Hoy es uno de esos días en los que me planteo de forma expresa si la labor de la justicia puede dar calma al corazón, además de a la razón.
Se me vienen a la mente esas típicas peleas de niños en los que la disputa llega a tal extremo que ambos se declaran incapaces de llegar a un mínimo acuerdo que les haga sentir bien, que restablezca entre ellos la paz y el orden por haber alcanzado un terreno neutral en el que poder convivir o, sencillamente, que obligue a uno de ellos a retractarse ante el otro porque su actitud no es conforme a derecho según las normas familiares, morales, sociales o incluso rutinarias del entorno en el que desarrollan su vida habitualmente. Y ese es el momento en el que aparece la figura materna o paterna, dando luz al asunto bajo la voz de la experiencia, de la sabiduría o del sentido común, y obligándolos a cumplir con su dictamen a rajatabla.
Pero entonces me pregunto qué ocurre cuando en esa lid previa uno de ellos arrea un tortazo al otro que le hace arder la oreja, ver las estrellas y el luminoso arco iris o estamparse contra el suelo sin que nadie sea testigo de su hazaña. Ambos darán su versión, y la figura paterna o materna de la que antes hablaba adoptará el papel de juez en su jurisdicción casera, determinando a la vista de las pruebas y de los testimonios de los pequeños cuál de ellos dos es portador de la razón. Ni que decir tiene que ambos emplearán las mayores argucias y sus mejores recursos y argumentos para llevarse al juez al huerto induciéndolo a dictar sentencia a su favor.
Pero aquí es donde radica el quiz de la cuestión: si la victoria a la disputa la obtiene quien propinó el tortazo injustamente, el agredido se sentirá dolido, impotente y rabioso, porque tendrá la interna sensación de haber salido escaldado y, además, sin nadie que respalde que llevaba la razón; pero si la sentencia declara culpable a quien se fue de las manos, aunque éste sea castigado por ello, el dolor del guantazo propinado seguirá latiendo en la mejilla, en la oreja o en el ojo del inocente, y eso nadie lo podrá borrar; esas cicatrices de dolor y humillación quedarán grabadas en el corazón, y, para más inri, también se verán acompañadas por una buena dosis de rabia e impotencia por saber que de haberse obrado con cordura, con razón y con sabiduría plena, tal afrenta podría haberse evitado desde un principio, y el dañado ahora viviría radiante y feliz.
¿Pero sabéis qué es lo peor? Que esa punzante e hiriente emoción seguirá por siempre ahí, por mucho que la justicia le dé la razón. Porque esa razón es tardía y muchas veces no puede restablecer lo que ya se destrozó.
Cuando este ejemplo mínimo y aparentemente insignificante lo trasladamos a males mayores y a afrentas grandiosas, el dolor es extremo. E invalidante la sensación de que, dicte lo que dicte un juez, ya no conseguirá paliar el daño producido, ni devolver lo que jamás debería de haber desaparecido de nuestras vidas.