29 jul 2015

RELATO: "YO NO VENDO AMOR".

   Con un ligero letargo, acaricié mis piernas para eliminar las arrugas de las medias y estiré un vestido que no daba cabida a un soplo de aire entre su tela y mi cuerpo. Daba gracias a que mi piel podía oxigenarse a través del amplio escote que dejaba gran parte de mis senos al descubierto, asomados al exterior como un poderoso reclamo, como una fruta jugosa expuesta al mejor postor. Y a un largo de falda relativamente escaso que me permitía caminar con soltura, contonearme sobre los tacones y cruzar mis muslos al sentarme bajo la mirada atenta de la hombruna del local.
    Estaba cansada. Los últimos acontecimientos familiares habían hecho mella en mi mente y me habían sumido aún más en un estado de ansiedad difícil de controlar. Necesitaba evadirme, relajarme, pensar... Pero carecía de tiempo, las horas que aquel sábado en la noche ponía ante mí llevaban marcado el sello del euro con aroma a sexo en cada uno de sus minutos. Y no podía dejarlos pasar.
    Le arrebaté a Samuel el vaso de whisky que tenía entre manos y bebí un trago largo para que su amargo sabor me sacudiera y me ayudara a entrar en faena, a fundirme en aquel entorno sórdido y oscuro de cuya decoración mi cuerpo formaba parte. Eché un vistazo rápido, con la habilidad de quien conoce los rincones donde se refugia cada cual, viciado por su carácter, su experiencia o la asiduidad con que nos visitaba. Yupis trajeados, exhibiendo relojes caros y miradas de autosuficiencia, dispuestos a permitirse el lujo de exigir unos servicios que inflaran su ego y su sensación de poder; un grupo de jóvenes envueltos en risotadas nerviosas, abocando a un azorado probable novio a echar su última cana al aire antes de pronunciar su voto de fidelidad eterna; un tipo alto y poco agraciado, con pinta de soltero involuntario, y con un atisbo de impaciencia en sus mejillas por probar la carne ajena para obtener placer; un par de mirones, curiosos con babas y lascivia en los ojos, recorriéndome a distancia, sin demasiada intención de aliviar el calentón de su entrepierna por un dinero del que, se me antojaba, andaban escasos. Y un hombre sentado al final de la barra que no supe ubicar, absorto en el tintineo del hielo al chocar contra el cristal de un vaso que zarandeaba con la conciencia perdida. Respiré hondo. Se me hizo un mundo aventurar cómo transcurrirían los minutos desde la primera insinuación de cualquiera de ellos hasta volver al lugar en el que me encontraba: de nuevo otras manos palpándome con ansia incierta, macerando mi piel, invadiendo mi intimidad bajo un permiso monetario que me obligaba más de una vez a tragar la nausea y dibujar en mi rostro las huellas de un placer fingido que a ellos ni siquiera les importaba; de nuevo otros labios, otra lengua degustándome, dejando un estela de humedad no deseada en mis pechos, en mi vientre, en mis muslos...; de nuevo mi sexo y mi boca a merced de la voluntad ajena... Hice acopio de las dos imágenes más poderosas que me ayudaban a sobrellevarlo -el dinero tan necesario y el rostro de mi primer amor- y las fijé en mi mente a conciencia, al igual que el carmín en mis labios o el tatuaje grabado en mi pecho izquierdo, próximo al pezón, al que abrazaba de forma erótica y tan sumamente atrayente para el cliente de turno.
    Aparté mis preocupaciones y mis miserias y me dispuse a ofrecer lo mejor de mi cuerpo y de mis habilidades sexuales, con una sonrisa embaucadora y dulce en el rostro, con ademanes delicados y sensuales, con la exquisita elegancia que siempre ostenté. No me quedaba otra. Me fijé en el tipo sentado en la barra. Su aspecto agradable no me atrajo tanto como el desconcierto que me provocaba su ignorancia de todo cuanto acontecía a nuestro alrededor. Pareció notar el peso de mis pupilas sobre sus hombros, porque izó la cabeza de manera torcida y me dedicó una mirada. Sonreí al observarlo, sin dejarme intimidar por la seriedad de sus facciones. Hasta que lo vi levantarse y abandonar el lugar en el que llevaba apostado casi una hora.
    Una mano en mi cintura me tensó, no la esperaba. Lucía se había hecho con el control del novio y de su grupo de amigos, la perversión de los jóvenes la excitaba sobremanera. Me volví aparentando una naturalidad perdida y comprobé que el soltero involuntario era quien pretendía acaparar mi atención. Me estiré, al tiempo que Samuel ponía una copa delante de mí. Entonces oí la contundencia de una voz grave a mi espalda:
    —¡Lárgate de aquí, tío, la señorita está conmigo!
    Era el tipo que había abandonado la barra quien lo increpaba.
    —Lárgate tú —adujo el soltero—, yo ya estoy sentado aquí, con ella, y tú acabas de llegar.
    Un cierto nerviosismo me asoló, lo último que necesitaba aquella noche era una pelea de gallos por mis servicios. Debía reconocer que no me apetecía acostarme con aquel tipo, su mano en mi cuerpo me produjo repulsa sin saber por qué, pero preferí mantenerme al margen, si podía cumplir con ambos aquella noche volvería a casa antes de lo habitual. 
    —¿Quién te ha ordenado servirle esa copa, Samuel? —preguntó el de la voz grave.
    —Usted, señor.
    —¿Antes, o después de que este tipo se sentara aquí con ella? —inquirió señalándome.
    Miré a Samuel con una súplica en los ojos que supo entender.
    —Antes.
    Respiré aliviada. El soltero involuntario se escurrió del asiento con desidia y pagó su cuenta con intención de largarse. Entonces observé de cerca a mi nuevo acompañante, el aplomo con el que se desplazaba, como si cada miembro le pesara una arroba, su mirada lánguida, apagada, sus labios rígidos, en un torcido gesto de desgana.
    —Gracias por la copa. Me llamo Mónica —Me presenté haciendo alarde de amabilidad.
    —Roberto.
    —Es la primera vez que te veo por aquí, Roberto. Me alegro de conocerte.
    —¿Por qué?
    Su pregunta me desconcertó. Tardé unos segundos en recuperar el temple para contestar.
    —Hay algo en ti que me ha llamado la atención.
    —Eso se lo dirás a todos, Mónica —dijo, con aspereza en la voz.
    —No, cariño, podría adularte de mil maneras, pero he preferido responder a tu pregunta, sin más.
    —¿Y puedo saber qué es ese "algo" que ha llamado tu atención?
    —Los hombres que acuden a este local vienen con un objetivo claro. Tú has tardado más tiempo de lo normal en desviar la vista de tu copa para mirarme. Y fíjate, te has sentado a mi lado y ni siquiera me has tocado.
    —¿Podía hacerlo?
    Esbozó una sonrisa leve, acompañada de un gesto de sorpresa un tanto cómico.
    —Los roces previos van incluidos en el precio de la copa —advertí—. Y tú has pedido dos, la tuya y la mía. Cuando tengas que abonarla lo entenderás.
    Esta vez sonreí con él, algo en su forma de comportarse distendió mi cuerpo, me relajó.
    —¿Tu compañía y la charla no bastan?
    —Observa con disimulo al engominado que está sentado a tu derecha, en la esquina. No deja de mirarnos. Es un prepotente nato, me temo que si no me abordas te pedirá que le dejes el terreno libre, siempre va con prisas. Y yo... tampoco puedo perder el tiempo, cielo —apunté con un exceso de dulzura en la voz y con cierta pena, por no poder limitarme a una charla que sinceramente me apetecía mantener.
    Roberto se giró en el taburete, situándose frente a mí. Posó una mano con delicadeza sobre mi muslo y con el dorso de la otra recorrió mi mejilla.
    —¿Por qué estás aquí? No eres... como ellas —apuntó, señalando con una inclinación de cabeza a mis compañeras, dispersas por el local.
    Atisbé un deje de compasión en sus ojos y lo miré emocionada, en silencio.
    —No es buena idea que te cuente mi vida. Es mi cuerpo lo que estás comprando —añadí taciturna—, no mis penas. Dime tú qué haces aquí, qué buscas. Tampoco eres... como ellos —advertí imitándolo.
    —Estar contigo. Me apetece estar contigo —adujo tras una pausa, con timidez, con un tono de voz azorado.
    —Entonces acompáñame, en un reservado estaremos mejor.
    Lo invité a tomar mi mano y me siguió hasta adentrarnos en una habitación íntima que nos permitiera tener sexo sin incordios. El halo de respeto y el mimo en su trato hacia mí se me hacían extraños, no estaba acostumbrada a sus movimientos reposados, propios de una pareja sentimental, alejados de la relación típica entre cliente y prostituta. Dejé que tomara las riendas de lo que pretendía hacer conmigo. Roberto cogió su copa y rellenó la mía de la botella de cava descorchada en la cubitera. Me hizo brindar con él, sin dejar de mirarme, sin dejar de acribillar mis pupilas para leerlas. Pasó su mano por mi cintura y recorrió mi espalda atrayéndome hacia él. Aspiré el dulzón aroma de su loción corporal y dejé caer mis labios en su cuello al compás de los suyos sobre mi piel. Noté un calor tibio y me aproximé aún más, acariciando su nuca mientras  permitía a mis senos adherirse a su pecho, buscando que diera rienda suelta a un excitación contenida. O nula. Dudé por un momento qué era lo que no estaba haciendo bien, por qué no encontraba respuesta en su boca y en sus manos a mi provocación, aún no habían osado tocar ninguna parte íntima de mi ser. Hice amago entonces de desprenderme del vestido para mostrarle el conjunto de lencería que debería encender la pasión y la prisa que hasta ahora se hallaban prácticamente muertas. Pero me detuvo.
    —No, espera. Déjame a mí desnudarte.
    Paseó sus manos por mi cuello y descendió a lo largo de mi espalda hasta descorrer la cremallera del vestido en toda su longitud, tomándose su tiempo para deslizar los tirantes por mis hombros y dejarlo caer. Recorrió mi piel desnuda con las yemas de sus dedos, lentamente, insinuando cada curva, tan concentrado en ellas como antes lo estuvo sacudiendo el cristal de su copa en la barra del bar. De nuevo me centré en sus ojos. Me atraía su mirada melancólica, su tibieza, la dulzura impresa en sus pupilas observándome sin lascivia, como si un sentimiento no carnal primara por encima de todo lo demás.
    Lo imité. Mientras él se afanaba en desprender el broche de mi sujetador para vislumbrar mis senos, yo comencé a deshacer la botonadura de su camisa con toda la parsimonia de que fui capaz. La abrí y esparcí un reguero de besos sobre su pecho, apenas rozándolo con los labios, sin la boca perversa que solía utilizar. Noté un escalofrío en su piel y sonreí al haber hallado el camino hasta él. Sosiego. Calma. Ternura. Se detuvo un instante a mirarme, una vez más, para apreciar cómo le dedicaba mis caricias tan acertadamente sin conocerlo de nada. Me liberó de la prenda que oprimía la parte superior de mi cuerpo y exhaló un suspiro de excitación. Rozó mis pechos con las palmas de sus manos y yo acaricie el dorso de las mismas en un gesto espontáneo de asentimiento, de agrado por lo que hacía.
    —Abrázame, Mónica.
    La inflexión en la tesitura de su voz me emocionó. Me apreté contra su torso, rodeando con fuerza su cuerpo, y él me estrechó con sus brazos, uniendo su mejilla a la mía durante unos minutos en los que pude sentir un nudo alojado en mi garganta que jamás había sentido en aquella habitación. Caminé hacia atrás, empujada por él, y me dejó caer sobre la cama, observándome, con temor a tocarme. Le sonreí y asentí, invitándolo a unirse a mí. La forma en que recorrió mi cuerpo y la delicadeza con la que me poseyó no pude describirla como un encuentro carnal. Roberto me hizo el amor y me pidió hacérselo a él de igual manera. Sin ansia, sin prisas desbocadas, sin acometidas ni sacudidas producto de una excitación desmedida. Con sentimiento. No sé si suplantó mi rostro o decidió mantener mis facciones como protagonistas de aquel encuentro. Pero yo puedo, por primera vez, prescindir de la imagen de ese amor primero que siempre me acompañaba para poder culminar cada uno de mis servicios. No tuve necesidad de recurrir a él.
    Roberto se permitió acariciar mi pelo al terminar. Acurrucarme junto a él y besar mis labios con la tibieza de los enamorados mientras seguía indagando, en las profundidades de mis ojos, lo que hacía yo en aquel lugar.
    —Tú también estás sola, ¿verdad? —me preguntó, con el cariño fluyendo por los poros de su piel.
    Se me aguó la mirada. Maldita soledad.
    —¿Qué has venido a buscar, cielo? —volví a preguntar, percatándome de la marca de un anillo circundando su dedo anular.
    —Lo que acabas de ofrecerme. Lo más parecido al amor que debiera existir en toda relación sexual.
    —¿Acaso lo has perdido?
    —Nunca lo tuve. Llevo veinte malditos años practicando un sexo salvaje por exigencias de mi mujer. Ya no puedo más. Necesitaba sentir, emocionarme, dejar que fluyera la ternura que siempre albergué hacia ella y que nunca me permitió expresar.
    El desconcierto se apoderó de mí. En aquel antro jamás me habían buscado con un reclamo sentimental, jamás me habían pedido suscitar emociones que no fueran de índole sexual o prácticas que no estuvieran prohibidas en casa por vergüenza, educación o moralidad. Sentí una fuerte conexión con él. Maldita soledad y maldita la falta de ese amor sublime que te hace convertirte en alguien especial. No fue su cuerpo el que exigió al mío los servicios que yo acostumbraba a ofrecer; fue su corazón el que reclamó al mío aquello de lo que carecía.
   Roberto me agradeció, con el alma reflejada en su rostro, haber satisfecho su necesidad de afecto, de ternura, de amor..., sin ser consciente de que él me había ofrecido a mí tanto como yo a él.
    Lo despedí con un destello especial en mis ojos, con una promesa de amistad futura y... con mi cartera vacía.
    Porque mi cuerpo se vende..., pero mi corazón se regala.    

Pilar Muñoz Álamo - julio 2015.

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