con aquel pozo literario investido de profesor de lengua al que empecé a admirar. Nuestros cafés disfrutaban de charlas interminables, nos acogían rincones cómplices de palabras dulces, de tímidos roces de adolescentes, y en cada paseo los árboles celebraban nuestra complicidad con un aplauso de hojas derramadas sobre nosotros. Ni un solo día dejamos de vernos durante tres años, con la excepción de las semanas de gripe y algunos otros copados por alguna obligación mayor. Hasta sufrir aquel maldito accidente, una caída tonta al trastabillar en un peldaño de la escalera. Me di en la rodilla un golpe descomunal y me rompí la cadera.  Tuvieron que operarme. Y aquello no habría tenido mayor relevancia si no fuera porque no me dejaron bien. El éxito de la rehabilitación se redujo a la mitad en un tiempo doble y la silla de ruedas, que venía utilizando hasta entonces, exigió un papel protagonista pasando a ser considerada tan compañera en casa como mi voz. Hablarle de tú a la vejez me producía un cierto espasmo; pero acusar la directa mirada de la dependencia me terminaba de congelar.

   Mis hijos decidieron turnarse. A tempranas horas de la mañana venían a casa y me ayudaban a levantarme antes de irse a trabajar, después de asearme a cuatro manos con más pena que dignidad. Lo demás intentaba hacerlo sola, pero sortear barreras me costaba un mundo; lo más insignificante podía llevarme horas y un despliegue inmenso de habilidad. La mayoría de las tardes contaba con Carlos. Unas veces, desarrollaba en casa sus actividades de ocio; otras tantas, empujaba la silla como un mocetón fornido hasta llegar al parque o a cualquier otro lugar donde poder quemar el tiempo de la forma más amena posible.

   No vino sin embargo un martes en que mis hijos se presentaron en casa para tomar café, tras un anuncio hecho oficial. Me encontraron arrebujada en la silla, al calor del brasero, y en la tele una película que me encantaba rememorar.

   —¿Qué estás viendo? —me preguntó mi hija al entrar.
   —¿No te acuerdas? —le respondí, bañada en nostalgia.

   Olga miró a la pantalla de manera nerviosa, sin dejar de parlotear. Mi hijo Luis, en silencio y sin preámbulos, sacó unos dulces, los puso sobre la mesa y se prestó a hacer el café. Una vez servido, Olga carraspeó. Varias veces. Mirando a Luis. Yo, a pesar del desconcierto que me producía la situación, devolví la vista a la tele para no perderme el final.

   —¿Dirty dancing? —preguntó mi hijo.

   Asentí mientras notaba que Olga clavaba su mirada en mí.

   —Mamá…
   —Espera, espera —la interrumpí emocionada—, si ya se va a acabar. Mira, ahora es cuando llega Patrick Swayze y le dice a ella eso de…
   —Mamá…
   —…eso de «no permitiré que nadie te arrincone». —Emulé la contundencia con la que lo decía—. ¿Te acuerdas de lo que nos emocionamos cuando lo escuchamos por primera vez? Recuerdo ese día perfectamente, tú estabas…
   —¡Mamá! —exclamó mi hija, alzando la voz—. Deja la película, por favor, esto es importante. 

   Suavizó el tono, pero mi crispamiento permaneció intacto. Ignoré la escena, cerré la boca y esperé a que hablara, con una expectación enorme. Había algo en sus ojos que no me gustaba, me estaban produciendo angustia. Después de muchas divagaciones y palabras sin sentido, por fin lo soltó.

   —Mamá, esta situación resulta insostenible. Yo trabajo y Luis también. No sabemos cuánto tiempo tardarás en poder valerte sola. Y están los niños, sus actividades, sus necesidades, que tú ya sabes por experiencia que son muchas. Mi marido, su mujer… No podemos abarcar a todo, pero no queremos abandonarte…

   Me retorcí las manos en el regazo, una contra otra.

   —¿Qué intentas decirme, Olga? —Ella miró a Luis, en una clara petición de ayuda.
   —Mamá —continuó él—, necesitas que te atiendan más horas al día. Le hemos estado dando vueltas a la idea de contratar a alguien que pueda cuidarte, pero tu pensión…, ya sabes, es la justa, y tampoco tienes dinero ahorrado para poder cubrir ahora esta necesidad.

   Tragué saliva y noté el sabor salado de una lágrima incipiente. Lo que decía era verdad. Mi pensión de viudedad era la mínima que podía quedarme por el trabajo autónomo de un marido taxista. Yo no generaba ingresos propios, no había cotizado, quise dedicarme a mis hijos en cuerpo y alma, renunciando, por y para ellos, a una vida laboral. Y nuestros ahorros se habían esfumado en costear sus estudios y en regalarles la entrada que les exigía la inmobiliaria para poder comprar las casas en las que vivían con tanta comodidad.

   —Nosotros tenemos muchos gastos —siguió diciendo Olga—: la universidad de Blanca, el colegio mayor, las clases de piano, el carné de conducir… Y otras deudas por pagar, como el coche, la hipoteca...

  «...Y el apartamento de la playa al que le has echado el ojo», no pude evitar pensar.

   —Luis está igual.

   Mi hijo era médico y mi hija, abogada. Con tan buenos sueldos como sus parejas. Con un nivel intelectual tan alto como ganas de vivir la buena vida. Los dos.

   Olga apuró el café ya frío y cogió aire.

   —Mi hermano y yo creemos que lo mejor sería vender el piso. Nos vendría bien a todos esa ayuda... ¡Sobre todo a ti, mamá, eso resolvería el problema! —se apresuró a decir, para evitar la desvergüenza.


   Agaché la cabeza para que no apreciaran el brillo en mis ojos, mi dignidad de madre no me permitía exhibir el dolor. Mercadeaban con lo único que tenía. La herencia de su padre los estaba esperando y mi desgracia les había brindado la excusa ideal.

   —¿Y dónde se supone que voy a vivir? —pregunté con entereza. Ambos se miraron y el calor se apoderó de sus mejillas—. Espera, no me lo digas. Creo que ya lo sé.

   Hice amago de empujar mi silla y salir de allí, no podía soportar más. Mi hija dejó caer la mano sobre mi brazo, en un intento de detenerme.

   —Iremos a la residencia a verte siempre que podamos, mamá, te lo prometo…

   No sé si había congoja o no en su voz, pero aunque así fuera, no hubiera servido para consolarme. La decisión, interesada y drástica, ya estaba tomada. Por ellos. Solo por ellos. No se dignaron a preguntarme, en ningún momento, lo que pensaba yo, ni tuvieron en cuenta mis sentimientos. Yo estaba inválida, pero no muerta. Ni tan siquiera senil.

   Cuando se hubieron marchado, miré a mi alrededor con el pecho oprimido. Me apenaba sobremanera lo que estaría obligada a sacrificar: mi hogar, mis recuerdos impresos en cada palmo, en cada objeto, en cada rincón… Me arrebatarían el latido del pasado que me regalaba a diario la amable sensación de no haberlo perdido todo. Y me separarían de él. De Carlos. El hombre que había pintado mi corazón de rosa y llenado mi vida con letras de enorme significado.

   Lloramos. Mi amor y yo. Lloramos en silencio, sentados en un parque, con mi cabeza sobre su hombro. Con un sol tibio que aspiraba a amortiguar el frío que sentía por dentro. Carlos me acarició el rostro en un derroche de ternura y me acurrucó en sus brazos. Entonces comenzó a mecerme, como si iniciara un baile al compás de una melodía imaginada, un baile suave, como el de las hojas arremolinándose al caer.

   Semanas más tarde llegué a una residencia a las afueras de la ciudad. Con un par de maletas y una caja pequeña repleta de fotografías. Nada más. Después de echar unas cuantas firmas y acomodarlo todo en mi habitación, mis hijos me invitaron a tomar asiento juntos en la sala de estar, ofreciéndome su compañía antes del adiós. Una mesa baja, tres sillones; Olga a un lado y Luis al otro. En medio, yo, sin poder hablar; la garganta se me había cerrado. Más aún al ver la película que proyectaban de nuevo en televisión. She’s like de wind; así me dijo mi nieta que se llamaba la canción de Dirty Dancing con la se despiden los protagonistas. Y esa fue la que comenzó a sonar.

   Mis lágrimas brotaron imparables, no podía despegar la vista de la pantalla. Todo se me vino encima, el mundo se desmoronó sobre mi cabeza. Con el deseo de ver un final feliz, aunque fuera ficticio, esperé a que Patrick Swayze entrara en escena para rescatar a su amor. Pero no fue él, sino Carlos. Fue Carlos quien abrió la puerta de aquella sala y permaneció varado unos segundos bajo el dintel, buscándome con la mirada hasta encontrar mis pupilas. Entonces avanzó hacia mí con su traje oscuro, los ojos claros, el cabello gris. Con porte firme, como digno protagonista de nuestra última escena, me tendió su mano. Y ante la mirada atónita de Luis y Olga dejó escapar una grave aunque afectada voz:

   —No permitiré que tus hijos te arrinconen... ¿Te quieres casar conmigo?

© Pilar Muñoz Álamo - 2018



***
   Este relato fue escrito, expresamente, para su publicación en el número de febrero/2018 de la revista «Pasar Página», a cuya directora, Mercedes Gallego, y editora, Almudena Gutiérrez, agradezco su invitación de colaborar en ella.

   Os animo a visitar el blog de la revista en el que podéis encontrar los enlaces de los números publicados hasta el momento y demás contenido que sé, con seguridad, que os va a interesar.  
No os la perdáis.




2 mar 2018

MICRORRELATO: «LLORA»



   Llora. Con su frente sobre el cristal, haciendo que se confundan sus lágrimas con las gotas que por él resbalan. Llueve. Y un manto de grises lo envuelve todo, abarcando su corazón. Sus ojos vidriosos no alcanzan a perfilar el paisaje, pero lo siente, siente la bruma y los colores desdibujados dentro de sí. Los sueños deshechos. La mirada debilitada. Las fuerzas mermadas para poder seguir.

   Llora. Y percibe el regusto amargo de la nostalgia sobre sus labios, del amor desvaído que resuena como un eco ahora lejano, del vacío en su alma, que ha quedado muda por un tiempo. La música calla. Solo a los acordes lentos se les permite sonar, porque el cuerpo está adormecido, no quiere bailar. Ni tampoco escuchar palabras que no provengan de su propia voz.

   Llora. Desahogándose. Vaciando la pena que la corroe. Mientras se debaten sus pensamientos entre cerrar un cuento que ya acabó o darse una oportunidad en una batalla perdida. Llora mientras se pregunta a sí misma qué fue lo que falló. Sin saber que hay preguntas sin respuesta, porque el corazón no atiende a razones. Porque vive y se alimenta de latidos cuyo ritmo ni siquiera nosotros mismos podemos marcar.

   Sigue llorando. Sintiendo imposible lo que tarde o temprano sucederá. Que las nubes dejarán de derramar agua, como harán sus ojos. Que el sol reaparecerá, dibujando en el paisaje colores bellos al fundirse con las gotas de rocío, devolviendo el brillo a sus pupilas al besar las últimas lágrimas que quedarán en ellas. Que de nuevo el cielo se tornará azul y su corazón rojo, a un paso tan silencioso y lento que no podrá frenarlo. Que la curva de su sonrisa ganará en profundidad y la música volverá a sonar, permitiendo que el cuerpo se meza, se agite y termine bailando como lo hizo antaño. Que levantará la cabeza y dejará de observar el suelo para mirar alto, para echar a andar con ademán decidido y paso firme, restablecida de unas heridas que habrán sanado y cuyas cicatrices le recordarán que es grande, valiente y fuerte. Que la alegría la aguarda en cualquier rincón. En el instante más inesperado. Y en compañía de la única persona que, de seguro, terminará devolviéndole la felicidad: ella misma.
 
© Pilar Muñoz Álamo - 2018

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