30 dic 2015

TOCA DESPEDIRSE.

   Toca despedirse del año que termina, como solemos hacer siempre en estas fechas, muy dadas por cierto a hacer balances para otorgar al año esa calificación de malo, bueno, pésimo o excelente; me recuerda a la típica encuesta de satisfacción de los hoteles que encontramos en la habitación el día antes de marchar. Y no es fácil, ni siquiera objetivo, diría yo, porque más que los acontecimientos pesan las impresiones.

   No estoy yo por la labor de hacer balances de este año que se va. Tal vez porque siempre gusta compartir las buenas sensaciones, la euforia de lo vivido, aquellas experiencias que nos han llenado y que nos han saciado lo suficiente como para escribir su nombre en un lugar de honor. Y no es el caso. Como no es caso detallar las razones que me llevan a tales sentimientos, tal vez porque entiendo que debemos preservar una cierta intimidad a nivel personal, profesional o de aficiones. Dejémoslo pues en ciertas pérdidas penosas, en expectativas no cumplidas, en promesas disipadas, en reveses imprevistos..., qué se yo. Pero 365 días dan para mucho y siempre pueden ser rescatados momentos inolvidables, como el que sumerge la caña en un río de aguas turbias para extraer de él aquellas piezas que merece la pena conservar. Y con ellos me quedo mientras digo adiós y entorno la puerta para volver a abrirla a un amanecer nuevo. 

   No espero nada de este año que ahora empieza. Mañana, a las doce de la noche, pondré el pie en un 2016 que se presenta ante mí como una tábula rasa, sin nada escrito en él, sin nada a la vista. Y me alegro. Porque nada puede decepcionarte cuando nada esperas. Habrá que construirlo. Vivirlo tal cual llegue. Moldear cada minuto para que se adapte en lo posible a lo que me pueda satisfacer. Y así, cualquier pequeño logro, cualquier alegría, cualquier momento de placer, cualquier progreso inesperado lo disfrutaré más que nunca, estoy segura. Eso sí, me gustaría conservar a ese elenco de amig@s que son para mí la familia elegida, a es@s íntim@s que tanto me han apoyado, me han empujado, me han animado a seguir adelante, con l@s que he compartido momentos de risas, de lamentos, de enseñanzas, de conversaciones triviales que nos han hecho ganar una confianza que por nada del mundo me gustaría perder. Y a quienes me han acompañado siguiendo mis letras. A mí familia de sangre la sigo teniendo. 

   Cojámonos de la mano y traspasemos esta puerta que ahora se abre, con toda la ilusión del mundo, con la mayor de las esperanzas, con la confianza plena de que lo malo (si lo hay) pasará y la luz nos inundará de nuevo. Y si tú no te quedaste a oscuras en ningún momento de 2015, sigue gozando de este como si fuera una réplica o una continuación sin más; ni siquiera digas adiós, sino hasta luego, haciendo la pausa justa para comerte las uvas como si fuera el postre de una cena cualquiera de un día cualquiera. Y sigue caminando. 

   Feliz 2016!! Que el año os sonría abiertamente y no deje de hacerlo hasta el final.

   Un besazo para tod@s!!


20 dic 2015

RELATO: "BATALLAS".

   Sus palabras de hielo me queman, bullen en mis oídos alertados por el tono de su voz. Yo callo. Y espero. Paciente. Hasta ver cómo el piso se inunda con sus vocablos irascibles, convulsos, lanzados contra la nada, contra todo y contra todos. Contra mí. Respiro. Y elijo mis armas. Como buena estratega.
   Me acerco a él, en silencio, con la mirada baja, arrastrando el paso con lentitud. Rodeo su cuerpo y me sitúo a su espalda. Y poso una mano en su cintura con suavidad. Me ignora, continúa con su circunloquio ininteligible para mí. Pero no me detengo. Rozo sus dorsales con mis senos y los hago oscilar, para que los sienta tras él. Apenas una caricia, una insinuación, y sus palabras frenan su ritmo, se vierten con intensidad menor. Avanzo unos centímetros, me aprieto un poco más. Deslizo ambas manos para rodearlo, abrazándolo con parsimonia, mientras mis labios humedecen su nuca. Puedo sentir en ellos cómo su garganta vibra para que nazca su voz, aún irritada, pero más apaciguada. No me rehúye, no se mueve. Se deja hacer, absorto en su queja constante que ya casi no gira en torno a mí. Él reclina su cabeza apenas nada, pero lo hace, para acoger el beso que dejo reposar en su cuello. Y yo insinúo una pequeña sonrisa victoriosa ante la muestra de debilidad del guerrero. Aún así, no quiere callar. Se resiste a mantener silencio. Y continúo la lid. Inicio la travesía con mi mano abierta, hacia adelante, bordeando su cadera hasta arribar a buen puerto, entre sus piernas. Masajeo. Paro. Observo. Y escucho. Su lenguaje espaciado y su afonía incipiente me alientan a continuar. La ofuscación se va transformando en deseo. Y su ímpetu y su fuerza decrecen a medida que aumenta el grosor de su miembro más descerebrado, el único que burla órdenes superiores, que tiene autonomía propia... El único capaz de hacer que se desvanezcan los pensamientos cediendo a los impulsos el timón de mando. Su mutismo es absoluto cuando echa sus brazos atrás, estrechándome aún más contra él para alcanzar mis nalgas. Mi pelvis se encaja bajo las suyas, mis dedos bucean ahora en su pantalón, y un vaivén comienza, adelante y atrás, como indicativo evidente de lo que les pide hacer para aliviar su tensión. Ya solo escucho un susurro, camuflado entre inspiraciones y espiraciones excitadas. El guerrero capitula. Despojado de poder como antaño ocurriera a Sansón a manos de otra mujer. O a Aquiles. Alcanzado de muerte en su punto débil.

   Son absurdos los combates cuerpo a cuerpo, los enfrentamientos con las mismas armas. La estrategia usada con inteligencia nos permite detectar la vulnerabilidad del enemigo. Y llevarlo a la rendición o darle muerte sin haber entrado a batallar siquiera.
   Ya estoy preparada. Ya puedo hacer de nuevo lo que me venga en gana.

7 dic 2015

RELATO: "MI AMIGO, MI COMPAÑERO."

  Adivino que todos se han marchado. El sonido sordo, leve, tímido de la puerta al cerrarse acalla y hace enmudecer la estancia en la que nos encontramos. Él y yo. A solas. Lo observo desde el rincón en el que estoy sentada, y una especie de hoquedad en mi estómago se abre paso de forma descontrolada como indicio inminente de la ansiedad que me invade al verlo llorar. No sé qué hacer. Mi sentido del decoro, del respeto a su señal de duelo por la muerte de su padre me advierten que debo guardar distancia. Es mi compañero, mi amigo. Aunque lo ame en silencio hasta partirme el alma, nunca trascendí al sentido de esas dos palabras. O tal vez sería más acertado afirmar que él nunca permitió que transcendiera. Jamás adiviné un resquicio de amor en su forma de mirarme, de hablarme, de rozarme las manos cuando cruzamos papeles o comentamos facturas de índole laboral. ¡Cuánto hubiera dado por cruzar miradas, afectos y algún que otro beso al aire libre huido de las mejillas para terminar recalando en la comisura de mis labios, que me permitiera apreciar la piel suave que los recubre, la calidez del aliento que desemboca en ellos como un soplo ardiente que invita a la excitación, la humedad sutil de su lengua próxima al exterior, amenazando deliciosamente con traspasar sus fronteras para invadir los recodos de mi boca lenta y suavemente! Pero sus ojos nunca me hablaron de amor. Nunca llegué a apreciarlo así.
  Miro mi reloj y lo miro a él. Está deshecho, y las horas que restan hasta marcharse a dormir, si es que puede sucumbir al sueño, le van a resultar dolorosamente interminables. Sus manos angulosas, fuertes, recogen su cabeza con los dedos entrelazados en su cabellera oscura y ondulada. Tiene la vista clavada al suelo y me resulta imposible apreciar de cerca el atractivo de su rostro, aunque no lo necesito porque lo recuerdo a la perfección, cada rasgo, cada gesto, cada pequeña arruga remarcando su expresión al sonreír, al hablar, al explicarse con su elocuente apertura de ojos que me embauca hasta bloquearme. Cientos de noches evocando su rostro, su cuerpo, adivinando la anatomía de lo prohibido, de sus rincones deseables que tan sólo quedarían expuestos en una intimidad que no tenemos. Esos cientos de noches soñando con él me permiten ahora dibujarlo a ciegas, desearlo a ciegas, ansiarlo hasta notar un escalofrío trepando por mi espalda para erizarme la nuca.
  Avanzo despacio y tomo asiento junto a él para que sea consciente de mi presencia, para que la soledad que pueda ahogarlo en un momento tan triste se esfume y le haga recobrar algo de aliento, de complicidad emocional aun sin palabras. Dejo caer mi mano sobre su brazo desnudo, apenas rozando su cálida piel, como señal inequívoca de que estoy dispuesta a compartir el dolor que quiera dejar escapar esta noche para soportarlo a medias, y me inclino ligeramente hacia adelante buscando su rostro perdido. Él gira la cabeza y clava sus ojos vidriosos, brillantes y profundos en los míos, fijamente. Algo extraño me recorre el cuerpo. Me intimida. Siento que su mirada traspasa mis pupilas como si quisiera arañar mis pensamientos más íntimos, aquellos que yo guardo celosamente en los recodos inaccesibles de mi mente. Entonces, un temblor intermitente, perceptible en su barbilla y en sus ojos me advierte que está próximo a desmoronarse. Los míos se enturbian. Mis ojos se humedecen y abro los brazos para acogerlo, necesito consolarlo. Si es que me lo permite. Y arranca a llorar como jamás pensé que pudiera hacerlo al tiempo que hunde su rostro en mi pecho buscando el refugio que le ofrezco.
  Lloro con él, meciéndolo para llevarlo a la calma, mientras noto una de sus manos posada sobre mi espalda y la otra en mi muslo sin el menor rubor. Me siento flotar. Saber que se ampara en mí como su mejor amiga para calmar su ánimo hundido me hace sentir placer y satisfacción. Me embarga un sentimiento maternal durante un tiempo que me parece largo y particularmente entrañable. Sus lágrimas derramadas se adentran por el escote de mi camisa y las noto discurrir entre mis pechos humedeciendo mi ropa interior. Miro discretamente hacia abajo, hacia mi propio cuerpo y percibo el brillo de los fluidos lacrimales que lo empapan, notando la blusa mojada pegada a mi piel. Acaricio su pelo rezando por que no se separe, apretándolo sutilmente contra mí para percibir la calidez de su aliento y de su boca entrebierta bajo mi cuello. Los acordes de una melodía lejana traspasan los muros vecinales incitándome a cerrar los ojos para disfrutar intensamente del resto de mis sentidos. Las notas musicales parecen soterrar sus sollozos, ahora soy incapaz de oirlos, no acierto a saber si ha dejado de llorar. Tal vez sí.
   Su mano asciende lentamente y en silencio por mi muslo y lo recorre varias veces, mientras su boca baja unos cuantos centimetros en dirección a la confluencia de mis senos. Me quedo quieta y un temblor ligero doblega mis piernas. Me siento desconcertada, confusa. Una de sus manos acaricia mi espalda con las yemas de sus dedos, ascendiendo por todas y cada una de mis vertebras, provocándome una descarga eléctrica que eriza el vello de mis brazos mientras la otra mano traspasa la frontera de mis caderas  y recorre mi cintura para acabar posándose bajo mi pecho. No sé cómo reaccionar. Mi estómago hace tiempo que inició un baile imposible de detener, no sé bien si como fruto de mi excitación o es que me siento avergonzada como una adolescente transgrediendo las normas morales que le han sido impuestas. Hago un esfuerzo por recordarme que él es mi amigo, mi compañero al que veré mañana sentado en un despacho a escasos metros de donde el mío se ubica, y me obligo a hacerlo parar porque sé que no es un sentimiento de amor el que motiva sus actos. Pero me rebelo. Lo noto junto a mí y siento estar tocando el cielo. En un último instante de duda su mano asciende apenas dos centímetros y su dedo pulgar se eleva recorriendo mi pecho con un suave vaivén que endurece mis pezones en respuesta inmediata al placer que me suscita. Escucho cómo su respiración se detiene y deduzco que me está dando tiempo para reaccionar, para retirarme, para impedirle seguir. Pero no lo hago, no deseo hacerlo parar. Cojo su mano con tacto, con dulzura y la dirijo hasta los botones de mi camisa que él no duda en empezar a soltar mientras recobra la respiración perdida, ahora más acelerada. Libera uno, dos, los tres primeros, y aparta la tela hacia los lados para dejar a la vista la redondez de mis senos húmedos por el paso de sus lágrimas saladas. Comienza a besarlos, tratando de borrar sus propias huellas con sus labios, aspirando el aroma que mana de mi piel y que deseo que le haga marear como a mí el suyo. Su mano posterior, la que acaricia mi espalda, se acelera y comienza a clavarme ligeramente las uñas mientras yo correspondo acariciando su torso y sus brazos con miedo a hacerlo marchar, a que reaccione y se pregunte qué demonios está haciendo ahora conmigo, rompiendo así el hechizo que comienza a provocar discontinuos y subyugantes calambres en mi entrepierna.
   Recobra la maniobrabilidad de ambas manos y termina de abrirme la camisa desplazando hacia abajo mi ropa interior, dejando mis pechos al descubierto de forma lenta y paulatina a medida que su lengua recorre su anatomía centímetro a centímetro hasta llegar al contorno de la areola erizada y endurecida, y comienza a lamerlos al compás de mis primeros gemidos, que escapan irremediablemente para perderse en la atmósfera densa que acaba de crearse donde antes creí imposible que sucediera nada.
   La presión de su rostro sobre mi pecho me doblega, me hace caer hacia atrás posando mi espalda a lo largo del sofá. Mi pulso acelerado grita, aclama en silencio que continúe, que me lleve hasta el limbo de las sensaciones a voluntad plena. El botón de mi pantalón se suelta y aflora el encaje blanco y estrecho de mis braguitas, dándole la bienvenida a unas manos que no son las mías, y que están próximas a acoger la parte de mi anatomía que está a punto de desaguarse. Él se libera de su camiseta estrecha y me muestra el torso que apenas conocía por intuición. Suspiro profundamente bendiciendo el momento en que se marcharon todos favoreciendo este encuentro.
  Cuando sus manos sujetan mis caderas, elevándolas para dejar palpable mi completa desnudez que él está a punto de saborear, pienso que todo debe ser un sueño, que no puede ser real una emoción tan fuerte, tan intensa dentro de mí que me está haciendo estremecer por un deseo sublime de que me posea, en cuerpo y alma, día tras día, minuto tras minuto. Y así es. El sonido agudo y repetitivo de la alarma de mi teléfono móvil me devuelve a la realidad. La de la vida cotidiana. La de mis mañanas sola. La de mi trabajo rutinario cerca de quien despierta en mí sueños sublimes como el que acabo de tener. Que no resulta ser el primero. Y preveo que tampoco el último.
 © Pilar Muñoz - 2013

4 dic 2015

RELATO: "EL REENCUENTRO".

 

    La vida nos ha devuelto la libertad. A él y a mí. Relaciones frustradas que el destino preparó para nosotros, para que nos pudiéramos volver a encontrar. Nada en los últimos años ha provocado en mí tanta emoción como verle de nuevo, encontrarme con él en este local emblemático que ya frecuentábamos cuando la música juvenil zumbaba en nuestros oídos. Cuánto he odiado a María en todo este tiempo por arrancarme de allí en el mejor momento, cuando los ojos de él me invitaban a intimar. Sí, con él. Con el chico de mis sueños. No tuve tiempo de responderle cuando me preguntó, con chispas en las pupilas, si quería acompañarlo. Me hice aguas. Y con ellas me ahogué en casa, en un llanto de rabia que me dejó erosionado el corazón por muchos años.
      Lo miro en la distancia, preguntándome lo que sería yo para él entonces; si un pasatiempo como las demás al que olvidar en pocos días. Y me da miedo acercarme. Que rompa con su desmemoria la imagen idolatrada del amor platónico que he sentido cada minuto desde el momento en que le perdí. Ni siquiera sé lo que dejamos de hacer; aunque siempre teñí de romanticismo lo que terminó por convertirse en un sueño irreal. Daría lo que fuera por hacer retroceder el tiempo, por chascar mis dedos y reaparecer en la escena inconclusa de antaño. Todo se esfuma a mi alrededor en este instante, me invade esa estampa como una postal de recuerdo, con un retrato de nosotros dos.
      Él eleva la vista y me sobresalto cuando se cruzan nuestras miradas. Frena en seco la cucharilla con la que hacía girar el café bajo su gesto absorto. Y se estira en la silla, retrepándose. Aspiro el aire nostálgico que emanan sus ojos cuando se clavan en mí, y me derrite la sonrisa plácida y elocuente que me dedica. Se acuerda de mí. Y yo me emociono. Una mueca nerviosa reemplaza la mudez de sus labios y son sus manos las que me ofrecen la silla vacía que le acompaña. Intuyo que no sabe si levantarse y besarme, si saludarme con formalidad… Pero me da lo mismo. Se siente igual de emocionado que yo y eso me basta para hacerme olvidar quién soy y la edad que tengo, para inducirme a hacer una locura sin que me sienta ridícula. Quiero reanudar nuestro encuentro donde lo dejamos, necesito saber lo que pudo haber pasado. Y no quiero confesiones. Sino hechos.
      Me separo el cabello a ambos lados y lo recojo de manera informal en dos coletas bajas, dejándolas caer sobre mis hombros. Abro el botón superior de mi blusa y pellizco mis mejillas para devolverle el rubor que sentía entonces. Y me desprendo del anillo de casada que aún luzco por dejadez. Una sonrisa espontánea le hace agachar la cabeza, sorprendido por mi actitud. Pero luego vuelve a mirarme y se recoloca en su asiento, recomponiendo el gesto, decidido a seguirme el juego. Veo las chispas reaparecer. Y suspiro por dentro.
      Me siento a su lado con timidez y comienzo a juguetear con mi pelo, sin atreverme a sostener su mirada. Como entonces. Y reanudo la conversación,  preguntándole con un deje de romanticismo en la voz:
      —Acompañarte… ¿adónde?
      —Donde podamos estar solos, tú y yo. Hay demasiado ruido aquí. Y gente. Demasiada gente —responde espontáneamente.
      La yema de su dedo recorre el dorso de mi mano  y un dulce frío me sacude la espalda.
      —¿Quieres que hablemos? —pregunto con la ingenuidad de aquel tiempo.
      Él sonríe con malicia y se muerde los labios.
      —No precisamente.
      —¿Por qué yo?
      —Me gustas.
      —Las otras chicas, también —le insinúo, acomplejada por el desparpajo que ellas lucen y que yo no tengo.
      —Me gusta tu boca. Y la forma en que me miras. Es… diferente.
      Ahora su dedo recorre mis labios con sutileza y centra su vista en ellos. Noto un pellizco dentro y un sentimiento inocente me sobrevuela. Me agito como una jovencita boba.
      —Tú también me gustas —acierto a decirle con un hilo de voz—. Aunque… no sé. Igual piensas que soy una niñata infantil, pero no quiero que te des el lote conmigo y luego vayas por ahí pavoneándote de lo que me has hecho sin volver a mirarme más.
      —No te haré nada que tú no quieras. Esperaré si me lo pides.
      Vuelvo a hacerme aguas ante la sinceridad de su voz, de sus ojos. Mi corazón palpita, me pregunto si será capaz de acompañarme ahora, en este mismo momento, quince años después. Me acerco a su rostro con lentitud y pongo un suave beso en su boca. Y él me corresponde, posando sus manos sobre mi cuello. Pierdo la noción del tiempo, no sé en qué época estoy.
      —Tengo que decirte algo —susurro, a escasos centímetros de él, observando su gesto interrogante mientras yo mantengo el mío azorado, sumida en mi papel—. Yo es que…, aún soy virgen.
      Arrancamos a reír y el aura se rompe, vuelven los ruidos de la máquina del café, de las cucharillas en los platos, de la petición de las comandas, de los comensales charlando… Nos quedamos en silencio. Mirándonos. Visiblemente nostálgicos. Hasta que él se levanta y me tiende la mano, invitándome de nuevo a acompañarlo.
      —A dos calles de aquí hay un hotel precioso, con un encanto especial —me dice, seduciéndome e iluminando a un tiempo mi vida entera. Y a continuación, sonríe jocoso—. Prometo hacértelo despacio… para que no te duela.

 © Pilar Muñoz - 2015


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