6 abr 2012

RELATO: "JUEVES SANTO DE MADRUGÁ"


  Eran las once y treinta y cinco minutos de la noche cuando abordé la última callejuela que me llevaría casi directa hasta la puerta del garaje. Había demasiada gente transitando por los alrededores, pero creía tener tiempo aún para llegar. Toqué el claxon varias veces a pesar de lo intempestivo de la hora para que dejaran libre la calzada de una maldita vez y subieran a las aceras, que era por donde debían transitar. En aquellos días, todo parecía estar permitido. El ruido, la suciedad, el alcohol, la invasión de los portales ajenos y hasta el hecho de miccionar por cualquier rincón visible sin que ello atendiera necesariamente a una urgencia biológica.
  Un enjambre de personas me cortó el paso repentinamente, interponiéndose entre el coche y los escasos doscientos metros que me separaban de casa. Resoplé y apreté la marcha con lentitud, casi rozando sus cuerpos con el paragolpes de mi coche. Me miraron desafiantes deteniendo el paso y abrieron los brazos en un gesto mudo de incertidumbre y recriminación, preguntándome en silencio con los ojos alterados qué demonios pensaba que estaba haciendo, como si las calles fueran de su exclusiva propiedad. Las botellas de cerveza que llevaban en la mano y la presencia de niños pulcramente vestidos evitaron que bajara la ventanilla y graznara lo que me pasaba por la cabeza en ese momento. Conseguí a duras penas avanzar unos metros cuando el guardia municipal me dio el alto. Una ola de indignación me sacudió el cuerpo. Me resultaba intolerable que los vecinos de mi zona no pudiéramos vivir una Semana Santa con tranquilidad por el simple hecho de vivir en el centro de la ciudad; tener que soportar siete días de horarios programados para entrar y salir, siete días de bullicio incontrolado, siete días de incansable vida nocturna por una fiesta callejera que había perdido completamente el sentido religioso por el que fue creada.
  El guardia me sugirió que apagara el motor para evitar la salida de gases durante el tiempo que permanecería allí parada. Miré por el espejo retrovisor a ver si había posibilidad de dar marcha atrás y modificar la ruta, pero una fila de coches estacionados tras de mí me impedían el retroceso. ¡Tenía que haberme venido antes, lo dije mil veces! Mis amigas estarían ya en casa disfrutando del relax de su hogar mientras yo tenía que aguantar el paso de… a saber cuántas procesiones para diversión de quienes están deseando cualquier excusa para asaltar las calles.
  Bajé la ventanilla y el olor a incienso me dio la bofetada típica que produce la asociación de un aroma a un acontecimiento desagradable. Aún no podía verse la Cruz de Guía. Me pasé la mano por la frente y el pelo con desesperación, tan sólo de imaginar el tiempo que tendría que pasar hasta que el último penitente terminara de cruzar la calle perpendicular a cuyas puertas me encontraba, tras lo cual, y sólo entonces, el dichoso guardia me permitiría pasar.
  Un cúmulo de personas se fue arremolinando delante de mi vehículo, taponando literalmente la calleja en la que me encontraba y rellenando, poco a poco, los escasos huecos que comenzaban a quedar al borde de la calle por la pasaría la procesión. Oí voces, risas. Contemplé empujones, discusiones por arrebatarse el sitio. Negativas a abrir paso para quienes querían cruzar al otro lado de la calle. Gritos de vendedores ambulantes que pretendían aprovechar la coyuntura para hacer su agosto vendiendo pipas, avellanas o cualquier otra golosina capaz de matar la aburrida espera. Vi grupos de jóvenes minifalderas, repintadas de forma escandalosa como si fueran a asistir a la discoteca de moda, más que a recibir el paso procesional de Cristo y de la Virgen. Chavales con bocadillos en mano y botellas de licor barato para matar el frío, o simplemente porque la llegada de la noche lo exigía por costumbre, niños con vasos de plástico sentados en los bordes de las aceras, preparados para abordar a los nazarenos en sus eternas paradas para que vertieran los sobrantes aún calientes de las velas con las que hacer después cualquier figurita manual, y algarabía de mujeres charlando a viva voz, incapaces de guardar silencio aunque solo fuera por respeto al duelo que las cofradías religiosas intentaban representar. Y volví a indignarme. Me superaba que tuviera que soportar las consecuencias de semejante jolgorio por obligación. No entendía que tuvieran que salir a la calle para diversión del pueblo.  
  Bajé del coche y cerré las ventanillas, me estaba asfixiando dentro, viéndome rodeada de personas por todos los ángulos. A duras penas me abrí paso hasta la esquina. Recibí codazos y algunos improperios por la rudeza con que apartaba los obstáculos humanos de mi camino, pero había llegado la primera, y ya que no tenía más riles que estar allí, no sería desde luego en cuarta fila. Quería observar de primera mano toda aquella pantomima para cerciorarme bien de que en los días y años siguientes calcularía la hora de vuelta con mucha mayor precisión.
  Cuando al fin conseguí alcanzar un lugar digno, los primeros nazarenos ya habían pasado de largo.  Oí los tambores redoblando a lo lejos y una banda de cornetas tocando una marcha de ritmo acompasado y muy bien afinado. La fila de encapuchados se me hizo interminable, a pesar del entretenimiento de ver cómo luchaban encarnizadamente por evitar que el viento apagara sus velas. Al fin, alcé la vista y la silueta del paso de Jesús Rescatado asomó a lo lejos. El olor a incienso se hizo entonces más intenso, formando una nube densa que impedía ver sus rasgos con claridad. La gente seguía cruzando entre los nazarenos, que se apartaban resignados sin desviar la vista de su antecesor. Oí  al hombre que tenía a mi lado gritarle a su hija entusiasmado: “¡Ya viene, ya viene!”, subiéndola a sus hombros y tapándome parcialmente la vista mientras la niña me propinaba unas cuantas patadas para impulsarse. El sonido de la música comenzó a intensificarse y el paso aceleró la marcha. Un bocanada de aire disipó la neblina que el incienso había provocado y el rostro del Cristo resurgió de manera repentina. Su larga melena negra flotaba al viento como si tuviera vida propia y la túnica purpúrea que lo vestía oscilaba por el bamboleo con que los costaleros lo mecían al compás de la marcha de trompetas y tambores. La algarabía a mi alrededor aumentó ante la expectación de su proximidad. Un manto de claveles rojos cubría la base sobre la que Él pisaba, descalzo, maniatado y acompañado exclusivamente por un romano que exhibía unos ojos inyectados en sangre y odio. Miré hacia abajo y vi la fila de zapatillas que asomaban bajo el paño rojo que cubría las andas. Varias decenas de pies caminando al unísono, desplazándose apenas diez centímetros en cada paso. Traté de imaginar cómo irían allí debajo, apretados, sudorosos, acatando las órdenes del capataz pulcramente trajeado y con la insignia de la hermandad colgándole del cuello, orgulloso, concentrado en su trabajo de guiarlos sin contratiempos hasta el templo sagrado. Un golpe seco en la parte delantera los hizo detenerse y bajarlo hasta el suelo justo delante de mí. Por un momento, la presencia de aquella figura religiosa acalló las voces de quienes tenía alrededor, dejando sólo el susurro de los costaleros que entraban y salían para darse un descanso y tomar aire. Un impulso incontrolado me obligó a mirar a quienes caminaban tras Él. Dejé de oír el sonido de la banda de música, los comentarios a media voz de las mujeres y niños que me rodeaban, todo pareció enmudecer cuando fijé la vista en el rostro de aquella mujer. El sufrimiento clavado en todas y cada una de las facciones de su tez morena me sacudió. Los ojos ligeramente entornados, vidriosos. La mirada perdida en un punto indeterminado frente a ella. Su parpadeo lento. La boca entreabierta, con un movimiento de labios apenas perceptible. Pensé que hablaba sola hasta que vi entre sus manos, férreamente sujeto, un rosario negro con una gruesa cruz colgando lateralmente. La mano derecha apretaba una de las cuentecillas redondas de las muchas que componían aquel objeto religioso, mientras la otra parecía acariciar la cruz de vez en cuando para asegurarse de que continuaba ahí. Estaba rezando. Miré su túnica púrpura sujeta por un cinturón de esparto con un grueso nudo rudimentario. Y vi sus pies. Iba descalza, pisando las cáscaras de los frutos secos que los aburridos espectadores no habían dudado en arrojar a la calzada antes del paso de la procesión. No parecía sentir dolor al aplastarlos. Ninguna mueca extraña alteraba su expresión. Parecía soportar tanto dolor en el alma que ya no era fácil hacerla reaccionar con nimios estímulos como aquél. No miraba a nadie, sólo a Él. De vez en cuando inclinaba parsimoniosamente la cabeza hacia atrás y desviaba la vista hasta alcanzar la espalda del Cristo al que se había encomendado. Sentí un escalofrío. Por un momento el mundo pareció dejar de existir, sólo estaba ella, cargando sobre sus hombros el peso de la eternidad.
  Una de las veces en que elevó la vista, la seguí con la mía. Deseé adentrarme en su mente y saber qué pensaba, qué sentía, qué pedía. Mis ojos terminaron posándose en la cabeza tallada de Cristo y por primera vez fui consciente de su realismo. Aquellas tres espinas doradas clavadas entre su pelo, las gotas de sangre roja de distinta tonalidad, haciéndolas brillar sobre las sienes y la frente sudorosa, el contorno de los ojos amoratado y una extrema delgadez que exaltaba sus pómulos dañados por los golpes, sus labios carnosos, negruzcos, resecos por la sed. Me impresionó. La banda de música comenzó a sonar, pero yo parecía oírla a mil kilómetros de distancia. Otro golpe seco precedió a la orden del capataz de ponerse en marcha en breve. Y lamenté que elevaran el paso para alejarse de mí. Miré de nuevo a aquella mujer de palidez extrema y me pregunté que habría en su vida tan lamentable como para mostrarse así. Qué desdicha, imposible de superar por las manos del hombre, la habrían llevado a pedir clemencia a golpe de fe. Sentí ganas de llorar. E impotencia. Y renegué de cuantos no respetaban aquello a los que otros se encomendaban. Hasta de mí.
  El paso dio un respingo cuando los costaleros se levantaron al unísono para reanudar la marcha. Seguí durante unos minutos sumergida en una burbuja extraña, centrada exclusivamente en la férrea relación que parecía haberse establecido entre Cristo y aquella mujer, y la envidié. No sé bien por qué, pero la envidié. Levanté la vista y lo miré por última vez antes de que aquellos hombres se lo llevaran en volandas en contra de mi voluntad. Y Él me miró. Juro por lo más sagrado que durante una fracción de segundo, Cristo giró su rostro levemente y me miró. Sus facciones permanecieron impasibles, pero el brillo de sus ojos habló por Él, clavándose en mis entrañas como puñales afilados. Aquella mujer reanudó la marcha con lasitud, arrastrando sus pies cansados, su corazón muerto. Siguió mirando a aquel punto perdido, imposible de adivinar, moviendo sus labios, ajena al mundo exterior. Yo permanecí algo más de media hora de pie en aquella esquina, intentando hilvanar lo que había ocurrido aquella noche, intentando desgranar lo que había conseguido sacudirme por dentro.
  Caminé hasta el coche pensativa, relajada y muy tranquila, con una paz interna que no había sentido jamás. Arranqué y me marché de allí con desgana, ignorando los pitidos de los vehículos a los que estaba entorpeciendo con mi marcha lenta. “Estamos en Semana Santa” –me dije-. “Respetemos a quienes creen”. Sólo por ella. Por tan solo una mujer como aquella, merecía la pena mantener la tradición. Y por mí. Porque a partir de aquel momento tuve sumamente claro que en los próximos días, y en los próximos años, volvería a calcular erróneamente la hora exacta de volver a casa.



Mª del Pilar Muñoz Alamo - 2012




Imagen de Nuestro Padre Jesús Rescatado- Semana Santa Montillana.

14 comentarios:

  1. Fantástico relato!! En Mallorca se vive la Semana Santa pero no hay punto de comparación con lo que vivís en Andalucía. En Palma igual si que hay bastante gente, pero yo no he visto nunca las procesiones allí, y sí que la gente el Jueves Santo espera impaciente el Cristo de la Sangre que sale a la madrugá. Yo siempre voy a Felanitx, el municipio al que pertenece mi pueblo, y hay tranquilidad y la gente no va allí para ir a pasar la noche, ni a molestar. La ventaja es que como dura unas 3 horas, a la madrugá ya está casi terminado y quien quiere irse de marcha se va y no molesta a los penitentes y a los espectadores.
    Me ha encantado tu relato, y es verdad que hay momentos en que algunas veces parece que algunos pasos te absorben y te llaman. Y aún hay mucha gente que vive estos días de forma emocionante y viviendo cada momento como si de ello dependiera su vida y hacen que la tuya también dependa de ella por unos momentos.
    Disfruta de la Semana Santa.
    Besos

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    1. Es una de las fiestas que la que se entremezcla gente con motivaciones muy diferentes: quienes no creen y les sirve como entretenimiento adicional, quienes muestran respecto sin dejarse llevar por emociones extremas y quienes la viven y se implican a conciencia movidos por su fe. Algunas veces se pierde el respeto mutuo, pero aún así, suele persistir una buena convivencia, porque algunas de esas imágenes de tanto realismo, mecidas por esas calles estrechas con el fervor de sus costaleros al compás exacto de la música y con la tenue iluminación de las velas consiguen muchas veces emocionarte y hacerte olvidar que son las mismas figuras talladas que están durante todo el año en templos e iglesias.
      En cada lugar tiene su encanto, pero es cierto que en Andalucía se vive a lo grande.
      Un beso, guapa y gracias por lo de fantástico :)

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  2. Estupendo, para no variar!

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  3. Yo soy de las que respetan las idolatrías religiosas aunque no comparta ni la adoración, ni el fervor, ni el entusiasmo por estos ritos de la iglesia católica. En Madrid se participa masivamente, sobre todo la tarde-noche del viernes, en varias procesiones que han ido adquiriendo una gran importancia, tanto para los creyentes como para los que vienen a descubrir una tradición tan arraigada en el pueblo español. La del Cristo de Medinaceli es quizás la que mayor número de fieles congrega. Tu relato logra transmitir ese punto de emoción indescriptible que te atrapa y te produce una chispa dentro de ti cuando algo prodigioso sucede sin que tú puedas explicar el porqué. Enhorabuena y un beso.

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    1. Hay cosas que se producen en nosotros que escapan a la lógica y al raciocinio. Por eso nos impresionan tanto. La que se produce en este relato podría ser una de ellas.
      Gracias, Koncha.

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  4. Precioso relato inspirado en mi semana favorita del año. Esta advocación de Jesús Rescatado también despierta muchísimo fervor en mi tierra. Es el Señor de Salamanca sin dudarlo. Es alucinante ver cómo cientos de personas esperan durante todo el año ese Viernes Santo tan sólo por sentir la emoción de ver a su adorada imagen en la calle, más accesible y el fervor con el que le reciben cada año. Esa mujer que carga con él se siente afortunada, estoy segura, afortunada y orgullosa de poder pasear con la imagen de sus amores cargada sobre sus hombros. En cuanto a la del coche, seguro que acaba siendo cofrade del de Medinaceli.

    Un beso shakiano!!

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    1. Gracias, Shaka. La imagen del Cristo que he puesto en el relato es de Montilla, pero en Córdoba también es uno de los que despiertan más adoración. Aquí sale el domingo por la noche y son cientos de personas los que van detrás haciendo la estación de penitencia.
      Yo creo que sí, que la mujer del relato acabará viviendo la Semana Santa con toda la intensidad que antes no comprendía.
      Un beso, guapa.

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  5. Me ha encantado tu relato. Condensas perfectamente esa parte irracional o que, a mi al menos, se me escapa, del comportamiento de muchas personas en estas fechas. Tal vez fervor localizado.
    Besos

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    1. Muchas gracias, Mientrasleo. Hay veces en que una situación y los estímulos que se dan en ella nos absorben tanto que no somos capaces de tener actitudes coherentes con lo que siempre hemos pregonado, y lo peor es que no podemos darle explicación.
      Un beso.

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  6. ¡Qué gran relato! Me ha encantado. Y no soy de las que vivo la Semana Santa de forma especial. Me cuesta trabajo comprender qué motiva a alguna gente a esa adoración, a ese fervor durante estas fechas, aunque lo respeto. Pero ese final de tu relato... Me has dejado con ganas de ser esa protagonista que en un momento casi mágico, llega a comprender lo que representa en verdad la Semana Santa gracias a esa mujer que va detrás de su Nazareno.
    Besotes!!!

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    1. Gracias, Margari. A veces, cualquier detalle de los que tenemos a nuestro alrededor es capaz de sacudirnos lo suficiente como para hacernos sentir lo que nunca pensamos racionalmente que nos podría afectar. Ese algo puede estar en cualquier sitio, en cualquier persona y en cualquier momento. Y a veces es completamente imprevisible.
      A mi también me gustaría que me ocurrieran cosas así de vez en cuando para entender lo que en muchas ocaciones me resulta incomprensible.
      Un besito, guapa.

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  7. ¡¡MARAVILLOSO!! Me he identificado totalmente con la protagonista de la historia. No voy a mentir, no soy creyente. No me gusta la Semana Santa porque te las ves y te las deseas para aparcar. Me repatea ver a los que dicen ser creyentes, dándose golpes en el pecho esos siete días, pero en cuanto se acaban vuelven a ser los mismos sinvergüenzas de siempre. Pero, cuando voy a mi pueblo tengo claro que no voy a faltar a la cita del Nazareno. La emoción de verle salir de la iglesia y avanzar en silencio, sólo unos pasos para, en pocos metros, parar y girar ligeramente, mirar hacia el balcón de una de las casas que hay en el trayecto y escuchar esa preciosa saeta que te deja sin palabras y emocionada.

    Te dejo una foto, para que veas la belleza de la imagen: http://jesusnazareno-cabezadelbuey.org/img/historia/cartel_2010.jpg

    Ni siquiera me casé por la iglesia pero respeto al que cree.

    Ha sido muy bonito, de verdad.

    Besos.

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  8. Hola guapisima! Qué fallo, no te seguía, estaba segura de que sí... Pero ya estoy por aquí! La verdad es que el relato me ha encantado y ya no te voy a perder la vista! A mí me gusta la semana santa, y es verdad que aunque no seas creyente 100% se dan ese tipo de situaciones, es el entorno, el momento, el concentrarte en la imagen, el halo... Me ha encantado! Un besote!

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